Opinión

Panfletos escritos con sangre

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 11 minutos

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El terrorismo no tiene religión. El terrorismo no tiene religión ni patria. El terrorismo no tiene religión ni ideología. El terrorismo no tiene religión ni apellidos. El terrorismo no tiene religión ni ideología ni color de piel.

Son frases que hemos leído hasta la saciedad cada vez que hubo uno atentado terrorista bajo la bandera del “islam”, es decir bajo la bandera de algo que el terrorista consideraba islam. Fuese en Charlie Hebdo, fuese en el Bataclan, fuese en las Ramblas o en Berlín. El terrorismo, se nos inculcaba una y otra vez, es la maldad personificada, no tiene ideario, no tiene nada que ver con el islam. Quien dice eso es un racista que quiere denigrar a millones de musulmanes pacíficos. Repitan conmigo: el terrorismo no tiene religión ni ideología.

El terrorismo yihadista, querían decir. Porque de repente hemos descubierto, con estupor y dolor, que el terrorismo, si el responsable se llama Brenton Tarrant y masacra a cincuenta musulmanes desarmados en una mezquita en Nueva Zelanda, sí tiene ideología. En un manifiesto de lectura clara, sencilla, machacante y rotunda, a lo largo de 74 páginas, lo deja perfectamente claro. La maldad personificada, sí. Pero una maldad con ideología, patria, apellidos, color de piel y religión.

El terrorismo siempre son los otros, pero tiene y ha tenido siempre ideologías, apellidos y patrias

El primero en decirlo fue el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, quien le vio de inmediato el potencial: cuando aún se debatía en la prensa si Facebook había hecho bien en permitir que el vídeo grabado por el asesino corriese por las redes, Erdogan ya lo proyectaba en sus mítines electorales. Disparos incluidos, pim pam pum. Tronando contra el terrorismo islamófobo y arremetiendo al mismo tiempo contra sus rivales socialdemócratas por atreverse a llamar “terrorismo surgido del mundo islámico” cuando hablaban de Al Qaeda o el Daesh. No, el terrorismo solo tiene religión cuando es de los otros.

El terrorismo siempre son los otros, eso ya lo sabíamos. Pero no debería haber hecho falta la masacre de Christchurch para recordarnos que el terrorismo tiene y ha tenido siempre ideologías, apellidos y patrias. Probablemente se nos haya olvidado: toda una generación en Europa se ha criado en una sociedad en la que el terrorismo de ETA parecía una rémora del pasado, el del IRA un difuso recuerdo entrevisto en el telediario de la infancia, al igual que la masacre del sionista Baruch Goldstein en una mezquita de Hebrón, con todo lo demás – el terrorismo marxista de la RAF que puso en jaque a Alemania y el de las Brigadas Rojas, el fascista de Terza Posizione y Ordine Nero que intentó volcar el orden constitucional en Italia – tan lejano que parecía un cuento de los abuelos.

“El terrorismo”, así, parecía ya un sinónimo para una ideología que solo la derecha, o la derecha recalcitrante, se atrevía a llamar islamista. Ahora, gracias a Tarrant, podemos recordar que el terrorismo, desde su definición en Europa en el siglo XIX, es una herramienta, el arma de quienes no disponen del poder, y esencialmente un arma de comunicación: se escriben panfletos de lectura obligada con la sangre de los muertos civiles.

Fingir que el terrorismo no tiene religión ni ideología nos exime de debatir el contenido del panfleto

Los panfletos tienen ideología, cuando los escriben terroristas marxistas o fascistas, tienen patria cuando lo hacen vascos, irlandeses, kurdos o palestinos, tienen color de piel cuando los escribe Tarrant, tienen religión cuando los escribe Goldstein o un tipo afiliado al Daesh. Pretender que en este último caso no tiene religión ni ideología es algo peor que hacerse el tonto para evitar que nos llamen racista. Es mostrar un tremendo desprecio a los musulmanes, fingiendo que a diferencia de irlandeses, vascos, kurdos, sionistas, marxistas y fascistas, un musulmán no tiene capacidad intelectual para adherirse a una ideología construida a partir de su fe.

Pero lo peor no es ese racismo encubierto bajo el miedo de que nos llamen racistas. Lo peor es que fingir que el terrorismo no tiene religión ni ideología nos exime de debatir el contenido del panfleto escrito con sangre. Si no hay contenido, no hay nada que entender: solo cabe responder con más medidas de seguridad. En consecuencia se manda más policía a la calle, se ponen más cámaras de vigilancia, se reducen visados, se elevan vallas, se bombardea algún país lejano y ya.

Esta respuesta parece propia de la ultraderecha, pero ha sido fomentada por la ciudadanía que se cree de izquierdas. Esa ciudadanía que se niega a debatir sobre el terrorismo islamista, con todos sus apellidos, que se niega a hablar de su vinculación con una ideología totalitaria que no solo se deriva de una antigua y habitualmente pacífica fe sino que además ha usurpado el nombre de esta. Y que bajo este marchamo –“islam”– se propaga por Europa, reclamando el respeto que no le corresponde, porque es programa política, no fe.

Ha sido un grave error no querer verlo, no querer poner sobre el tapete el vínculo, en forma de sustrato ideológico, que existe entre mezquitas, imames, candidatas que enarbolan el velo islamista, segregación de comunidades, guetos y, finalmente, jóvenes que recurren a la herramienta del terror para proclamar ese ideario, escribirlo con sangre.

