Artes

Najat El Hachmi

M'Sur
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· 25 minutos

Un pregón feminista

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Najat El Hachmi (Granada, Mar 2022) | © Ilya U. Topper / MSur

Antes de ser pronunciado ya era polémico. Nunca un pregón de unas fiestas populares atrajeron tanto la atención. Najat El Hachmi es una escritora de éxito, mujer, mora, catalana, marroquí, española… ¿Es esto motivo para tanta polémica?

En Barcelona esto tendría que haber sido motivo de alegría para todos los que desde hace años sacan a pasear identidades varias como quien saca a pasear caniches en celo por las Ramblas, pero no, precisamente elegir a Najat El Hachmi como pregonera de las fiestas de la Mercé les ha sentado como una bofetada.

¿Por qué? Porque Najat es mora, nacida en Marruecos pero ¡sorpresa! no va cubierta, no lo parece, no es abanderada de ninguna identidad. Najat es feminista y eso da mucho miedo a quienes hacen de la identidad una forma de ganarse los langostinos de cada día.

Todas andábamos sedientas y Najat ayer nos dio de beber de la fuente más dulce, el feminismo.

Mimunt Hamido Yahia

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Pregón de la Mercé

Barcelona | 22 Septiembre 2023

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Alcalde, autoridades, amigos y familia. Aunque sea una fórmula de cortesía, lo digo de todo corazón: me siento muy honrada y agradecida de poder disponer de este espacio privilegiado para la palabra, para poder dirigirme a todos vosotros en un día en el que se inauguran las fiestas de la Mercè. Hacen falta rituales para mantener la alegría. Si es necesario tenemos que forzarnos a celebrar todo lo que se pueda celebrar. Las fiestas son tan importantes como la parte más seria de la vida.

Lo digo porque vivimos en un tiempo, perdonad el tópico, en un presente que es en muchos aspectos tremendamente oscuro. Lo sabe muy bien el alcalde de Kiev que con su presencia hoy nos hace pensar en todos los ciudadanos que representa, asediados día tras día por el monstruo sin sentido de la violencia más extrema, el monstruo de la guerra. De las convulsiones que sacuden el mundo también son conscientes las miles de personas de piel oscura que huyen de conflictos olvidados que nunca salen en las noticias y que se ahogan en aquel mar del Medio de la tierra que algunos tenemos la suerte de gozar a pocos pasos de aquí. Demasiado a menudo, nuestra solidaridad y empatía con las víctimas discrimina por un elemento tan aleatorio, tan random como dirían ahora los más jóvenes, como es el hecho de tener más o menos melanina. Este sesgo se puede corregir si cambiamos la perspectiva y nos acercamos a las personas, una a una, con sus nombres y apellidos, sus historias particulares. Si acortamos la distancia de la deshumanización veremos de inmediato que «los otros» no son ni ajenos ni tan diferentes, que «los otros» somos «nosotros». Si no me creéis, solo tenéis que poneros en el lugar de una madre que, a bordo de una frágil embarcación, se aferra con fuerza a su hijo mientras espera que aparezca el aliento de un horizonte europeo donde pueda vivir en paz. Warsan Shire lo dijo muy bien en «Home»: «No one puts their children in a boat unless the water is safer than the land». Nadie coloca a sus hijos en un barco salvo si el agua es más segura que la tierra firme».

Yo soñaba Barcelona. La ciudad inalcanzable, terriblemente deseada pero imposible, que para mí siempre ha representado la libertad

También saben que aquellos tiempos son oscuros los que han sido devastados por las inundaciones y los terremotos. Yo, que he crecido en un poblado remoto, en una casa de adobe encalada de blanco, construida por las manos ásperas de mis abuelos (y este hecho me llena de orgullo como una raíz profunda y robusta), yo, que hasta los ocho años he vivido en una cultura que los antropólogos en otro tiempo habrían considerado primitiva, aprendí que al fin y al cabo en las situaciones más terribles hay que celebrar, compartir el gozo de estar vivo con los demás, contagiarnos mutuamente de lo que Erich Fromm decía que hacían las buenas madres no solo ayudan a sostener la vida sino que transmiten la necesidad de alegrarnos, de celebrar, el hecho de estar vivos. Y dejad que raye en la cursilería porque algunas de las personas que estáis aquí, vosotros sabéis quiénes sois, formáis parte de una familia biológica y ecológica que me apuntala y me demuestra que sí es posible sujetarnos mutuamente, agarrarnos. Celebro hoy que nos sujetamos y os animo a todos a celebrar que sujetáis a los vuestros, la red imprescindible que necesitamos para seguir vivos. Y para disfrutar de la fiesta.

