Sahara revisitado
Ilya U. Topper
Por fin llega. Estos días, el nuevo enviado especial de Naciones Unidas para el Sáhara Occidental, Staffan de Mistura, se dará su primera vuelta por la región: primero a Rabat y luego a los campamentos de refugiados saharauis en Tinduf, Argelia. Para constatar que todo está como siempre y nada ha cambiado en treinta años.
Después de pasar desde 1970 por Sudán, Bosnia, Etiopía, Afganistán, Somalia, Alto Karabaj, Iraq, Kosovo, Líbano, y de 2014 a 2018, Siria, Staffan de Mistura se encontrará con una misión más bien relajada. Si Siria es una partida de póker que nadie quiere ganar, pero en la que todo el mundo quiere hacer perder a los demás, el Sáhara, en comparación, es un juego de ajedrez entre caballeros, con los objetivos irreconciliables, pero claros. El Gobierno de Marruecos quiere anexionarse definitivamente esta franja de arena a lo largo del Atlántico. El otro bando, representado por el Frente Polisario, quiere la independencia.
La mala noticia para Staffan de Mistura es que cuando un bando quiere la independencia, no hay nada que negociar, porque no hay término medio. Ya lo hemos visto en Cataluña, donde tener un grado de autonomía inaudito en Europa no impide a los políticos hablar de una nación colonizada y pisoteada: nada vale si no hay asiento en la ONU y selección de fútbol propia. No son casos comparables, como no son comparables España y Marruecos en términos de democracia y derechos humanos, pero la línea roja es la misma: una autonomía no es media independencia sino una derrota completa para el Frente Polisario. Desde su punto de vista, la misión de Staffan de Mistura es solo convencer a Rabat que renuncie a la victoria militar obtenida en 1991 y cumpla con lo prometido: un referéndum.
Rabat lleva treinta años atrasando ese referéndum al que se comprometió, pretextando divergencias en la identificación de los votantes y aprovechando para enviar ciudadanos de todo el país al territorio en liza para presentarse como saharauis, aunque ni con eso se atrevió a colocar las urnas: no se fía ni de sus propios súbditos. Es lo que tienen las autocracias. Pero ni el Frente Polisario se cree ya que treinta años después, Rabat de repente vaya a dar su brazo a torcer, sin necesidad.
Etiquetar a las mujeres saharauis como “las más libres del mundo árabe” sería cinismo si no fuera ignorancia
No se lo creen ni las asociaciones españolas defensoras de las causa, a juzgar por su presencia pública nula en prensa y manifestaciones. Ya no vemos a estrellas del cine encabezar caravanas humanitarias y festivales solidarios en el desierto, ni portadas de periódicos de izquierdas acusando al Gobierno socialista de traicionar la causa del Sáhara y abandonar un noble pueblo del desierto. A uno le gustaría pensar que sea por conciencia política: basta con ir un par de veces a Tinduf para darse cuenta de que el Frente Polisario es la vez milicia, partido único, gobierno autócrata y pirámide tribal en los campamentos de refugiados y en la pequeña parte del territorio saharaui que domina. Pensar que nada más acceder al resto se convertiría en una democracia, o en algo que esté simplemente un grado por encima de la autócrata monarquía parlamentaria marroquí, es tener mucha fe en los hombres.
Digo los hombres, porque el hábito de los activistas españoles de etiquetar a las mujeres saharauis como “las más libres del mundo árabe” sería cinismo si no fuera ignorancia. El Frente Polisario no solo nunca ha propuesto una ley civil más o menos igualitaria para sus súbditas —podría haber copiado la tunecina de 1956 o la marroquí de 2004— sino que ha formalizado la subordinación de la mujer a las normas sociales patriarcales vigentes en todo el Magreb. Un ejemplo es el secuestro de Maloma ante el que las autoridades saharauis se declaran impotentes: es la familia la que decide sobre una mujer mayor de edad, reconocen. Otro es la cárcel de Tinduf para madres solteras. El código saharaui no es el único del Magreb que castiga el sexo sin matrimonio —también lo hace el marroquí—, pero los Campamentos, aparte la Libia de Gaddafi, probablemente sean el único lugar donde esa ley se cumple de forma sistemática. Y si el Frente Polisario alega que encerrar a las mujeres es protegerlas contra sus propios familiares —una excusa denigrante, porque en el Magreb no son habituales los asesinatos de honor— solo muestra hasta qué punto ha asumido el patriarcado violento como orden natural de las cosas.
