Opinión

El alarmismo es una epidemia

Alejandro Luque
Alejandro Luque
· 6 minutos

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En los años 90, durante la Guerra de los Balcanes, algunos periodistas se hicieron célebres por transmitir sus noticias llamativamente vestidos con prendas de soldado. Lo curioso no era que llevaran casco, botas o chaleco antibalas, como podría parecer prudente cuando se cubre un conflicto bélico, sino el hecho de que en muchos casos se encontraran muy, muy lejos del frente, incluso de cualquier zona de peligro. Escenas similares se repitieron en la primera guerra del Golfo: poco a poco íbamos aprendiendo que el espectáculo se imponía sobre la limpia narración de los hechos.

Lo ocurrido estas semanas en la cobertura del coronavirus nos ha recordado aquellas situaciones: periodistas dirigiéndose a los oyentes o espectadores con mascarilla, impermeables y hasta micrófonos forrados de plástico. No hacía falta siquiera subir el volumen del televisor para suponer que se cernía sobre nosotros el apocalipsis. ¿Quién, de lo contrario, se vestiría de ese modo?

Una de las pocas excepciones que hemos tenido en España, Lorenzo Milá, periodista de la televisión pública, ha preferido hablar del tema desde el norte de Italia sin cubrirse el rostro, lamentando que “se extienda más el alarmismo que los datos”. El aplauso que recibió por parte de las redes sociales fue clamoroso, pero son más numerosos los ciudadanos que han sido víctimas de la histeria generalizada.

Unas 6.000 personas mueren cada año de gripe estacional en España, sin que cunda el pánico

Desgraciadamente, una buena parte de nuestro periodismo ha perdido la oportunidad de ejercer su función social y se ha entregado con furor, por el contrario, al amarillismo y la búsqueda del click fácil. Son muy pocos los que han tratado de abordar el tema con rigor y serenidad, dejando que nos ilustren los expertos y contrastando los informes oficiales.

Así, los hay que se han dedicado a especular con todo tipo de catástrofes inminentes —amenaza de cierres de fronteras, aislamiento de poblaciones, cancelación de transportes—, a hacerse eco de posibles causas de transmisión —picaduras de mosquito, circulación de monedas y billetes— o de remedios infalibles —lavarse las manos con orina de niño, secarse las manos con secador de pelo, tomar cocaína—, o simplemente reflejar las reacciones de la población asustada, la misma que ha agotado las existencias de mascarillas, de jabones antisépticos y de víveres por si se decreta el estado de sitio.

Desde su videoblog en la versión digital del diario El País, el muy sensato periodista Iñaki Gabilondo recordaba que el que nos ocupa es un virus que no se desarrolla en todos los casos, que la mortalidad no llega al 3 por ciento en China y es del 0,7 fuera de ese país, y que afecta sobre todo a personas con dolencias previas y edad avanzada. Y que unas 6.000 personas mueren cada año de gripe estacional en España, sin que cunda el pánico y ni siquiera aumenten significativamente las vacunaciones: lo tenemos incorporado a nuestra normalidad estadística.

Pero la culpa no solo recae sobre los medios que podríamos considerar sensacionalistas. Otros que se reputan fiables han caído en la tentación de rentabilizar el caos, dedicando una amplia franja de su espacio informativo a hablar del virus y sus efectos, y otra de duración similar a debatir sobre lo mucho que se está exagerando la cuestión y cuestionar las noticias falsas que circulan por doquier. Alguno incluso ha llegado a emitir una suerte de carrusel deportivo en el que se conectaba en directo cada cinco minutos con enviados especiales a los focos de supuesta infección, para luego lanzar un mensaje de calma.

No se pueden vender los dos productos a la vez, la alarma y la tranquilidad, la muerte segura y la completa ausencia de riesgo. Cualquiera en el oficio sabe que la importancia que se da a un hecho se mide, en primer lugar, por el tiempo que se le concede. Hablar excesivamente, si no monográficamente, del coronavirus, no hace sino contribuir a su sobredimensionamiento.

Los bulos, las medias verdades y las especulaciones viajan a una velocidad mucho mayor que la verdad

Tampoco ayudan las autoridades que, como en el caso de Venecia con su carnaval o el Mobile World de Barcelona, se han aprestado a suspender celebraciones de eventos multitudinarios. El efecto del miedo aquí consiste en acaparar la atención: como no va a hablarse de otra cosa, piensan, mejor no correr riesgos. Poco importa si las máscaras venecianas se inventaron precisamente para protegerse de pestes mucho más mortíferas, o que la posibilidad de contagiarse en un foro de tecnología es la misma que en una discoteca o en un mercado de fruta. Pero el terror tiene esa capacidad de retroalimentarse, y cada cancelación es un motivo más para estar preocupado.

La ocasión nos sirve también para examinar cómo la prensa se contamina de determinados tópicos. Los chinos son una potencia mundial y gozan de cierta simpatía exótica entre los españoles, de modo que los chistes sobre las tiendas de baratijas asiáticas o los animales extraños que comen suavizan mucho el impacto de la infección. Cabría preguntarse qué habría pasado si el foco original hubiera sido en países con una fama algo más negativa, como Argelia, Israel o Irán. ¿Se habría pedido que cerraran fronteras? ¿Se habría estigmatizado a todos los ciudadanos de origen o incluso aspecto mediooriental?

Se sigue demostrando, en fin, que los bulos, las medias verdades y las especulaciones viajan a una velocidad mucho mayor que la verdad objetiva. No hay un día que a nuestro alrededor no se difunda una nueva ocurrencia sobre el consabido virus. La última que he oído afirma que, después de la supresión del carnaval veneciano de este año, la próxima cancelación podría ser la de la Semana Santa de Sevilla. Se admiten apuestas. Los que no somos especialmente devotos de esa fiesta, y más bien la sufrimos por su abusiva colonización de calles y plazas, nos resignamos a decir: no caerá esa breva.

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