Como los bebés que sonríen dormidos antes de hacerlo con los ojos abiertos, yo soñaba Barcelona. La ciudad inalcanzable, terriblemente deseada pero imposible. Inalcanzable porque siempre ha sido muy cara, pero también porque Barcelona para mí siempre ha representado la libertad y durante muchos años la libertad era solo eso, un sueño muy lejano. Somos muchas las moras de la periferia, de la periferia de la periferia, de la periferia de comarcas, de barrios que parecen apartados de todo, donde los valores de la democracia y la igualdad se cuelan por rendijas muy estrechas, somos muchas las que hemos tenido y tenemos en Barcelona un especie de ElDorado de la independencia, la emancipación individual y la libertad. Un lugar donde no nos conoce nadie, donde nadie nos vigila los pasos ni dónde hemos estado ni a qué hora salimos o cómo de larga es la túnica que nos cubre los pantalones y si nos hemos puesto más o menos rímel o si hemos hablado con un chico cristiano; un lugar donde no se pueden crear rumores que nos conviertan en prisioneras de palabras de alcance internacional porque siempre había alguien que llamaba por teléfono a Marruecos para explicar a la familia la conducta indecorosa de la hija de fulano. Siempre somos hijas de alguien o mujeres de alguien, tenemos que trabajar mucho para ganarnos el derecho de ser nombradas con nuestro propio nombre, sin ser un complemento de algún hombre.

En el consulado nos sentíamos extranjeros respecto al país donde habíamos nacido, porque nos hablaban en árabe, una lengua que no entendíamos

Os decía, pues, que yo me imaginaba recorriendo estas calles que quería hacer mías sin haberlas pisado, viviendo allí las experiencias que sabía que vivían otras, una vida que no estaba a mi alcance como no lo está ahora para muchas mujeres encerradas en las más diversas reclusiones. Yo me lo pensaba mucho y fui viniendo poco a poco, primero marchándome de Vic para vivir un tiempo en Granollers, ciudad que me dio un trabajo estable por primera vez en mi vida y donde hice amigos y me sentía bien integrada. Pero ay, Barcelona me seguía llamando. Tenían razón los vecinos y amigos tanto de Granollers como de Vic que me alertaban sobre la vida inhóspita de la capital. El ruido, la contaminación, las prisas y ¿sabes que no sabrás ni el nombre del vecino del rellano? Os tengo que decir que he tenido la suerte, no sé si casual, que en todos los pisos en los que he vivido en Barcelona he sabido el nombre de los vecinos y hemos tenido una relación cordial, nos hemos saludado y hemos tenido conversaciones de pie, porque la ciudad somos los que vivimos en ella y según cómo nos comportemos tendrá un carácter u otro. ¿Queremos que Barcelona sea hospitalaria y acogedora? Pues seámoslo cada uno de nosotros en nuestros actos de cada día.

Mucho antes de venir a vivir aquí, yo ya había tenido experiencias barcelonesas. La primera de todas era en aquel primer viaje que cambiaría nuestras vidas para siempre, pero casi no paramos aquí, solo pasamos en el autobús que venía desde Málaga para coger el tren a Vic. Después teníamos que «bajar» para hacer los papeles, para renovar el permiso de residencia que es como renovar el derecho a ser lo que ya éramos: «de aquí», de nuestra calle, de nuestra escuela, de nuestros amigos. Ya es curioso que necesites un certificado para demostrar que existes, y cada dos o cinco años, que sigues existiendo. Pero a nosotros no nos importaba, porque para hacer el papel veníamos a Barcelona, y eso era toda una aventura. De vez en cuando también teníamos que ir al consulado de Marruecos para renovar no la residencia sino el origen. Y siempre teníamos que hacer cola, muchas horas de cola. Si en la delegación del Gobierno nos sentíamos extranjeros en el lugar en el que vivíamos, en el consulado nos sentíamos extranjeros respecto al país donde habíamos nacido. Porque nos hablaban en árabe, una lengua que no entendíamos, y empleaban un lenguaje muy extraño: el de las instituciones administrativas que representan un régimen autoritario habituado a tratar a su población como súbditos destinados a ser sometidos. Los adultos nunca nos explicaron el origen de la incomodidad y el desasosiego que nos provocaba ir al consulado; tuvimos que investigar mucho para descubrir qué ocultaba su silencio traumático. Persecuciones, asesinatos, desapariciones, gente enterrada viva en fosas comunes porque habían salido a protestar contra la carestía del pan, este tipo de cosas era lo que callaban.

