Reportaje

Dormir junto a los yihadistas

Laura J. Varo
Laura J. Varo
· 16 minutos
Combatientes peshmerga en el frente de Makhmur | © Daniel Iriarte / MSur
Combatientes peshmerga en el frente de Makhmur | © Daniel Iriarte / MSur

Yalawla/Makhmur (Iraq) | Agosto 2014

El comandante Abdulá Bor despierta admiración en sus filas. Las seis brigadas de peshmergas, los soldados kurdos que ocupan bajo sus órdenes los casi 100 kilómetros desde el pueblo turcomano de Tuz Jurmato, al sureste de Kirkuk, hasta la localidad de Yalawla, último bastión kurdo tomado por el Estado Islámico, se deshacen en halagos hacia su jefe, cuyo cuerpo recorren 14 cicatrices de heridas recibidas desde 1968, cuando se unió a la entonces milicia kurda en el norte de Iraq. “Sadam era un dictador que actuaba contra los kurdos”, zanja el líder militar de ojillos brillantes y un mostacho que le come la boca de ratoncillo. “Entonces luchábamos por nuestra tierra. Ahora Daesh [las siglas en árabe del Estado Islámico, antes conocido internacionalmente como ISIL] son lo mismo, están cometiendo limpiezas étnicas”.

A punto de iniciar una jornada de visita a los efectivos desplegados en la línea que divide el territorio controlado por los peshmerga y la tierra ganada por los milicianos yihadistas camino de Bagdad, Bor discute la amenaza que el Estado Islámico les ha plantado a las puertas de casa. “Sadam al menos tenía un ejército sistemático y organizado”, reconoce, “el EI no es sistemático, son una milicia brutal, no les importa si mueren”. La guerra, en consecuencia, es más indefinida y más peligrosa. “La idea, la mentalidad”, dice, “no ha cambiado”.

Las tropas kurdas se han convertido en la última defensa frente al avance del Estado Islámico en Iraq tras la toma de Mosul

Las tropas kurdas se han convertido en la última defensa frente al avance del Estado Islámico en Iraq después de que el pasado junio sus milicianos tomasen Mosul, la segunda ciudad del país. La espantada del Ejército iraquí, que huyó ante la entrada de los radicales en la ciudad, les ha dejado entre manos una brecha que ha redibujado las fronteras del país, anexionando de facto buena parte de las áreas que se disputaban Bagdad y Erbil, la mayoría habitadas también por otras minorías como cristianos, yezidíes, turcomanos o kakais que han sumado su apoyo al Gobierno Regional del Kurdistán.

Desde la base a las afueras de Tuz Jurmato, donde 200 peshmerga permanecen destacados a la espera de una llamada de urgencia, esa línea zigzaguea en trincheras levantadas a los lados de la carretera que conduce a Bagdad. A la derecha, en el camino hacia Suleiman Beg, los milicianos del EI ocupan las aldeas desperdigadas a entre uno y nueve kilómetros del muro de arena que interrumpe la vista de un paisaje plano como un mar en calma. A la izquierda, la montaña de Imán Ali, como se conoce en la zona, alberga la artillería con la que los peshmerga repelen sus incursiones en la llanura.

Preparados para un ataque

A las puertas del cuartel de Suleiman Beg, a medio camino de Yalawla, el capitán Sherdel detiene el coche frente a un hummer que hace de barrera flanqueado por dos montículos de tierra. El guardián de turno da marcha atrás como quien conduce un deportivo, sujetando con el pie la puerta del conductor para evitar cocerse a los más de 45 grados en la mañana. El coronel Hakim da la bienvenida a la antigua base del Ejército iraquí, perdida en 2008, después de que el entonces primer ministro chií, Nuri al Maliki, instase a los peshmerga a retirarse de la región, ocupada desde 2003.

“Desertamos del Ejército y nos unimos a los peshmerga”, confiesa el coronel mientras observa desde una garita de sacos de arena, más por decoro que por seguridad, la bandera negra que ondea en la posición más cercana del Estado Islámico, a entre 200 y 500 metros. “No están siempre ahí”, dice señalando el edificio de cemento contra el que hace una semana se cruzaron fuego de morteros, “a veces, cuando deciden atacarnos, ponen francotiradores”. Dos soldados muertos y 11 cadáveres de yihadistas en la tierra de nadie que acabaron recogiendo un puñado de civiles fue el saldo de la última escaramuza.

