Opinión

Los moros de la Alhambra

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 8 minutos

 

¡Si el Cid levantara la cabeza! “Vale, la noticia no era cierta, pero no me extrañaría que se les pudiera haber ocurrido”. Ésta fue la reacción de un lector al enterarse de que su periódico, El Mundo, había publicado un bulo totalmente falso que achacaba al ministro de Cultura de Marruecos la intención de reclamar la mitad de los ingresos que genera la Alhambra.

Dan ganas de investigar cómo fue posible que un periódico serio como El Mundo copiara una noticia de la web Guinguinbali, sin comprobar la única fuente citada en ésta: la web marroquí local Nador City. Debe de ser porque nadie en España sabe leer árabe. Pero al atribuirse esta noticia a un ministro, una llamada a la Embajada ―o a la propia colaboradora de El Mundo en Marruecos― podría haber resuelto las dudas.

El problema es que no hubo dudas. Ese primer deber de todo periodista, el de dudar, ha caído en el olvido. No sólo en El Mundo, desde luego: la agencia Europa Press recogió la noticia y llegó a centenares de medios más. Todos copiaron. Nadie comprobó. (Esto no es un rasgo español: recientemente vimos la misma actitud en Washington Post y Reuters).

El problema es que no hubo dudas; ese primer deber de todo periodista, el de dudar, ha caído en el olvido

También llegó el desmentido, imaginamos, pero ya daba igual: ya el público lector da por supuesto que si bien la noticia es falsa, “podría ser cierta”: aunque la fuente, que inventó la noticia y la atribuyó falsamente a Nador City (¿no sería un delito penal?) fue Alerta Digital, la web más fascista y nacionalcatólica de cuántas existen en España, los lectores dan por hecho que esta misma noticia refleja la mente marroquí, y no la de quienes se consideran guerreros llamados a combatir a “los moros”.

Los moros. Ésta fue la palabra clave (y oculta) de la noticia: Dado que “los moros” construyeron la Alhambra, ahora “los moros” la reclaman.

Y ésta es, precisamente, la falacia defendida por el nacionalcatolicismo desde hace siglos, por quienes acuñaron la palabra “Reconquista” y difundieron la “invasión” de la Península Ibérica por parte de hordas “árabes” o “musulmanas”. Todo lo que no es cristiano en España es, según esta visión, “árabe”, es decir extranjero. Traído por pueblos de allá a lo lejos, en alguna parte de África del Norte o Arabia.

Una visión étnico-cristiana que, a fuerza de repetirse durante siglos por toda Europa, ha calado incluso en las actuales sociedades musulmanas: hoy, cuando ya se reconoce el valor cultural de la época en la que España se expresaba en árabe y usaba monedas con frases del Corán, no sorprende que tanto dictadores laicos como telepredicadores se apresuren a inculcar a los ciudadanos la grandeza de “nuestro Al Andalus”.

Todo lo que no es cristiano en España es, según la visión nacionalcatólica, “árabe”, es decir extranjero

Y así se forma esta extraña alianza ideológica entre los dos archienemigos, ambos empeñados en mantener viva esta enemistad: cuando algún dirigente islámico en España considera un insulto la existencia del patrón Santiago Matamoros y sus efigies, la Iglesia Católica asume el planteamiento: que la figura del jinete matador de ‘moros’ es un insulto a otras ‘razas’, ‘etnias’ o ‘pueblos’, preferentemente a los marroquíes. En realidad es un insulto a los españoles: aquellos a los que durante siglos se les ha negado la condición de español por ser musulmanes.

En el siglo XV, ‘moro’ era simplemente sinónimo de ‘musulmán’ (sin que importara su procedencia: “Que no se permitirá que ninguna persona maltrate de obra ni de palabra á los cristianos ó cristianas que antes destas capitulaciones se hobieren vuelto moros” afirman las Capitulaciones de Granada en 1491).