Lo que queremos es tener garantizada la dignidad mínima para sentirnos parte de la especie humana. Aspiramos a ser ciudadanos, y no pueblo ni tribu ni comunidad ni creyentes ni identidad

Me dicen, sin embargo, que las cosas han cambiado mucho en el consulado. Que ir ya no da miedo. Yo no lo sé porque hace muchos años que no he puesto los pies allí porque una de las mejores cosas de obtener la nacionalidad es poder olvidarte de validar cada dos por tres tu existencia o tu identidad. ¡Y te ahorras las colas! No les crean a los autoproclamados portavoces de las comunidades inventadas: los inmigrantes y sus hijos lo que queremos no son ni ferias de la diversidad ni reconocimiento de nuestra singularidad, no hemos venido aquí para ser pastillas de caldo que enriquezcan la sustancia principal del plato. Lo que queremos es vivir con los mismos derechos que el resto de los ciudadanos, tener garantizada la dignidad mínima para sentirnos parte de la especie humana y en casa ya veremos si hacemos cuscús o paella, tall rodó o tayín. Porque aspiramos a ser ciudadanos, y no pueblo ni tribu ni comunidad ni creyentes ni identidad; a lo que más esfuerzo dedicamos es a conseguir la nacionalidad que nos permite vivir en paz para ocuparnos de nuestros pequeños o grandes problemas, los que tiene todo el mundo: ganarnos el pan, educar y cuidar a nuestros hijos, verlos crecer en salud y que puedan disfrutar de una dignidad ya ganada, que será la herencia más preciada que les podremos dejar.

Dedjadme volver a mi deseo por Barcelona, que movía no solo el anhelo de libertad sino otra experiencia muy concreta, muy particular, que no pasaba ni por la Delegación del Gobierno ni por el consulado. Esta ciudad no me era ajena ni la veía como inhóspita porque sus calles y sus plazas estaban impregnadas de un poso espeso y diverso que han creado y sedimentado todos los escritores que han construido Barcelona con sus textos. Hay una Barcelona muy sólida, muy real y viva en el imaginario de los lectores. Hasta el día de hoy, exactamente trece años después de haberme mudado al Eixample (no, no vivo en el Raval ni he vivido nunca allí) continúo percibiendo la ciudad en dos dimensiones que se superponen y se mezclan: la dimensión de los recuerdos reales de los hechos que me han pasado de verdad y la dimensión de los recuerdos leídos. Si recuerdo mis paseos por el edificio Central de la Universidad a las Ramblas siempre pienso en el Josep Pla que aprendía a escribir escribiendo el Cuaderno Gris porque le habían cancelado las clases por la epidemia de la gripe y se quejaba que en la pensión donde estaba no le hacían la cama, y siempre pienso que le diría lo mismo: ¿Y por qué no se la hace usted mismo, señor Pla? ¿No se le ha ocurrido? No me tomo nunca una caña en la Plaza del Diamante sin lamentar que la Colometa seguía ahí quieta, reprimiendo las ganas de bailar. Bajo por la calle Arribau y me acompaña la Andrea de Carmen Laforet con el estómago encogido por las ganas y el desasosiego de los primeros años de la vida adulta caminando a mi lado, y me entran ganas de comprarle yo las flores y que se gaste el dinero en una buena comida. No sé desde dónde me llega pero a veces siento el repiqueo incesante de la máquina de escribir de García Márquez o voy del brazo de Roig y Maruja Torres con un cartel que dice «Yo también soy adúltera». Salvat Papasseit, en su cama, me recuerda a menudo que me deje besar y que bese yo también y no muera sin otro fruto que la brisa en mi mejilla.

La libertad de las mujeres da tanto miedo que a menudo nos prohíben las cosas que no parecen importantes, las que por sí solas no supongan un desafío al orden establecido

La emoción de lo que he vivido en Barcelona y la emoción de lo que he leído sobre Barcelona tienen exactamente la misma intensidad y hacen que la ciudad sea mucho más que lo que se ve a simple vista. Por suerte, de hecho, a veces lo imaginario se superone a las partes menos agradables de nuestro paisaje cotidiano y permite renovar el deseo y el amor. Con todas las crisis que quieran, claro que no digo que sea fácil vivir en Barcelona. La literatura ha tatuado con las vidas de personajes reales o inventadas las calles, los edificios, las piedras, el hormigón y los adoquines.