Pero pensar que esta reflexión haya cambiado el apoyo público de prensa y partidos en España a la causa es tener mucha fe en la humanidad. Lo que ha cambiado es la constelación política: el Sáhara siempre ha sido la causa preferida de la izquierda, por esa extraña convicción española de que el nacionalismo, si es guerrillero, es de izquierdas. (Aunque también se han afiliado sectores de la derecha por simples ganas de reivindicar las glorias del colonialismo español y fastidiar al moro). Y esta causa ha servido para denunciar una y otra vez la hipocresía del PSOE que en campaña electoral promete desfacer entuertos y una vez en el poder, se olvida. Solo que esta vez, quien ha llegado al poder, junto con el PSOE, son los propios activistas que antes enarbolaban la causa, envuelta en banderas de Izquierda Unida o Podemos. “Apoyaremos con acciones concretas el derecho a la libre determinación del pueblo saharaui” y “estableceremos relaciones diplomáticas de alto nivel con la República Árabe Saharaui Democrática (RASD)”, reza aún el programa electoral de Podemos. Si nada de esto ha ocurrido es porque la realidad es tozuda: no se puede.
España no puede enviar un portaaviones a la costa saharaui y bombardear Aaiún hasta que Marruecos retire sus tropas
España no puede enviar un portaaviones a la costa saharaui y bombardear Aaiún hasta que Marruecos retire sus tropas. Ni siquiera puede amenazar con bloquear las fronteras de Ceuta y Tánger: es verdad que Marruecos no podría vivir dos días sin el comercio con España —es el destino del 40% de las exportaciones marroquíes a la UE y el 35 % de las importaciones desde la UE— pero esta dependencia es mutua y, además, estas decisiones se toman en Bruselas.
Cuando nació la causa, en los setenta, en épocas de la guerra fría, con Moscú apostando cierta cantidad por los puertos atlánticos de un Estado saharaui satélite de una Argelia en la órbita soviética, aún hubo un equilibrio geopolítico. Ya no lo hay. A Putin, el Sáhara no le interesa y Estados Unidos ha dejado de lado hasta las buenas formas. Donald Trump, experto en pisotear alegremente las mentiras piadosas de la diplomacia, proclamó en diciembre de 2020 el formal reconocimiento de Washington de la soberanía marroquí sobre el Sáhara, y su sucesor, Joe Biden, no ha hecho nada para retirarlo. Era parte de una componenda: a cambio, Marruecos reconoció Israel. No es que fuera un gran sacrificio para Rabat, que siempre ha mantenido relaciones bajo mano con Tel Aviv, adhiriéndose solo de boquilla al discurso antiisraelí.
Ahora caen las máscaras, diría uno, y la realpolitik alza su fea pero muy real cabeza. Y los ideales de la izquierda española la esconden bajo el ala. A la prensa asociada a Izquierda Unida y Podemos no le interesa poner en la picota la incoherencia de los partidos que siempre han defendido. La palabra incoherencia debe entenderse con sentido retroactivo: incoherente era buscar votos prometiendo algo que cualquier estudiante de relaciones internaciones sabe que es imposible.
También lo sabe el Frente Polisario. Pero sus dirigentes no necesitan escatimar promesas: no hay elecciones en las que pedirle cuentas. “El ejército saharaui continuará su misión de luchar hasta lograr la independencia y establecer la soberanía total sobre el territorio nacional de la República Árabe Saharaui Democrática”, prometió aún el 30 de diciembre pasado Mohamed Luali Akeik, alto cargo del Polisario. Como si se lo creyera. Como si hubiese hecho mella en Marruecos la incesante hilera de ataques que el Frente lleva a cabo a diario—o eso asegura en sus partes militares— desde que declaró la guerra renovada en noviembre de 2020, hace 14 meses. Una guerra afortunadamente casi ficticia, con muy pocas bajas en ambos bandos. A nadie le convienen los muertos. Ni a Marruecos, instalado en el status quo de una partida ganada, ni al Frente Polisario: una cosa es prometer a toda una generación que el futuro consiste en morir por la causa y otra distinta es hacer que se mate de verdad.
A veces da la impresión de que los activistas del Frente están más ocupados en preservar su pasado colonial que uno propio
Esta renovada guerra unilateral es solo el último recurso de un movimiento político nacionalista que hace treinta años perdió en el campo de batalla —es lo que tienen las guerras: las puede ganar el bando que no tiene la razón— y desde entonces ha perdido en el ruedo de la geopolítica. Porque la política internacional no es una competición de razón y justicia sino de poder.
Por eso son inútiles los heroicos gestos de activistas saharauis que afrontan detención, acoso, tortura y violación por ondear tenazmente la bandera independentista en Aaiún. Y es hasta falso utilizar esa muy real persecución política —el régimen de Rabat no tolera disidencias, ni en el Sáhara, ni en el Rif ni en medio, y sus métodos son criminales— para demostrar una supuesta “persecución étnica” de los saharauis. Porque esta es un invento. Es cierto que los saharauis son una etnia diferente al resto de los habitantes de Marruecos, hablen estos bereber o árabe magrebí, pero su idioma, el árabe hassanía, no solo lo promueven las propias autoridades marroquíes en festivales de poesía locales; desde 2011 figura también en la Constitución marroquí. No figura en la del propio Frente Polisario, más ocupado en preservar el idioma español que el suyo propio.