“Antes no estaba esa muralla de hormigón”, llama la atención Sherdel, que hace de guía, mientras señala a su espalda los bloques de cemento de casi tres metros que resguardan el complejo formando pasillos como un pequeño laberinto. El coronel asiente. No sabe si les volverán a atacar, aunque es mejor estar preparados, aún cuando parece que la amenaza ha bajado de nivel. “Los líderes [yihadistas] han abandonado el pueblo”, confirma, “ahora son menos”. El capitán ríe y se mofa de la organización del Estado Islámico en el frente por el que transcurre la ‘excursión’: “El que ahora es jefe de ISIL en Suleyman Beg solía trabajar de limpiador en Tuz Jurmato”.

Por el balcón terrero que da a la ciudad desde la base, los peshmerga observan el día a día del enemigo. La entrada a Suleiman Beg (localidad de mayoría suní donde los kurdos recriminan a la población haber acogido al EI y, en algunos casos, haberse sumado a ellos), forma una intersección de carreteras que se bifurca hacia Bagdad, al sur, y hacia Kalar y Janakin, en la frontera con Irán. Una excavadora descarga arena sobre el puente por el que no pasa ni un coche. “Intentan cortar la carretera”, apunta Hakim. “Ya hicieron estallar las torres de la electricidad, cortando el suministro a Bagdad; nosotros controlamos el agua, pero no hemos cortado el suministro por los civiles que quedan”.

Mientras come en el despacho por cuyo suelo ruedan unas mancuernas, el coronel se regodea en el sacrificio del deber. “Estoy siempre aquí”, dice, “este sitio es peligroso y si cae sería una vergüenza, no me puedo ir”. Se queja de su precariedad mientras asegura que, del otro lado, llevan días viendo los trabajos de los milicianos preparando explosivos bajo los cimientos del puente con la intención de reventarlo. “No sabemos por qué no lo han hecho aún”, reconoce, “quizá están esperando a que ataquemos, quizá colocaron mal las cargas. Nosotros ni siquiera tenemos TNT y ellos están todo el rato volando cosas”.

Tras el almuerzo, el capitán Sherdel y los cuatro peshmerga que ocupan la parte trasera de la pick up, ponen rumbo a Yalawla. El camino está despejado hasta de parapeto. “Este tramo es todo primera línea de frente”, apunta. “En los últimos 15 días han intentado tomar la carretera un par de veces, pero no han podido pasar”.

«Nosotros no tenemos ni TNT, y ellos están todo el rato volando cosas», dice un coronel peshmerga

Al otro lado se levantan barracones esporádicos desde donde vigilan las tropas kurdas. Poco a poco, el frente se amplía, acompañando la extensión de los campos de cereal que dejan un horizonte dorado a ras de suelo. La zona es rica en cultivos. Además de trigo, produce dátiles de las palmeras que crecen a orillas del río que cruza el paisaje desértico, también algunas hortalizas y frutas. El capitán lo apoda el “granero” de Iraq: “Solo con la harina que se hace aquí se puede alimentar a todo el país, por eso todos lo quieren”.

Operación inminente

La lección continúa con un croquis simplista del plan de arabización llevado a cabo por Sadam Hussein al norte de la provincia de Diyala. El dictador recolocó a buena parte de población árabe suní y chií por la zona con el propósito de equilibrar la demografía y apagar las ansias independentistas kurdas. Eran los tiempos en los que los peshmerga robaron el nombre a la muerte (peshmerga significa “los que se enfrentan a la muerte” o “listos para morir”) para diferenciarse de los “soldados” persas y árabes. “Todos estos pueblos eran kurdos”, confirma, “[lLa región] solía estar en un 75% bajo control peshmerga, ahora hay un plan para retomarla”.

De ese mismo objetivo discuten ese día los responsables de la última brigada a las puertas de Yalawla. El general Bakty se hace el remolón antes de reconocer que la operación para entrar en el pueblo es inminente. La reunión de la plana mayor del frente evita que cualquiera traspase la barrera hasta la última posición kurda antes de la bandera negra que ondea sobre un depósito de agua entre árboles. En la barraca, a un kilómetro de los yihadistas, los voluntarios kakai que se han unido al ejército kurdo merodean en cuclillas por el tejado para evitar el blanco de los rifles de precisión con los que se hizo el EI, que deben esconderse en algún lado de la calma absoluta del lugar.