Pero volvamos un momento a mi deseo de Barcelona. Yo soñaba hacer lo mismo que mis compañeros del instituto de Vic, venir a vivir aquí por la universidad, compartir piso, aprender a convivir con desconocidos, cuando la ropa no se encamina milagrosamente por sí sola a la lavadora y el dinero y la cena no se ponen en la mesa como por arte de magia. Crecer sin la vigilancia protectora de la familia sabiendo que el fin de semana podemos regresar al refugio cálido del hogar de origen mientras que de lunes a jueves se ensaya la construcción de un hogar propio que se proyecta al futuro. Pero no todos se podían permitir esa posibilidad, obviamente, las fiestas del jueves por la noche no eran patrimonio de todos los estudiantes porque muchos se tenían que conformar con ir y venir en transporte público. En mi caso, en la vieja locomotora de la línea Barcelona-Puigcerdà y no solo por las limitaciones económicas. Yo llegué a la universidad gracias a mi abuelo Benisa, que creía que solo podíamos progresar si recibíamos una buena educación, pero a mi padre, eso de dejar que una mujer sola coja el tren y venga a un sitio donde podía hacer lo que le daba la gana era más de lo que podía soportar. La libertad de las mujeres da tanto miedo que a menudo nos prohíben las cosas que no parecen importantes, las que por sí solas no supongan un desafío al orden establecido. Podéis reíros pero si ahora hiciera una lista de las cosas que más disfrutaba cuando venía a Barcelona y tenía un poco de tiempo libre entre clase y clase veréis que no eran actividades precisamente peligrosas:

—Pasar horas en la biblioteca de la Facultad de Filología o de Alibri imaginando todos los lobros que me compraría el día que tuviera dinero para hacerlo.

— Ir al aula de autoaprendizaje de idiomas y ponerme vídeos en versión original.

—Pasear sin rumbo por la calle, dejar que los pies me llevaran y perder o dejarme perder expresamente y gozar de la sensación de fusión con la ciudad, como si los límites de mi propio cuerpo se desdibujaran entre la multitud.

—Entrar al Corte Inglés y que las dependientas no me dijeran «¿Qué quieres?»

—Pasear por aquella parte más antigua de la ciudad y sentarme en la plaza San Felipe Neri donde el barullo de los niños que la usaban como patio se mezclaba con el estallido de un bombardeo que ha dejado cicatrices bien visibles.

—Escuchar el mar de lenguas que son la banda sonora de esta ciudad. Aún es una de mis aficiones secretas: aguzar los oídos e intentar filtrar la procedencia de los hablantes que dejan su voz como un rastro sonoro que se va mezclando en una melodía propia. Hay acentos de todo el territorio de habla catalana, castellano de toda España y América, lenguas del globo entero. Al final escucho de vez en cuando mi primera lengua materna, ese idioma casi secreto que es el tamazigh del Rif.

Ahora mismo hay muchas chicas para las que Barcelona es el lugar donde han podido caminar por primera vez con la cabeza descubierta

Esas eran mis modestas aspiraciones de libertad pero también me las acabaron prohibiendo porque una mujer sola por el mundo era un hecho insólito en mi familia y al final no me quedó más remedio que la ruptura. A día de hoy y aquí mismo hay muchas chicas que se ven obligadas a hacer la elección más dolorosa que se le puede plantear a un ser humano: escoger entre la libertad o la pertenencia, entre ser quien eres y asumir el precio que te harán pagar o someterte para continuar formando parte de tu familia, de tu grupo de procedencia. Cuando pienso que hay chicas jóvenes que ya han nacido aquí o que han venido de pequeñas y que deben pasar por este trance tan injusto, ellas, que han sido educadas en democracia, viviendo en un país que afortunadamente tolera cada vez menos el machismo, cuando pienso que ellas tienen que luchar solas para poder disfrutar de los derechos y las libertades que el resto de las mujeres ya tienen garantizadas, siento una rabia que me impulsa hacia una página en blanco, hacia las mesas redondas y las conferencias, hacia cualquier lugar donde pueda decir esta verdad que parece que nadie quiere escuchar.