Hablan de la amenaza que se cierne sobre la raza blanca de Europa por falta de natalidad

Ahora no caeremos en este error: al ver el vídeo de Tarrant masacrando a sangre fría a cincuenta personas no diremos que no tiene patria ni ideología. Tiene. Lean su manifiesto. Se sorprenderán: lo que dice no es tan distinto de lo que podrán leer en Forocoches o en los panfletos que se hacen llamar periódicos y que publicano bajo nombres como Mediterráneo Digital, OK Diario o incluso Alerta Digital, este especialmente experta en mentir. Panfletos con mucha difusión: habrán visto ustedes más de una vez sus noticias y sus bulos, en alegre mezcla, en su red social. Tienen lectores y tienen votantes.Y tienen a representantes en el Parlamento. Ni siquiera hace falta recurrir a Vox. Basta con recordar el “invierno demográfico” de Europa que conjura Pablo Casado y que está copando el discurso de la derecha tradicional: la amenaza que se cierne sobre la raza blanca de Europa por falta de natalidad. Precisamente la misma preocupación que ocupa la mayor parte del manifiesto de Tarrant. Y digo conjura, porque la baja natalidad es un hecho, pero solo es una amenaza si se tiene una visión racista.

Hay que repoblar una Europa envejecida, sí, pero sobra humanidad en el mundo para hacerlo. La baja natalidad solo es una amenaza si creemos que las demás “razas” no tienen derecho a asentarse en el espacio de la “raza blanca”, ni de asimilarse a ella, ni a mezclarse con ella. Exactamente lo que dice Tarrant. Y no es algo nuevo.

“Ninguna raza es superior a otra. Todas tienen derecho a existir y están perfectamente adaptadas a su espacio natural. Lo único que no deben hacer es mezclarse”. Esta es una frase de un libro titulado “Manual para la educación del joven hombre de las SS” del año 1940. Llamar “nazi” a la pretensión de mantener los grupos étnicos o culturales separados –aunque todos igualmente respetados– no es una exageración ni un insulto. Es un dato histórico. La ideología nazi no consistía en despreciar a los demás pueblos: consistía en querer tenerlos lejos.

Y esto es lo mismo que hoy sigue manteniendo la extrema y no tan extrema derecha europea, la que defiende la “identidad cristiana” de Europa. Necesitamos bebés, pero inmigración, no. Que sean blancos, por favor. Nuestros.

Tarrant termina su manifiesto con una referencia a Valhalla, en un guiño al folclorismo nórdico favorito de los nazis. No tiene muy claro, dice, que sea cristiano. Pero es evidente que su definición de lo que es la raza blanca, en cuyo nombre asesina a cincuenta inocentes, incluye el carácter fundamental cristiano de la sociedad: los judíos, dice, no pertenecen a ella (ellos deben vivir en Israel). Los pueblos balcánicos que pudieran aliarse con los otomanos contra los cristianos, obviamente tampoco. Ser blanco equivale a ser cristiano, en esta visión.

No es solo la visión de la derecha: también la enarbolan las corrientes que hoy se llaman izquierda en Europa. En cuanto te conviertes al islam – pregúnteselo a las conversas o a los de SOS Racismo – dejas de pertenecer a Los Blancos y pasas a formar parte de los pueblos oprimidos, los negros y todos los demás colectivos “racializados”, el lema de los que se hacen llamar antirracistas subrayando su “raza”.

El hiyab sirve para marcar a las mujeres como musulmanes, para impedir que se confundan

En nombre de esta visión que divide a la sociedad humana en razas, los que se sintieron de alguna forma responsables de la masacre en Christchurch, hicieron penitencia. No solo la primera ministra, Jacinta Ardern, a la que desde luego le corresponde asumir la responsabilidad política de no haber evitado un crimen. También lo hicieron otros muchos ciudadanos, policías, periodistas, estudiantes. Porque ellos eran blancos y tenían la culpa colectiva de haber matado a los musulmanes.

Eligieron para esa penitencia lo peor que pudieron elegir: el hiyab islamista. Una prenda diseñada por una corriente ultrapatriarcal del islam que asigna a las mujeres la responsabilidad de cubrirse para no incitar la violencia sexual de los hombres, es decir, esencialmente legitimando la violación como un derecho natural, solo limitado por la expresa marcación de la mujer como ser casto.

Pero quizás el aspecto machista de este símbolo no era lo que importase en este momento. Tampoco el que ningún imam sugirió nunca a las musulmanas con hiyab que se lo quitaran un día para mostrar solidaridad con las víctimas del terrorismo del Daesh. Quizás lo único que importara en ese momento era tener algo a mano con lo que ellas mismas, las ciudadanas solidarias, pudieran marcarse como “musulmanas” por un día.

Porque ahí tenían razón: el hiyab, en los países en los que los musulmanes son minoría, sirve precisamente para marcar a las mujeres como musulmanes. Para hacer visible su presencia en el espacio público. Para evidenciar el reparto de ese espacio entre colectivos obviamente distintos. Para diferenciar visualmente entre musulmanas y cristianas. Para impedir que se confundan. Para poder separarlas en cualquier instante: cada uno a su lado, bajo control de los suyos. Para no mezclar razas.

Porque esta convicción de que las “razas” no deben mezclarse, que deben mantenerse segregadas incluso cuando comparten espacio, no solo es la ideología del joven hombre de las SS. También es la ideología de las corrientes islamofascistas que difunden el hiyab como símbolo de una “identidad” basada en la religión. Una identidad que no permite a la mujer confundirse con las “cristianas” ni asimilarse a ellas, sino que le impone la responsabilidad de mantenerse pura como soporte de un hogar islámico. Una ideología nazi.

Al colocarse el hiyab, las amables ciudadanas solidarias de Nueva Zelanda se manifestaron a favor de la ideología de Brenton Tarrant.

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