“He combatido tres veces en Yalawla y lo peor que tienen son los francotiradores”, resopla Sam Kahraman, residente en Reino Unido hasta hace año y medio y que decidió quedarse a luchar este verano, “tienen armas que pueden alcanzar cinco kilómetros”. A la noche siguiente, a Sam le tocará meterse en faena. “Están atacando Yalawla”, reporta en un mensaje.

Otros lugares tomados por el EI ya han sido recuperados por los combatientes kurdos. A pesar de ello, es difícil encontrar testimonios de su paso por allí: cuando los yihadistas tomaron localidades como Makhmur, nadie se quedó a esperarles. Al menos voluntariamente.

Hussein, de 62 años, estaba viendo una película en su casa en Makhmur cuando escuchó el canto del muecín llamando a la oración en la mezquita del pueblo. Se incorporó, se lavó las manos, rezó y se echó una siesta. Cuando volvió a escuchar la llamada al rezo del atardecer se dio cuenta de que se había quedado dormido. También notó algo extraño en la voz del muecín, que no parecía ser el habitual. Decidió salir de casa para ir al templo y allí se topó con un tipo armado y vestido con túnica y pantalones que le dio el alto obligándole a levantar las manos. “Me preguntó si era peshmerga, a quienes llaman despectivamente muharret, y le dije que no, que sólo soy un trabajador normal», explica acelerado. Así fue como Hussein cayó en la cuenta de que sus vecinos habían huido y él era el único civil que quedaba en el pueblo, el único que recibió a los milicianos del Estado Islámico que irrumpieron en la villa.

Hussein se quedó dormido, y cuando se despertó era el único civil que quedaba en el pueblo tomado por los yihadistas

Antes ya se habían desplegado en la planicie cristiana de Nínive, en los alrededores de Mosul, la segunda ciudad iraquí cuya conquista el pasado junio propició la fundación del Califato por parte del líder del EI, Abu Bakr al Baghdadi, con la intención de unificar los territorios bajo su control en Siria e Iraq. El avance de los radicales sobre Makhmur y la vecina Gwer, las dos primeras localidades de mayoría kurda en caer en sus manos, marcó una línea roja que ni el Gobierno kurdo ni las potencias occidentales estaban dispuestos a cruzar. El resultado fue la primera campaña de ataques aéreos estadounidenses desde que en 2011 las tropas norteamericanas abandonasen el país tras ocho años de ocupación y tutela.

Un regreso difícil

“Han estado bombardeando todos, americanos, peshmerga, ISIS (sic)…”, enumera Hussein, en referencia a los dos días de enfrentamientos a comienzos de esta semana que permitieron finalmente la liberación de la ciudad, donde los vecinos han comenzado a regresar con cuentagotas. Sólo un tercio de los 28.000 habitantes ha vuelto, según el coronel Hayar, jefe de Asayis, la policía kurda encargada de mantener la seguridad en el interior del pueblo. La mayoría de los que han regresado son hombres que han decidido dejar a sus familias desplazadas en Erbil ante el temor a que se reanuden los combates, al menos en las afueras de la ciudad, donde las tropas del ejército kurdo han marcado un radio de seguridad de entre cinco y diez kilómetros con trincheras y esporádico fuego de artillería que resonaba durante toda la tarde en intervalos casi musicales.

A las puertas de su casa, Taraq asegura que esaa misma mañana, tres explosiones levantaron una humareda de polvo frente a su edificio. Insiste en que han sido morteros lanzados desde el sur, donde se replegaron los milicianos tras la entrada, el lunes, de los peshmerga. Lo cierto es que, según las fuerzas de seguridad, lo más probable es que lo que Taraq dice haber visto y oído fuesen, en realidad, dispositivos explosivos improvisados, esto es, bombas caseras sembradas en la carretera por los yihadistas durante su huida y que estos días están siendo desactivadas por los peshmerga.

«Los yihadistas están ahí, a solo cinco minutos», dice Taraq, un civil que ha regresado a Makhmur con su familia

Con cierto nerviosismo el hombre, un chapuzas para todo de 34 años, mecánico y tendero a partes iguales, repite una y otra vez que los yihadistas aún están ahí, “a solo cinco minutos”. Aún así ha decidido traerse de vuelta a su mujer y sus siete hijos, incluido Taraq Taraq, su ojito derecho de unos tres años, que corretea por la casa haciendo un saludo militar mientras la comida está servida en el suelo.