Estamos acostumbrados a pensar en la falta de libertad en su versión más terrible: que te encierren en casa, que no te dejen salir, que tengas que pedir permiso para todo… pero en realidad el sometimiento empieza con cosas pequeñas aparentemente insignificantes. Porque eres mujer no puedes llevar pantalones, por ejemplo, o no puedes andar sola por la calle, o no puedes salir de casa sin taparte el pelo. Aunque ya han pasado muchos años desde que yo pueda andar por esta ciudad vestida como me dé la gana, no olvido nunca el precio que me ha costado poder hacerlo. Ahora mismo hay muchas chicas para las que Barcelona es el lugar donde han podido caminar por primera vez con la cabeza descubierta. Diría que hay un turismo importante de jóvenes que cuando llegan se guardan el trozo de tela en el bolso y se sueltan el pelo y no se pueden creer que no pasa absolutamente nada, que el mundo no se acaba. Hemos sido educadas de una manera, las moras catalanas, como dice la hija de una amiga mía, y las moras en general, sobre todo desde el gran retroceso que comenzó en los años ochenta con el fundamentalismo identitario, hemos sido educadas en la idea de que si un solo pelo se escapaba de la tela que cubre nuestra cabeza, todo se desbarataría y se desatarían las más terribles tempestades. Pero mirad esas chicas con su melena al viento que no dejan de mirar su propio reflejo en cada escaparate: sienten una alegría inaudita, inimaginable para las personas anónimas que las rodean: la alegría de la libertad de las cosas que no parecen importantes, que es la verdadera libertad. Por eso dedicamos tantos esfuerzos y tanta energía a quitarnos de la cabeza lo que para algunas personas no es más que una pieza de ropa. No lo es, obviamente; si los predicadores misóginos dedican horas y horas a nuestra manera de vestir es porque es un símbolo muy poderoso y obvio de sometimiento. Nos lo dijo una abogada iraní que ha pasado largas temporadas en prisión por defender precisamente los derechos de las mujeres y las niñas de su país, por haber alzado la voz contra la injusticias, Nasrin Sotoudeh: «Si nos pueden obligar a portar aquel medio metro de tela pueden hacer con nosotras lo que quieran». Sabed, pues, que no dejaremos que esto pase. Ni medio metro de tela ni un milímetro de la libertad que merecemos.

¿Os incomoda que os explique que hay niñas en esta ciudad que no pueden ir a aprender a nadar ni irse de excursión? ¿Que crecen creyendo que solo serán valiosas si se tapan?

Como os he dicho al principio, esto es un espacio privilegiado, un altavoz que la ciudadanía, mediante el alcalde, me ha concedido. Y yo, que ahora vivo una vida confortable y libre, no puedo hacer como si no supiera que hay mujeres y niñas en esta ciudad que sufren, no puedo mirar a otro lado y deciros palabras bonitas, no entrar en lo que a menudo se tilda de polémica. Es muy sorprendente que a día de hoy defender derechos fundamentales en Barcelona, no en Teherán, se considere polémico. Que a las personas que nombramos la violencia y la opresión, la discriminación y las injusticias, nos vean como conflictivas y, en resumen, molestas. ¿Os incomoda que os explique que hay niñas en esta ciudad que no pueden ir a aprender a nadar ni irse de excursión? ¿que crecen creyendo que solo serán valiosas si se tapan? ¿Os molesta que os diga que hay adolescentes preocupadas por su virginidad, mujeres jóvenes que aman a personas prohibidas con culpa y pagando el precio de destierro familiar? ¿No os agrada que os diga que hay mujeres que se esfuerzan para presentar el certificado de buena conducta vistiéndose de manera decente (lo que ahora se llama «modest fashion») para poder tener el derecho de salir de casa? ¿Que hay chicas terriblemente asustadas ante la posibilidad de que se las lleven en Marruecos o Pakistán y las casen con aquel primo que necesita papeles? ¿Os incomoda todo eso? Pues imaginaos cómo las incomoda a ellas.

