Yo soy yo y mi marido
Ilya U. Topper
¿Qué tienen en común Virginia Woolf, Margaret Thatcher, Doris Lessing, Golda Meir, Marie Curie, Alexandra Kollontai, Maya Angelou, Toni Morrison, Angela Merkel, Madeleine Albright, Karen Blixen, Hillary Clinton, Alice Munro, Indira Ghandi, Adalet Agaoglu, Anna Politkovskaya, Irene Papas y Betty Friedan?
No, no es que sean todas feministas. Ni mucho menos.
Kollontai y Friedan son feministas, Woolf, Lessing, Angelou, Morrison, Blixen, Agaoglu, Munro y Politkovskaya, escritoras. Thatcher, Meir, Merkel, Albright, Clinton y Ghandi son políticas. Curie es científica, Papas, actriz.
Tienen en común que ninguna nació con el apellido con el que la conocemos. Todos llevan el de su marido. El de algún marido, por poco que les durase. Su nombre en la enciclopedia perpetúa la existencia de algún señor Woolf, Lessing, Friedan o Munro del que poco o nada sabemos, posiblemente lo más transcendental que hiciera en vida era casarse con Virginia, Doris, Betty o Alice. Y legarles su apellido. Dar el apellido a una mujer, en tiempos, era casi un acto de generosidad: poco menos que confirmar su existencia en la sociedad. Ya no es así, pero el hábito persiste.
No necesariamente era por voluntad propia. En Alemania era simplemente obligatorio por ley que una mujer tomara el apellido de su marido al casarse. A partir de 1976 se permitió que fuera a la inversa: el de ella podía elegirse como “apellido de matrimonio”. La opción de que cada uno mantuviera el suyo no se consideró hasta un fallo del Tribunal Constitucional en 1991. Porque el matrimonio, así lo considera hasta la legislación, no es una unión de dos personas que se quieren mucho. Es mucho más: es el núcleo celular de la sociedad —así la definen pactos internacionales— y el fundamento del Estado. Y como tal, ese núcleo necesita ser nombrado con una palabra única, un apellido común, consideraba le ley alemana. ¡A dónde llegaríamos si marido y mujer pudieran concebirse cada uno como una personalidad independiente, con vida propia!
La Administración francesa añade el apellido del marido en todo papeleo de una mujer casada
Quizás no fuera ley en el resto de Europa, pero hábito sí, desde Inglaterra a Suecia, Finlandia, Polonia y Rusia. … y lo sigue siendo hasta el punto de que incluso la tan laica y moderna Francia lo mantiene de forma rutinaria. Desde los años ochenta, la ley francesa insiste una y otra vez en que el apellido no se modifica legalmente, únicamente se emplea uno “de uso”, siempre de forma completamente voluntaria. En teoría. En la práctica, denuncia una diputada en 2015, la Administración añade rutinariamente el apellido del marido en todo papeleo de una mujer casada, se quiera o no se quiera.
Y no solo se trata de añadirlo: ¿se han fijado ustedes en que la mujer de Emmanuel Macron se llama Brigitte Macron? No, no es su prima. Se casaron en 2007. Casi dos décadas antes, la profesora había incursionado brevemente en política, como candidata a concejala, bajo el nombre de Brigitte Auzière. No, tampoco nació con este apellido: es el de su primer marido.
Hay un punto más que las mujeres de la lista mencionada arriba tienen en común: son de Estados Unidos, Alemania, India, Rusia, Canadá, Dinamarca, Inglaterra, Francia, Grecia, Turquía, Israel… pero no hay españolas.
