Transición sin democracia
Ilya U. Topper
Todo el mundo hablaba del cambio en aquel agosto de 1999. Hassan II, uno de los dirigentes políticos más longevos y a veces descrito incluso por sus enemigos como el más inteligente, acababa de morir. Durante una noche, nadie se atrevía a salir a la calle.
Al día siguiente, Mohamed VI, príncipe hereredero, recibió el besamanos de los grandes del reino y se resolvió la pregunta que durante los últimos treinta años había pesado sobre el país: ¿existe una vida después de Hassan II? Ahora la pregunta era otra: ¿será una vida distinta? ¿Habrá una transición hacia la democracia, un cambio?
“¿El cambio?” repitió aquel chaval, con un diploma en literatura inglesa y sin un cigarrillo, cicerone o guachisnay a su pesar en Tánger. “Este cambio llega 20 años tarde”. Pero admitió que pocos años antes “ni la policía conocía Tazmamart, el alcázar donde se torturaba a los presos políticos enterrados en vida. Hoy, en las librerías se venden libros escritos por los supervivientes de Tazmamart. Si eso no es un cambio…”
Hubo más: volvió tras 13 años de exilio (y 17 de cárcel) Abraham Serfaty y fue recibido en el aeropuerto por un ministro. Fue relevado Driss Basri, ministro de Interior y durante años el dictador ejecutivo de Marruecos. Grandes gestos, grandes esperanzas. Luego, el ritmo se estancó un tanto. Hasta 2004 no se aprobó la mudáwana, el nuevo código civil que confirió a las mujeres más derechos que ningún otro país musulmán, salvo Túnez.
El majzén, el aparato de estado, se fundó en 1600 y desde entonces no ha cambiado
El mismo año se creó la instancia de Equidad y Reconciliación (IER, en francés pronunciado como ‘ayer’), una comisión de la verdad que iba a esclarecer qué pasó realmente durante el reino de Hassan II, quién fue asesinado, cómo se torturaba. A su cabeza, Driss Benzekri, antiguo preso político marxista. No se cortó: los testimonios de ex presos torturados y familiares se emitían durante semanas en la televisión nacional.
Fue un nunca más convincente… o casi: habría sido más convincente si la policía no hubiera seguido torturando. Si hubiera habido una reestructuración en el sistema. No la hubo. El majzén, el aparato de estado, se fundó en 1600 y desde entonces no ha cambiado.
Diez años han pasado desde aquel agosto esperanzado y cada vez cuesta más encontrar las diez diferencias entre Marruecos y una tortuga gigante. Con motivo de su décima fiesta del trono, el rey acaba de amnistiar a 16.000 prisioneros. Puede ser una buena noticia por quienes hayan sido encarcelado ―y torturado― en los últimos meses y años por manifestarse o, simplemente, por decir una frase que algún policía juzgaba un insulto a la majestad. Pero subraya: toda solución viene del rey, no de la justicia.
Hace 15 años, cuando Hassan II dedicó los últimos años de su vida a hacer reformas democráticas, dar juego a los partidos, sentido a las elecciones, cargos a la oposición, alguien hizo un análisis agudo: crear una sociedad civil y política sólida era la única manera de salvar a la monarquía, de evitar que los dueños del majzén encerrasen al joven rey en el Palacio y se convirtieran en sus titiriteros. Fuera cierto o no, funcionó.
Hoy, Mohamed VI manda quizás más de lo que su padre nunca llegó a mandar, porque se ha convertido en la única esperanza del pueblo: hasta ahora, cada gran reforma, cada paso adelante en las reformas ha salido de la boca del rey, no de los proyectos de ley presentados en un Parlamento cada vez más apocado, tímido, inútil, despreciado. La deriva de los últimos años parece indicar que a la monarquía ya no le hace falta la democracia para afianzar su poder.
Hoy, todas las reformas son obra del rey, no del Parlamento
Cabe el temor de que sin rey se estaría peor: al fin y al cabo, las libertades sociales y políticas en Marruecos son mucho más amplias que las de cualquier otro país de la Liga Árabe, exceptuando Líbano. Pero decir que son libertades otorgadas por la gracia real, no conquistadas, sería ignorar la lucha de decenas de miles de marroquíes, famosos y anónimos, que se han batido ―y se siguen batiendo― por el cambio. Lástima que ninguno de ellos parece estar en el Parlamento y muy pocos en los partidos. Así, la Transición empieza y acaba en la sala del trono.
Pese a todo, el cambio en Marruecos hace años que llegó. Textos similares a esta columna se pueden leer cada semana en alguna de las revistas de vanguardia que se venden en kioscos, aceras y paradas de autobús. El miedo ha quedado atrás.