Opinión

Persecución

Uri Avnery
Uri Avnery
· 10 minutos

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«No seremos personas normales hasta que no tengamos putas y ladrones judíos en la Tierra de Israel”, dijo nuestro poeta nacional, Haim Nahman Bialik, hace 80 años.

Este sueño se ha hecho realidad. Tenemos asesinos judíos, ladrones judíos y putas judías (aunque la mayoría de las prostitutas de Israel son importadas por comerciantes internacionales de esclavos del este de Europa a través de la frontera de Sinaí).

Pero Bialik no era demasiado ambicioso. Debería haber añadido: no seremos gente normal hasta que no tengamos neonazis y campos de concentración judíos.

Actualmente, la noticia más importante en todos nuestros medios de comunicación electrónicos y en papel es el terrible peligro de los inmigrantes africanos “ilegales”.

Los refugiados africanos y los demandantes de empleo se sienten atraídos por Israel por diferentes motivos y ninguno de ellos es la ferviente creencia en el sionismo.

La noticia de actualidad es el terrible peligro de los inmigrantes africanos “ilegales”

El primer motivo es geográfico. Israel es el único país con un nivel de vida europeo al que se puede llegar desde África sin cruzar el mar. Los africanos pueden llegar fácilmente a Egipto y, una vez allí, solo tienen que cruzar el desierto del Sinaí para llegar a la frontera israelí.

El desierto está habitado por tribus beduinas, para las que el contrabando es una ocupación antiquísima. Ya sean armas para Hamás en Gaza, mujeres ucranianas para los burdeles de Tel Aviv o demandantes de empleo desde Sudán; por una buena cantidad de dinero, los beduinos les llevarán a todos a su destino. En el camino, es probable que pidan un rescate por ellos o que violen a las mujeres.

Los africanos, principalmente de Sudán del Norte, Sudán del Sur y Eritrea, se sienten atraídos por el mercado laboral israelí. Hace mucho tiempo que los israelíes dejaron de hacer trabajos domésticos. Necesitan a gente que lave los platos en los restaurantes pijos, limpie casas y cargue peso en los mercados.

Durante años, los palestinos procedentes de Cisjordania y Gaza eran los que se encargaban de realizar estos trabajos. Después de las intifadas, nuestro gobierno acabó con esto. Los africanos ocuparon su lugar.

A estas personas, por supuesto, les pagan lo que los israelíes consideran salarios de hambre, pero son suficientes para que los inmigrantes envíen dinero a sus familias. Aunque sean pequeñas cantidades de dinero, en sus hogares son una fortuna.

Para poder enviar el dinero, los inmigrantes llevan una vida de perros. Casi todos ellos son hombres solteros, que viven hacinados en viejas y sucias casas en los suburbios de Tel Aviv y otras ciudades, se comen con los ojos a las chicas y se emborrachan por diversión.

Los habitantes israelíes de estos suburbios, los más pobres de entre los pobres, los odian. Los acusan de cometer todo tipo de crímenes, incluidos violaciones, peleas violentas y asesinatos. También creen que son portadores de enfermedades peligrosas que apenas se conocen en Israel, como la malaria y la tuberculosis. Al contrario que los israelíes, no se les vacuna al nacer.

Todas estas acusaciones son, por supuesto, excesivamente exageradas. Pero también hay que entender a los habitantes israelíes de los suburbios, que tienen que vivir con extranjeros pobres con los que no tienen comunicación alguna.

Bajo estas circunstancias, aflora el racismo. A los africanos se les puede reconocer fácilmente por su piel. Abunda la típica verborrea racista: “Violan a nuestras mujeres”, “Son portadores de enfermedades mortales”, “Son como animales”, que se une a una especialmente israelí: “Ponen en peligro el Estado Judío”.

En general, ahora hay alrededor de sesenta mil africanos en Israel, a los que han de añadirse tres mil recién llegados cada mes. También hay un gran número de tailandeses (“legales”) que trabajan en la agricultura, chinos y rumanos, en la industria de la construcción y filipinos que ayudan a las personas mayores y a los enfermos.

Abunda la verborrea racistas: “Violan a nuestras mujeres”, “Traen enfermedades mortales”…

(Un chiste actual: un antiguo miembro del Palmaj, la organización militar ilegal del pre-estado, asiste a una reunión de veteranos y exclama: “¡Guau!, ¡no sabía que había tantos filipinos en el Palmaj!).

Con una población judía en Israel que asciende a 6,5 millones y una árabe que cuenta un millón y medio más, es fácil presentar a los inmigrantes como un peligro tremendo para el carácter judaico del estado.

Tal y como un pantano atrae a los mosquitos, esta situación atrae a los demagogos y a los que siembran el odio. Y de estos, vamos sobrados.

Hace dos semanas, estalló una sublevación en el barrio Hatikva de Tel Aviv, uno de los suburbios afectados. Atacaron a los africanos y saquearon sus tiendas.

Como por arte de magia, en un tiempo récord, todos los agitadores fascistas reconocidos aparecieron en escena, incitando a la multitud a atacar a los africanos y a las “hermanitas de la caridad” de izquierdas.

La mayoría de la atención de los medios de comunicación se centró en la parlamentaria del Likud, Miri Regev. No satisfecha con los calificativos habituales, gritó que los africanos son “un cáncer”.