A veces da la impresión de que los activistas del Frente están más ocupados en preservar su pasado colonial que uno propio. Hay quien enarbola los antiguos carnés, de cuando el Sáhara era provincia española, como una enseña de honor y acusa a España de haber dejado al pueblo saharaui en la estacada: abandonar el territorio en 1975 era una traición, proclaman. Olvidando que el Frente Polisario se fundó para combatir contra España, para, precisamente, forzarla a abandonar el territorio.
Esto tiene cierta coherencia: sin ese pasado colonial no existiría el territorio del Sáhara Occidental. Su frontera norte, aquella que reclama contra Marruecos, es la línea del paralelo 27º40′, trazada en 1912 por París y Madrid y confirmado en 1958 entre Madrid y Rabat. Por eso mismo, el activismo español y saharaui oculta púdicamente que una de las activistas más destacadas de la causa, Aminatu Haidar, nació en Akka, en una familia afincada en Tan-Tan, ambas localidades al norte de esta línea colonial. Porque reclamar toda esta zona poblado por la etnia saharaui, la franja que España denominaba Cabo Juby hasta 1958, es imposible: atentaría contra las fronteras reconocidas de Marruecos. No hacerlo socavaría la proclama independentista de que “los saharauis no son marroquíes”: muchos de ellos sí lo son desde 1958 y nunca han dejado de serlo.
Staffan de Mistura no necesita estudiar el pasado del Sáhara para ver cuál es su futuro; basta con mirar el presente
Abrir este melón contradice el discurso de dos pueblos nítidamente separadas durante siglos de historia. Es cierto que ya hace 500 años, el Reino de Fez solo llegaba hasta Meça, la actual ciudad de Massa al sur de Agadir —así consta en el tratado de Tordesillas— y es cierto que hasta finales del siglo XIX, los sultanes marroquíes han certificado una y otra vez que su autoridad no llegaba mucho más al sur, no abarcaba la población saharaui. Lo que no sabemos es si lo de no ser marroquíes lo tenían claro los propios padres de los fundadores del Frente Polisario que combatían contra España gracias a armas y dinero marroquí, antes de que el ejército marroquí los apuñalara por la espalda en 1958 en la operación franco-española Teide. Sus abuelos, los hijos de Ma al Ainein, el que quiso ser sultán de Marruecos, no lo tenían claro: tomaron Marrakech en 1912.
Pero la historia es un bufé libre del que todo el mundo se sirve lo que le gusta. Y Staffan de Mistura no necesita estudiar el pasado del Sáhara para ver cuál es su futuro. Basta con mirar el presente. El del mosaico de poblaciones que ahora componen el medio millón de residentes en el Sáhara, aparte los quizás 90.000 refugiados en los campamentos de Tinduf. Están los saharauis oriundos de esta tierra, independentistas prácticamente todos, aunque en su mayoría dedicados a un prudente silencio, facilitado por empleos y asistencia del régimen, si bien muy pocos se han prestado a integrar el Corcas, un consejo de notables saharauis que exhibe su adhesión a Rabat. Está la gran masa de marroquíes llegados de todo el país, que cubre todo el espectro social: desde altos funcionarios a la parte más humilde del proletariado, barrenderos y recogebasuras. Están unas decenas de miles de personas que Rabat envío en los años 90 para identificarse falsamente como saharauis en el censo y que desde entonces siguen cobrando del Estado —es más fácil seguir pagando que crear un nuevo foco de descontento— y están los quizás 8.000 “recuperados”: antiguos refugiados que han venido desde Tinduf reconociendo la soberanía marroquí y recompensados con cargos, honores, beneficios. Algunos son diputados en Rabat.
Si Staffan de Mistura pregunta al Gobierno marroquí, le responderá que mañana mismo se traerá a los 90.000 refugiados de Tinduf a Aaiún, garantizando casa y manutención pagada para toda la vida. A condición de que dejen de agitar la bandera independentista, claro.
Para el Frente Polisario, cómodamente instalado en sus representaciones diplomáticas en España, esta bandera es el bien supremo. La vida, la de 90.000 saharauis, puede esperar.
·
·
© Ilya U. Topper | Primero publicado en El Confidencial · 16 Ene 2022
·
¿Te ha interesado esta columna?
Puedes ayudarnos a seguir trabajando
Donación única | Quiero ser socia |