Opinión

Arafat, envenenado

Uri Avnery
Uri Avnery
· 10 minutos

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Para mí no era ninguna sorpresa. Desde el primer día, yo estaba convencido de que Ariel Sharon había envenenado a Yasir Arafat. Lo escribí incluso varias veces.

Era una simple conclusión lógica.

En primer lugar, un examen médico en el hospital militar francés donde murió no logró encontrar ninguna causa para su repentino colapso y muerte. No se encontraron huellas de ninguna enfermedad que supusiera un riesgo mortal.

Desde el primer día, yo estaba convencido de que Sharon había envenenado a Arafat

Los rumores difundidos por la máquina propagandística israelí según los que Arafat tenía SIDA eran una mentira descarada. Eran la continuación de los rumores difundidos por la misma máquina según los que era gay… todo parte de una incansable demonización del dirigente palestino, que seguía día tras día durante décadas.

Cuando no hay una causa obvia para la muerte, tiene que haber una causa menos obvia.

En segundo lugar, sabemos ahora que varios servicios secretos poseen venenos que no dejan una huella que se pueda detectar de forma rutinaria. Entre ellos están la CIA, el FSB ruso (sucesor de la KGB) y el Mossad.

En tercer lugar, oportunidades había de sobra. Las precauciones de seguridad de Arafat eran rotundamente flojas. Abrazaría a cualquier desconocido que se presentara como simpatizante de la causa palestina y a muchos los sentaba a su lado durante la comida.

En cuarto lugar, no faltaba gente cuyo objetivo era matarle y que tenía los medios de hacerlo. El más obvio era nuestro primer ministro, Ariel Sharon. Incluso había dicho en 2004 que Arafat no tenía “un seguro de vida”.

Lo que antes era una probabilidad lógica, ahora se ha convertido en una certeza.

Un examen de sus pertenencias encargado por Aljazeera TV y llevado a cabo por un instituto científico suizo muy respetado ha confirmado que Arafat fue envenenado con Polonio, una sustancia radioactiva que no se puede detectar, excepto si uno la busca específicamente.

Un examen de un instituto suizo ha confirmado que Arafat fue envenenado con polonio

Dos años después de la muerte de Arafat, el disidente ruso y anterior oficial de la KGB/FSB Alexander Litvinenko fue asesinado en Londres por agentes rusos que utilizaron este veneno. Los médicos descubrieron la causa de su muerte por casualidad. Tardó tres semanas en morir.

Más cerca de casa, en Ammán, el líder de Hamás, Jaled Mesh’al, casi murió en 1997 a manos del Mossad, por orden del primer ministro Binyamin Netanyahu. El medio era un veneno que mata en cuestión de días tras entrar en contacto con la piel. El asesinato falló y la vida de la víctima se salvó cuando el rey Hussein de Jordania le puso un ultimátum al Mossad para que éste entregara a tiempo un antídoto.

Si Suha, la viuda de Arafat, consigue que se exhuma el cuerpo del dirigente de su mausoleo en la Mukata’a de Ramalá, donde se ha convertido en un símbolo nacional, sin duda se encontrará el veneno en sus restos.

La falta de medidas de seguridad adecuadas de Arafat siempre me ha sorprendido. Los primeros ministros de Israel están diez veces más protegidos.

Se lo reproché varias veces. Él le quitaba importancia. En este sentido era fatalista. Estaba convencido de que Dios le protegía desde que salvó milagrosamente la vida al realizar su avión una aterrizaje de emergencia en el desierto de Libia, y al morir la gente alrededor de él.

(Aunque era el dirigente de un movimiento laico con un programa claramente laico, él mismo era un musulmán suní practicante, rezaba a las horas establecidas y se abstenía de beber alcohol. No imponía esa devoción a sus asistentes).

Una vez le entrevistaron en Ramalá en mi presencia. Los periodistas le preguntaron si esperaba ver en su vida la creación de un Estado palestino. Su respuesta era: “Tanto yo como Uri Avnery lo veremos en nuestra vida”. Estaba bastante seguro de que sería así.

La determinación de Ariel Sharon de matar a Arafat era muy conocida. Ya durante el asedio a Beirut en la I Guerra de Líbano, no era ningún secreto el que los agentes peinaban Beirut Oeste para encontrarle. No le encontraron, para gran frustración de Sharon.

Incluso después de los Acuerdos de Oslo, cuando Arafat regresó a Palestina, Sharon no abandonó. Cuando se convirtió en primer ministro, empecé a temer de verdad por la vida de Arafat. Cuando el ejército israelí atacó Ramalá durante la “Operación Escudo Defensor”, los soldados irrumpieron en el complejo de Arafat (Muqata’a es la palabra árabe para ‘complejo’) y se acercaron a unos diez metros de su habitación. Los vi personalmente.

Dos veces durante el asedio de muchos meses, mis amigos y yo fuimos a la Muqata’a para quedarnos varios días en función de escudos humanos. Cuando le preguntaron a Sharon por qué no mataba a Arafat, respondí que era imposible debido a la presencia de israelíes en el lugar.