Y con este significado se ha quedado… hasta el punto de que los navegantes españoles llamaran ‘moros’ a la población musulmana de Mindanao en Filipinas. Ser moro no era entonces cuestión de etnia sino de religión: lo recuerdan las fiestas de los pueblos valencianos que escenifican la lucha entre Moros y Cristianos (jamás entre moros y españoles: sería un absurdo histórico).

Hoy, el término ha vuelto a asociarse a su raíz etimológica: la de Mauritania, el Norte de África en épocas romanas (y entonces bastión del cristianismo). Tomado en esta acepción, San Agustín, padre de la Iglesia, era moro (nativo de Hipona, hoy Annaba, Argelia).

La confusión entre las dos acepciones de la palabra moro ―’musulmán’ y ‘norteafricano’― no es inocente. Durante siglos ha servido a la Iglesia Católica para demonizar, desterrar, convertir en ajeno a todo lo que no fuera cristiano, despojando así a España de parte de su propia esencia, su legado y su cultura.

Sí: es tan española la Alhambra, la Mezquita de Córdoba y la poesía de Ibn Hazm como lo son el Teatro de Mérida, el Acueducto de Segovia y los tratados de Columela. Y no es más extranjero el idioma árabe que el latín. Ni Hispania fue fruto de una invasión italiana, ni Al Andalus lo fue de una invasión árabe. Las culturas ―y las religiones, y los idiomas― se difunden sin necesidad de ejércitos.

Es tan española la Alhambra y la poesía de Ibn Hazm como lo son el Teatro de Mérida y los tratados de Columela

Hoy, el mito de la invasión étnica árabe sirve a quienes agitan la bandera del islamismo radical: por fin la Iglesia ha conseguido crear un semejante en el lado musulmán (sólo un semejante puede ser un buen enemigo). Este calco de la visión etnocristiana llega lejos: tras siglos de insistir en que los musulmanes no adoran a Dios sino a un tal ‘Alá’ (copiado profusamente por el orientalismo europeo deseoso de adornar sus escritos con un poco de exotismo), hoy, los predicadores integristas musulmanes insisten en usar en todos sus comunicados, sean en la lengua que sean, la palabra Alá (o incluso Allah). Apropiándose de la palabra como si fuera exclusiva de su religión, como si olvidasen que también los obispos sirios dicen misa en nombre de Alá.

Este marchamo etnocentrista árabe ha sido adoptado sobre todo por los conversos, ávidos de diferenciarse de sus antiguos correligionarios (y son prácticamente conversos también las ‘segundas generaciones’ de inmigrantes norteafricanos, tras olvidar todo sobre su religión autóctona, que con el islam de los telepredicadores comparte poco más que el nombre). Sirve para crear la ficción de dos bloques “culturales” distintos: el europeo y el musulmán.

La sociedad española ha sido despojada psicológicamente de sus monumentos propios, pero no cristianos

Sí: donde antes se decía cristiano, hoy se dice europeo u occidental, convirtiendo la religión en concepto geográfico, en un proceso inverso al de las palabras moro y musulmán. El efecto es el mismo: hacernos creer que se trata de dos bloques irreconciliables precisamente porque no comparten ni el concepto que los define. Si hoy llamáramos “cristiano” a cualquier español, pronto descubriríamos lo absurdo que es definir una cultura por su religión.

Así se explica la credulidad de periodistas y lectores ante un bulo como el que ha hecho circular Alerta Digital: sólo tras haber sido despojada psicológicamente de sus monumentos propios, propios pero no cristianos, como es la Alhambra, la sociedad española puede creer que Marruecos puede ahora pretender quitarles, también, parte de su valor material. Nadie habría publicado, sin llamar previamente a la Embajada italiana, la noticia de que Silvio Berlusconi pretende desviar a las arcas italianas parte de los ingresos por las visitas al Teatro de Mérida.

Si el Cid levantara la cabeza, nos recordaría que su propio nombre es árabe (Sidi: mi señor) y que se lo ganó, él, el legendario héroe del nacionalismo español, como mercenario de un rey aragonés. Un rey moro.

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