Esta expresión, sacada del léxico de Goebbels, impactó a muchas personas en todo el país. Regev no solo es una mujer guapa, sino que es la antigua portavoz jefe del ejército israelí (nombrada por el antiguo jefe del Estado Mayor de la desastrosa Segunda Guerra de Líbano, Dan Halutz, recordado por la afirmación de que, cuando suelta una bomba en un barrio residencial, solo siente una “leve sacudida en el ala del avión”).

Fascistas reconocidos aparecieron en escena incitando a la multitud a atacar a los africanos

Regev copó los titulares con su discurso y se le recompensó con numerosas entrevistas en televisión, en las que se distinguió por utilizar un lenguaje atribuido antiguamente a las verduleras (sin ánimo de insultar a las verduleras). Fue asqueroso, para ser francos.

Hablando de asquerosidades: tengo un hobby. Cada semana, escojo (con carácter privado) a la persona más asquerosa de la vida pública israelí. Durante las dos últimas semanas, mi elegido ha sido Eli Yishai, del partido ortodoxo oriental Shas.

Shas está totalmente dominado por una sola persona: el rabino Ovadia Yosef. Él es el que pone y quita al líder político del partido. Su palabra es la ley. Cuando el último líder fue encarcelado por robo, el rabino Ovadia sacó a Eli Yishai de la nada.

Como ministro de Interior, Yishai ha servido principalmente como conducto del dinero del gobierno que iba a parar a las instituciones del partido. En las demás funciones ha fracasado enormemente. Existen consistentes rumores de que en el próximo informe acerca del incendio del Bosque Carmelo, el interventor del estado va a recomendar su despido por incompetencia absoluta.

Para Yishai, la histeria antiafricana es un regalo de Dios. Después de decir al público que los inmigrantes son criminales, son portadores de enfermedades y ponen en peligro el estado judío, les ha declarado la guerra.

Ahora todo el país se ha movilizado. Cada día, las informaciones acerca del número de africanos deportados copan los titulares de las noticias. La “policía especial de inmigración” de Yishai aparece fotografiada metiendo a empujones a los africanos en furgones policiales. El mismo Yishai aparece diariamente en televisión para alardear de sus logros.

El ministro Yishai se jacta de la enorme cantidad de persecuciones que se están haciendo

La Knesset está discutiendo sobre una enmienda que impondría duros periodos en prisión (¡cinco años!) más una multa de medio millón de shekel (¡cien mil euros!) a cualquiera que dé trabajo a un trabajador “ilegal”. Afortunadamente, esta ley todavía está en proceso y no se aplicará a las esposas del ministro de Defensa (Ehud Barak) y del fiscal general del Estado (Yehuda Weinstein), a las que se les cogió con trabajadores ilegales en sus casas (sus maridos, por supuesto, no sabían nada).

Sobre todo, Yishai se jacta de la enorme cantidad de persecuciones que se están llevando a cabo hoy en día. Los africanos están muertos de miedo en sus miserables casas, sin atreverse a salir a la calle. Por las noches, están alerta ante cualquier ruido, con un miedo espantoso a que la policía de inmigración llame a su puerta.

El problema es que la mayoría de los sesenta mil africanos proceden de Eritrea y Sudán del Norte; países a los que no se les puede repatriar porque el Tribunal Supremo lo ha prohibido. Su repatriación pondría en peligro sus vidas. Esto hace que solo queden los ciudadanos del nuevo estado del sur de Sudán, que ha sido liberado con la ayuda de consejeros militares israelíes. Ahora, a estos ciudadanos se les está acorralando bajo los focos de la publicidad para ser repatriados.

¿Qué pasa con los demás? El gobierno está ahora trabajando muy duro, construyendo enormes campos con tiendas de campaña en el árido desierto del Néguev, en medio de la nada; en el que decenas de miles de inmigrantes serán encarcelados durante tres años en condiciones que solo podrán ser infrahumanas. Ya que ningún país quiere aceptarlos, es probable que permanezcan en este lugar por un periodo mucho más largo de tiempo.

El gobierno está construyendo enormes campamentos en el desierto del Néguev

A partir de ahora, no hay ni agua ni condiciones sanitarias, las mujeres y los niños (nacidos en Israel y de lengua hebrea) vivirán en lugares separados. En verano, las temperaturas pueden alcanzar fácilmente los 40 grados centígrados. Vivir dentro de esas tiendas de campaña será como vivir en el infierno.

Yishai y su compañero tienen el don de saber utilizar muy bien el lenguaje. A los inmigrantes se les denomina «infiltrados», a la deportación, «regreso»; a los campamentos para prisioneros, «campos de residencia». No campos de concentración, ¡Dios nos libre!

Soy consciente de que en otros países «civilizados» a los inmigrantes se les trata igual de mal o peor. Esto no hace que me sienta mejor ni lo más mínimo.

También soy consciente de que existe un problema real que hay que resolver. Pero no de esta manera.

Como ciudadano de un estado que se denomina a sí mismo «judío», o incluso «el estado de los supervivientes al Holocausto», estoy indignado.

He oído hablar multitud de veces de las cazas nazis de judíos, así como de las pandillas norteamericanas que se dedican a linchar a la gente y de los pogromos rusos. No es comparable, por supuesto, pero son imágenes que se me vienen a la cabeza. No puedo evitarlo.

Nuestro trato hacia los refugiados africanos y hacia los inmigrantes no tiene nada que ver con el antiguo conflicto con los árabes. No se puede justificar con argumentos concernientes a la guerra y a la seguridad nacional.

Esto es racismo, simple y llanamente.