Sin embargo, yo creo que esto era únicamente un pretexto. Era Estados Unidos quien lo impidió. Los norteamericanos tenían miedo, con razón, de que un asesinato abierto provocaría una explosión de furia antiamericana en todo el mundo árabe y musulmán. No lo puedo demostrar, pero estoy seguro que desde Washington le dijeron a Sharon: “No tienes, de ningún modo, permiso de matarlo de una manera en la que se pueda demostrar que hayas sido tú. Si puedes matarlo sin dejar huella, adelante”.

Sharon dijo que no mataba a Arafat ya que era imposible por la presencia de israelíes

(De la misma manera, el Ministerio de Exteriores de Estados Unidos le dijo a Sharon en 1982 que no tenía permiso, de ningún modo, de atacar Líbano, excepto si había una provocación evidente e internacionalmente reconocida. La provocación llegó sin demora.

En una coincidencia fantasmagórica, el propio Sharon sufrió un infarto poco después de la muerte de Arafat y desde entonces permanece en coma.

El día de la semana pasada que Al Jazeera publicó sus conclusiones era casualmente el 30º aniversario de mi primer encuentro con Arafat, que para él era su primer encuentro con un israelí.

La batalla de Beirut vivía sus momentos más encarnizados. Para llegar a Arafat, yo tenía que cruzar las líneas de cuatro bandos en la guerra: el ejército israelí, la milicia falangista de los cristianos libaneses, el ejército libanés y las fuerzas de la OLP.

Hablé durante dos horas con Arafat. Allí, en medio de la guerra, cuando él tenía motivo para esperar la muerte de un momento a otro, hablábamos de la paz entre Israel y Palestina, e incluso sobre una federación de ambos, a la que quizás se sumaría Jordania.

El encuentro, que fue hecho público por la oficina de Arafat, causó una sensación mundial. Mi resumen de la conversación fue publicado en varios periódicos de referencia.

En mi camino de vuelta, escuché en la radio que cuatro ministros israelíes exigían que se me juzgara por alta traición. El gobierno de Menachem Begin dio orden a la Fiscalía de abrir una investigación criminal. Sin embargo, tras varias semanas, la Fiscalía decidió que yo no había vulnerado ninguna ley. (Poco después, la ley se cambió).

En los muchos encuentros con Arafat que tuve después de aquel, yo me convencí del todo de que él era un socio eficaz y fiable para la paz.

Lentamente empecé a entender cómo este padre del movimiento de liberación de Palestina moderno, considerado un architerrorista por Israel y Estados Unidos, se había convertido en el líder del esfuerzo por la paz palestino. Pocas personas en la Historia han tenido el privilegio de encabezar en su vida dos revoluciones exitosas.

Cuando Arafat empezó con su trabajo, Palestina había desaparecido de los mapas y de la conciencia del mundo. Utilizando la “lucha armada” (llamada también “terrorismo”), consiguió meter la palabra Palestina de nuevo en la agenda mundial.

Su orientación cambió justo después de la guerra de 1973. Aquella guerra, recordamos, empezó con varios impresionantes éxitos árabes y terminó con una rotunda derrota de los ejércitos de Egipto y Siria. Arafat, ingeniero de profesión, sacó la conclusión lógica: si los árabes no podían ganar un enfrentamiento armado ni siquiera en circunstancias tan favorables, había que encontrar otros medios.

Su decisión de lanzar negociaciones de paz con Israel iba totalmente en contra del rumbo del Movimiento Nacional Palestino, que consideraba a Israel un invasor extranjero. Arafat necesitó no menos de 15 años para convencer a su propia gente de que aceptaran su línea, empleando todas sus artimañas, habilidades tácticas y poderes de persuasión.

La meta del Estado palestino, con Jerusalén Este y las fronteras del 67, es el legado de Arafat

En 1988, en el encuentro del Parlamento palestino en el exilio, el Consejo Nacional, se aceptó su concepto: Un Estado palestino lado al lado con el de Israel en parte del país. Este Estado, con la capital en Jerusalén Este y con unas fronteras basadas en la Línea Verde de 1967, ha sido desde entonces la meta fija e inmutable: el legado de Arafat para sus sucesores.

No es casualidad que mis contactos con Arafat, primero indirectos a través de sus asistentes y luego directos, empezaran en el mismo momento: en 1974. Yo le ayudé a establecer contacto con los líderes israelíes y especialmente con Itzhak Rabin. Esto llevó a los Acuerdos de Oslo de 1993… que se convirtieron en papel mojado con el asesinato de Rabin.

Cuando le preguntaban si tenía amigos israelíes, Arafat me nombraba a mí. Esto se fundamentaba en la creencia de que yo había arriesgado mi vida cuando fui a verle en Beirut. Por mi parte, yo agradecía la confianza que me demostró cuando accedió a que nos encontráramos allí, en un momento en el que le estaban buscando cientos de agentes de Sharon.

Pero aparte de consideraciones personales, Arafat era el hombre capaz de hacer la paz con Israel, que quiso hacerla y que pudo – lo que es más importante – hacer que su pueblo, incluyendo los islamistas, la aceptaran. Esto habría puesto fin a la iniciativa de los asentamientos de colonos.

Por eso le envenenaron.