A mí lo que me sorprende es que a algunos os moleste más que nombremos esta realidad que la propia realidad. No me pidáis que mire a otro lado, ya está bien de sacrificar la vida de las niñas y las mujeres en nombre de no sé qué alianza de civilizaciones y culturas, en nombre de una idea de inclusión que nos expulsa de nuevo a nosotras, las mujeres, de la condición de seres humanos de pleno derecho. Y a las que ahora mismo vivís esta situación, las que os veis forzadas a elegir entre vuestra libertad individual y la pertenencia y el vínculo con vuestro origen, no os dejéis engañar, no dejéis que os sometan a este chantaje injusto. Tenéis derecho a ser quienes sois y a aspirar a vivir libres, porque porque nadie de nosotros ha nacido para someterse. No somos traidoras ni renegamos de nuestra procedencia por querer la independencia. A vosotras os diré una verdad muy dura que tuve que aprender: si os quieren atadas, si os quieren arodilladas, si os quieren truncadas, mutiladas, modificadas y encajadas en un molde estrecho y asfixiante es que no os quieren. Buscad, como hice yo, una familia que os acepte como sois, que no solo no os haga más pequeñas sino que os haga sentiros muy grandes respetando vuestra dignidad.

Barcelona será la ciudad de la libertad como lo ha sido para mí si protege, promueve, difunde y garantiza los derechos de las niñas y las mujeres. Hay muchas maneras de hacer que este sueño de libertad quede en nada o se acabe convirtiendo en la peor pesadilla. La explotación sexual no es un trabajo, es una pesadilla, es esclavitud, es explotación y la vergüenza de cualquier ciudad que se tenga por libre y democrática.

Con todos sus defectos, la democracia es la mejor opción que tenemos para escapar de las ataduras atávicas de la tribu, sea cultural, religiosa o de procedencia

La precariedad, los salarios bajos, los problemas de vivienda (parece que la libertad, si vives de alquiler, es un contrato de cinco años) hacen que acceder a Barcelona sea imposible. Esta ciudad no se puede permitir continuar expulsando a sus habitantes hacia los márgenes con la centrifugadora que criba a los barceloneses en función de su poder adquisitivo. Ella tampoco será la ciudad de la libertad si nos dejamos engatusar por los cantos de sirena del comunitarismo. Con todos sus defectos, la democracia es la mejor opción que tenemos para escapar de las ataduras atávicas de la tribu, sea cultural, religiosa o de procedencia. Sé que hay quien se siente sobrepasado por la angustia existencia del hiperindividualismo y por eso contempla con nostalgia miope las bondades de las comunidades organizadas alrededor de una religión, una identidad o cualquier otro elemento. No podemos vivir desligadas unos de otros, pero el antídoto contra la soledad no deseada, una auténtica pandemia en Occidente, no es volver a las organizaciones basadas en el «nosotros» contra «ellos» sino rescatar y fomentar la noción más olvidada del republicanismo: la fraternidad.

Ella no será la ciudad de la libertad si no tenemos espacios de encuentro para el debate y el intercambio de ideas y una red fuerte de relaciones que nos permitan ampararnos en caso de necesidad. Si echamos un vistazo a las condiciones de vida de los ancianos es evidente que para ellos, esto no es una ciudad de libertad. A mí todavía me choca que las personas de más edad les hablemos de tú, que no las escuchemos, que hayan pasado a ser una masa indiferenciada, la de viejos que a menudo aparcamos en residencias y lugares donde nadie quiere mirar. Como si el hecho de cumplir años te desnudara de tu propia personalidad, de la vida que has vivido y todo lo que has hecho. Es extraño, al menos para mí, que esta experiencia sea tan poco valorada cuando la humandiad ha progresada gracias a la transmisión no solo del conocimiento sino de las conclusiones que cada persona ha ido sacando de la vida vivida. Yo tengo la suerte, supongo que por el hecho de ser escritora, de haberme encontrado con muchas mujeres que me explican cosas (las mujeres que me explican cosas suelen ser mucho más interesantes que los hombres que me explican cosas, es pura estadística). Y los relatos de su infancia, de sus recuerdos, de sus inquietudes y preocupaciones constituyen otro poso no tan conocido como el de los escritores famosos, una capa que hace que la ciudad se convierta en un auténtico tapiz de historias. Si tenéis la suerte de tener abuelos, dejad el móvil y preguntadles cosas, escuchad una visión del mundo única que se extinguirá con ellos cuando ya no están, a menos que valoráis ese legado y lo conservéis como el más preciado de los tesoros.

Reconozcámonos y escuchémonos todos los que hacemos Barcelona y celebremos que podemos estar juntos y libres. ¡Viva Barcelona, viva la libertad de las mujeres y vivan las fiestas de la Mercè!

© Najat El Hachmi (2023) | Original en catalán en El Periódico | Traducción: Ilya U. Topper