El Eurobarómetro de 1995 otorga a España una categoría propia en lo que a apellidos se refiere
España es el único país de nuestro entorno donde una mujer al casarse no se plantea nunca abandonar su apellido propio ni tampoco alargarlo con el de su marido para hacer saber al mundo que ella a partir de ahora forma parte de una célula nuclear social que fundamenta el Estado. Así lo confirma un estudio del Eurobarómetro de 1995 que otorga a España toda una categoría propia en lo que a apellidos se refiere. Cerca, eso sí, viene Italia, donde una de cada diez mujeres llevaba el apellido del marido y seis de cada diez combinaban ambos. Hablo en pasado, porque las jóvenes italianas de hoy consideran que esto es un ya muy lejano hábito de sus abuelas. Si es que lo era: un vistazo superficial a famosas italianas, sean políticas o escritoras, no revela ningún caso, exceptuando a Natalia Ginzburg y, para el combinado, a Simonetta Agnello Hornby, casada en Inglaterra. Eso sí, en ciertos papeleos, la Administración sigue añadiendo al apellido una nota: coniugata Fulano.
En el otro extrema de la escala, con el 90-95 por ciento de las mujeres llevando el apellido del marido, vienen Alemania, Austria, Reino Unido, Francia e Irlanda. No aparece Turquía pero sabemos que la tasa es cercana al 100%: hasta 2014 era obligatorio.
El estudio habrá que tomárselo con cierta cautela, porque también atribuye un cincuenta por ciento de cambios de apellido a Portugal, donde la práctica, al menos entre quienes alcanzan notoriedad enciclopédica, parece limitarse a la first lady Maria Cavaco Silva. Y porque asevera que en España un 17 por ciento de las casadas usa apellido compuesto —cosa que en los años noventa solo recordábamos de Carmen Polo — y un cuatro por ciento el de su marido, tasa que debe de coincidir con la de residentes extranjeros. A no ser que retrocedamos hasta Juana Panza, que así se llamaba la mujer de Sancho, aunque no eran parientes, sino porque se usa en la Mancha tomar las mujeres el apellido de sus maridos, como ya se asombró Cervantes.
Se usa en la Mancha tomar las mujeres el apellido de sus maridos, se asombró Cervantes
La costumbre no es nueva, pues, y refleja el concepto que en numerosos países árabes todavía caracteriza legalmente o al menos socialmente el matrimonio: un trato por el que la mujer pasa de ser un miembro del clan de su padre al clan de su marido. Por ello, salvo en Marruecos y Túnez, es legalmente imprescindible que la firma del padre —o si es huérfana de padre, de su hermano mayor, un tío o, en última instancia, su propio hijo, si son segundas nupcias— conste en el contrato matrimonial: se trata de traspasar de una familia a otra la responsabilidad colectiva de cuidar a la mujer y autorizar sus actos, viajes o movimientos.
¿Cosas del islam? No: cosas del matrimonio. También Alemania obligaba a la mujer casada a tener autorización de su marido para sacarse el carné de conducir: hasta 1958, y hasta ese mismo año, el marido podía poner fin, él solo, al contrato de trabajo de su mujer. En 1962 dejó de ser necesaria la firma del marido para abrir una cuenta bancaria y solo en 1977 se aclaró por ley que una mujer casada podía trabajar fuera de casa sin necesidad de acuerdo del marido.
En Marruecos, las leyes que preveían una obediencia genérica de la mujer casada al marido —sin exigir firmas para actos concretos— se anularon en 2004, pero la mentalidad no parece tan distinta de la alemana: también aquí hay mujeres se cambian de apellido al casarse aunque lo más frecuente es que añadan el del cónyuge al suyo propio (es incluso el caso de nuestras columnistas Soumaya Naamane y Aïcha Zaïmi), pese a que la ley no prevé ni lo uno ni lo otro.
En Iraq, la mujer casada no es que pierda el apellido: pierde el nombre
Si no ocurre lo mismo en el mundo árabe oriental no es por falta de ganas sino por falta de apellido. De Egipto al este, lo típico es encadenar nombre propio, nombre del padre, nombre del abuelo, y finalmente un nombre de tribu, región o gentilicio, pero que no se usa como apellido en la vida cotidiana. Así, el padre de Gamal Abdel Nasser se llamaba Abdelnasser, el padre de Saddam Hussein, Hussein, y el de Gibran Khalil Gibran, como no, Khalil, hijo de Gibran.
