El lado bueno de la Historia
Alejandro Luque
Alice Zeniter
El arte de perder
Título original: L’arte de perdre
Género: Novela
Editorial: Salamandra
Páginas: 432
ISBN: 978-84-9838-962-3
Precio: 21 €
Año: 2019 (Francia, 2017)
Idioma original: francés
Si sus estanterías, querido lector, están llenas de autores sudamericanos y anglosajones y en cambio no hay en ellas ni rastro de marroquíes, argelinos, egipcios, iraníes o palestinos, la culpa la tiene sobre sobre todo usted. Pero, dicho sea en su descargo, no es menos cierto que al mercado editorial le ha faltado apostar por nombres capaces de derribar prejuicios. Como tuvo que haber un Mankell o un Larsson para que mucha gente supiera que Escandinavia existe, como Cartarescu ha puesto a Rumanía en el mapa, necesitamos autores que amplíen nuestro horizonte lector de un modo natural, a ser posible sin la etiqueta de producto exótico.
Salamandra, una de las editoriales que siempre ha trabajado por ensanchar la mirada del público español, ha apostado esta temporada por una joven escritora francesa de origen argelino, Alice Zeniter, de la que ya teníamos noticias por Domingo sombrío, una novela ambientada en Budapest –ciudad en la que residió un tiempo– y que publicó en su día Acantilado, y luego por el premio Goncourt España que le concedieron por su siguiente obra, El arte de perder.
Es precisamente este último título el que nos ocupa, una novela que tiene mucho de personal, en tanto Zeniter es, como la protagonista, descendiente de un harki, uno de aquellos argelinos que, durante el conflicto que concluyó con el fin del colonialismo en el país magrebí, colaboraron con el ejército francés y pasaron a la Historia como algo parecido a traidores de su pueblo.
La autora podría haber escrito uno de esos textos de no ficción que tanto se llevan ahora, y estoy seguro de que el resultado habría sido bueno. Una joven francesa que se pregunta, como ocurre siempre, por la causa de ciertos silencios familiares, y cuando alcanza cierta edad siente la necesidad de indagar en el pasado de su gente. Y que, llegado el caso, no tiene más remedio que desandar el camino que hicieron sus mayores, asomarse a la tierra donde se hallan sus raíces.
Zeniter, en cambio, ha optado por una novela-novela. Un novelón, si me lo permiten los detractores de los aumentativos: en extensión, en profundidad, en recreación de la mirada de tres generaciones de argelinos. La elección del género se debe, seguramente, a la necesidad de cubrir zonas oscuras de la realidad con la argamasa de la invención; no ha querido contar la historia de su familia, sino la de todo un país, su desgarro y sus cicatrices.
O incluso ha querido ir más lejos, planteando una cuestión universal: ¿Cómo juzgar a nuestros antepasados? ¿Cómo saber si su actitud respondía a eso tan subjetivo y cambiante que llamamos colocarse en el lado bueno de la Historia? ¿Dónde habríamos estado nosotros en medio de una guerra como aquella, en la que ambos ejércitos practicaron sin despeinarse la tortura y el terror sobre la población civil?
Argelia, como otros focos, nos enseñaron que la misma persona podía pasar a los anales a la vez como héroe y como villano: así el abuelo de la protagonista fue héroe en la guerra del 39 al 45, y de la guerra que expulsó a los franceses como traidor. El silencio de la primera, cuenta Zeniter, “dio más relevancia a su valentía y a la dureza que tuvo que soportar (…) el de la segunda tan solo consiguió subrayar su presunta vileza y sugerir que la vergüenza lo había dejado sin palabras”.
Eso no significa, claro está, que nadie deba responder de sus hechos, escudándose en las oscuras fuerzas de los tiempos que nos ha tocado vivir. No se trata de repartir certificados de impunidad. Pero si queremos trascender los maniqueísmos, debemos entender el comportamiento de unos y otros, los mecanismos y las inercias que llevan a cada cual a elegir bando.
El verbo perder en el título no alude solo a una guerra perdida: se refiere también a la pérdida de la propia tierra, al exilio del harki y su gente, a la marcha sin mirar atrás, a la ausencia, dice Zeniter, alrededor de la cual se ha construido esa familia desde 1962. Y la imposibilidad del regreso: “Tendría que sustituir un país perdido por un país real; es un cambio que le parece enorme”, escribe.
Por eso, el principal acierto de la autora es adoptar el punto de vista, afín al suyo propio, de la muchacha que encarna el último eslabón de la cadena: la joven moderna, con estudios, capaz de indagar en el pasado pero también de ver cómo ha evolucionado la inmigración magrebí en Francia –cómo llegaron las parabólicas de golpe, y con ellas las cadenas saudíes y qataríes, y con ellas los predicadores salafistas– hasta nuestros días, cuando el racismo y el clasismo vuelven a campar por sus respetos.
El único reproche que se me ocurre hacerle es que el novelón habría seguido siéndolo, en sentido cualitativo, con algo más de contención. Quizá por una cuestión de ritmo, quizá por los numerosos movimientos hacia delante y hacia atrás en el tiempo, que ralentizan la lectura, El arte de perder corre el riesgo de perder él mismo lectores a mitad de camino.
Eso sería una pena, porque Alice Zeniter, a sus treinta y pico años, demuestra que es una escritora que vale la pena seguir, uno de esos nombres que necesitamos –sí, los necesitamos– para comprender el mundo en que vivimos más allá de nuestras narices.
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