“Estaba todo revuelto, hecho un lío”, cuenta Taraq mientras come, “nos fuimos sólo dos días, pero dejamos todo casi vacío, limpio”. Durante su ausencia forzada, los milicianos del Estado Islámico visitaron su casa, a juzgar por cómo se la encontraron a su regreso. “Debieron de coger agua para lavar las ropas o algo, porque dejaron como mal olor”. No sabe cuántos estuvieron allí durmiendo y comiendo, pero sí que dejaron los platos esparcidos y que se llevaron una cámara y algunos pantalones bombachos y camisas que guardaban en el armario. “Creo que se llevaron la ropa kurda para, en caso de que se queden atrapados en algún sitio, poder disfrazarse y pasar desapercibidos”, comenta.

Hussein, el dormilón que convivió dos días con los guerrilleros, asegura que a él solo le acompañaron a rezar después de asegurarse de que era un “civil normal y corriente”. “El tipo del EI me dijo: ‘¿Cómo puedes probar que no eres un muharret?‘», cuenta. “Le dije que tenía las llaves de mi tienda, así que fuimos allí y había una foto mía. Me preguntó por qué tenía barba larga y bigote y el pelo largo en la foto y les dije que era joven”. Tras escoltarle hasta la mezquita y comprobar, acompañado de otros 25 milicianos ataviados “como afganos o paquistaníes”, que sabía orar en condiciones, le dejaron en paz. “Eran árabes iraquíes”, dice. “Conozco el acento”.

“Es la tercera vez que esta zona es invadida por los árabes”, denuncia Abdulá, de 60 años, con el resentimiento de un padre que ha sobrevivido a su hijo Dashtalán, asesinado a los 32 años, hace dos meses, cuando los yihadistas entraron en Mosul: “Los árabes son daesh y daesh son los árabes”. El hombre, sereno mientras juguetea con un rosario musulmán enganchado a la cintura del pantalón, aún se empeña en utilizar el término despectivo que usa las siglas en árabe para nombrar a EI. Referirse a ellos como estado e islámico es una ofensa.

«Antes, la gente vivía junta. Ahora los árabes temen regresar por miedo a las represalias», indica el coronel kurdo Haydar

“Nosotros los respetábamos [a los árabes] y ellos nos respetaban a nosotros”, se queja uno de los civiles que decidió coger su rifle y unirse a los peshmerga en la lucha para expulsar a los yihadistas. Ahora se pasea por las calles armado mientras espera el momento para traer de vuelta a su mujer y sus hijos. “Nos han traicionado”, insiste. “Les decían [a los milicianos del EI] dónde atacar”.

Makhmur es una de las villas de mayoría kurda que cae en la zona en disputa entre Bagdad y el Gobierno Regional del Kurdistán. Los vecinos aseguran que el 1% de la población árabe asentada en el pueblo llegó con las oleadas de arabización emprendidas por Sadam Hussein, cuya administración no cejó en esfuerzos para extender la influencia de la minoría suní, concentrada en el oeste del país, por todo el territorio iraquí. Ubicada a la entrada de la provincia de Anbar, donde los radicales han plantado su Califato borrando la frontera con el país vecino, la localidad acogía a varias familias suníes a las que ahora la mayoría kurda acusa de haber ayudado a los yihadistas a tomar el pueblo.

Makhmur es una villa de mayoría kurda. Los vecinos aseguran que el 1 % de población árabe fue traída por Saddam Hussein

“Antes de los enfrentamientos la gente vivía junta”, comenta el coronel Hayar. “Ahora los árabes temen regresar por miedo a las represalias”. Según el jefe de la policía, la toma del pueblo provocó un éxodo dividido: los kurdos se desplazaron hacia zonas kurdas, al norte, y los árabes hacia los pueblos de mayoría suní en los alrededores. Ese movimiento ha extendido la idea de que las familias no kurdas han encontrado refugio en otras zonas bajo control de los yihadistas, lo que ha servido para afianzar la teoría del colaboracionismo. “Estamos preocupados por la reacción de la gente”, reconoce el coronel Hayar. “Han muerto civiles [dos vecinos], no eran soldados que luchaban, así que es normal que quieran venganza”.

“De hecho, no tenemos ningún problema con los árabes, tenemos problemas con el Estado Islámico, pero por supuesto, ha debido haber algún tipo de colaboración”, dice. Baja el tono e intenta quitar hierro al asunto: “En algunos casos las familias han sido obligadas a cooperar”. “Volverán”, confía Abdulá. “Hasta ahora hemos convivido juntos, pero no te puedes fiar, cuando los árabes tienen el poder, dejan de ser tus amigos”.

Publicado primero en El Confidencial