Sobre el papel, el mismo modelo rige para mujeres. En la vida cotidiana, no tanto: ahí la mujer casada no es que pierda el apellido. Pierde el nombre. Así sucede en Iraq: llamar por su nombre a una mujer casada, o que tenga una edad a la que debería estar casada, se considera una indecencia en toda regla. Ella se llamará Umm Fulano: Madre de, añadiendo el nombre de su hijo primogénito o cualquier otro hijo o hija. Si uno ignora todo de su descendencia, cortésmente recurrirá a Umm Mohamed, que raramente falla.
Lo mismo rige para los hombres (Abu Fulano), por cierto, en cuando dejen atrás la adolescencia, pero este hábito no se traduce en un borrado del nombre propio. Si hojean literatura iraquí, se encontrarán con muchos Mohamed, Ahmed, Husein y Mustafa, pero la gran mayoría de los personajes femeninos se llamarán Umm. Un hábito que el islamismo moderno está proyectando ahora a medio mundo, incluso a Marruecos, como denuncia, indignada, Sanaa El Aji.
¿Cosas del islam? ¿Han mirado Facebook últimamente? Si ven bebés en las fotos de perfil no es porque los pequeños ya nacen con un móvil bajo el brazo (aunque casi): es porque también en España hay muchas madres que creen que el rasgo principal de su personalidad es ser Umm Fulano. Sí, también hay algún Abu Fulano. Eso sin hablar de los jóvenes de ambos sexos que consideran un amor de verano como el núcleo celular de la sociedad y el fundamento del perfil de Facebook. En Twitter no pasa, curiosamente.
Ahora dan libertad: la libertad de la mujer de seguir sometiéndose a las normas patriarcales
Una foto de perfil, afortunadamente, se cambia en menos de lo que dura una pelea con el novio. El carné de identidad es a menudo para toda la vida, incluso cuando aquel hombre ha quedado muy atrás (el marido de Angela Merkel se llama Joachim Sauer). Pero esto no lo parece pensar nadie a la hora de firmar lo que en alemán los despachos de abogado familiar aún llaman el vínculo de la vida entera.
Yo soy yo y mi circunstancia, dejó dicho Ortega y Gasset. La circunstancia del hombre es el mundo. La de la mujer, el marido. El patriarcado era eso.
Las leyes han cambiado, ahora dan libertad. La libertad de la mujer de seguir sometiéndose a las normas patriarcales para demostrarle su amor a su futuro marido. Para demostrar su docilidad ante el rol que la sociedad le asigna, su capacidad de abnegación, su disposición de abjurar hasta de su nombre. A veces, la única ley que vale es una ley que no da esa libertad.
La escena transcurre en el consulado de España en Estambul. Una familia de judíos sefardíes ha acudido a la legación para recibir, tras años de papelelo, sus pasaportes españoles. El cónsul ordena actas, les entrega formularios, firmen aquí, por favor. Alper Romano y su mujer Serra, una joven pareja en la treintena con una hija pequeña, firman. El cónsul saca los dos pasaportes rojo carmesí de un sobre. Le entrega el suyo a Alper. Y le tiende el segundo a Serra:
—En la documentación que usted ha entregado usted se llama Serra Romano, porque al casarse con su marido Alper perdió su apellido de soltera, Toledano, acorde a la ley turca. Pues bien, en España eso no lo hacemos: nadie deja su apellido por casarse. Usted nació con el apellido Toledano y este es suyo para toda la vida. Así que en el pasaporte español que le estoy entregando, usted figura como Serra Toledano. No lo olvide. Es usted.
Serra deja caer el bolígrafo y aplaude.
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© Ilya U. Topper | Especial para MSur
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