Opinión

Las trampas del silencio

Virginia Mendoza
Virginia Mendoza
· 6 minutos

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Han pasado cien años desde que Arevaluys salió del Imperio Otomano, en brazos y escondiendo el dinero de sus abuelos en los zapatos. No me atrevería a decir que se salvó del genocidio armenio. El día que la conocí, en su casa de Ereván, algo se rompió dentro de mí. Sentada en su sofá, con la mirada perdida, la anciana deslizaba entre sus manos las cuentas de un rosario. A menudo tengo la impresión de que a las abuelas les alivia rezar el rosario porque así consiguen que pase el tiempo sin pensar en nada más.

La escritora libanesa de origen armenio Joumana Haddad dijo: “Mi abuela sobrevivió al Genocidio Armenio. Bueno, casi”. Sobrevivir a un genocidio y permanecer cuerdo no entra en los planes del destino. Por eso, la abuela de Haddad no pudo soportarlo y, años más tarde, se quitó la vida con veneno. Por eso el monje Komitas Vardapet perdió la cordura y compuso las canciones más desgarradoras de la historia de su país.

Ser armenio lleva un siglo pesando sobre los que se salvaron, sobre sus hijos, sus nietos y sus bisnietos

Ser armenio lleva un siglo pesando sobre los que se salvaron, sobre sus hijos, sus nietos y sus bisnietos. Porque aquel dolor heredado ha ido conformando la idiosincrasia de un pueblo de tal manera que casi cualquier armenio sufre un dolor cada vez menos propio y más ajeno.

Sabía que Arevaluys no podía hablar del genocidio sin entrar en cólera. Yo quería que escuchar a los supervivientes fuese un alivio para ellos, no un tormento. Por eso no quise preguntar y fingí estar de visita, hasta que alguien me contase su historia a escondidas, para que doliese menos. Entonces, uno de los familiares de Arevaluys decidió empezar a hablar del genocidio ante ella y el pánico se apoderó de aquella diminuta mujer.

Nos alejamos de Arevaluys y, en un cuarto aparte, su nieta y su bisnieta me contaron todo aquello que la abuela guardó en secreto durante décadas. Un día decidió contar su historia. Pero no pudo seguir compartiendo aquello que no quería recordar y empezó a rechazar entrevistas. Cada vez que hablaba del genocidio, volvía a revivir lo que retuvieron sus retinas y empezó a evitar oír o hablar del tema. Ella sólo tenía un año. Ni siquiera los bebés se salvan.

Cuando llegamos a casa de Movses e Iskuhi , esa fue su primera advertencia: “No vamos a hablar del genocidio”

Arevaluys venía a la habitación de manera insistente con la única finalidad de contemplar el reloj y gritar: “¿De qué estáis hablando? ¡Deja de escribir!”. Sigo sin saber si rezaba el rosario para agotar el tiempo, pero si algo me quedó claro era que necesitaba acabar con él.

Movses e Iskuhi, dos de los últimos supervivientes, también eludieron el tema. Cuando llegamos a su casa, esa fue su primera advertencia. “No vamos a hablar del genocidio”, sentenció él. Y, acto seguido, nos invitó a sentarnos y a tomar café. Estaban hartos de que sólo les arrancasen sus recuerdos a base de preguntas que alimentasen el morbo. Como saltaba a la vista que tenían otras muchas cosas que contar, pasamos gran parte del día con ellos. No volví a mencionarlo desde que dijeron que se negaban a hablar de aquel genocidio silenciado que se habían propuesto olvidar. Pero nos despidieron diciendo: “Venid otro día. Os hablaremos del genocidio”. A veces la necesidad acaba imponiéndose al miedo y entonces ocurre justo lo contrario al silencio.

Una amiga armenia me contó que, a su bisabuela, unos soldados turcos la obligaron a mirar mientras amarraban a su marido a dos caballos a los que incitaron a galopar en direcciones opuestas. Ella estaba embarazada y los soldados gritaban: “El hijo que vas a tener ha de ver esto porque las próximas generaciones de armenios deben saber qué hicimos con ellos”. La exposición a semejante escena le provocó el aborto inmediato.

Mi amiga decía que su abuela nunca hablaba de aquello, que alguna vez lo trató con distancia y que el resto de su familia nunca se atrevió a preguntar. Le dije que si le preguntase, quizá descubriría que los ancianos a veces no cuentan algo que no soportan en soledad, solamente porque nadie les pregunta.

Al día siguiente, volvió eufórica: “He hablado con la abuela. Me ha contado todo lo que sabe, con total normalidad. Le he dicho que escribes sobre el genocidio y ella misma se ha ofrecido a contarte lo que sabe. No me lo puedo creer.” Pero el día que visité a su abuela, la anciana tergiversó la historia: al marido de su abuela le asesinaron ante ella, sí, pero de tal manera que la nueva versión la alejaba de la obligación de entrar en detalles. O puede que, de pronto, sintiese miedo.

Lo cierto es que las generaciones posteriores no sólo saben lo que hicieron sino que el negacionismo que ha obcecado a los sucesivos gobiernos turcos ha obligado a los armenios a llevar el genocidio como un estigma grabado a fuego en la memoria. La mayor parte del resto del mundo, un siglo después, sigue girando la cara, y sólo un puñado de países han reconocido el genocidio armenio. No reconocerlo por miedo a enemistarse con un país que no sabe enmendar sus errores es el fallo de países como España.

Hitler dijo: “¿Quién se acuerda hoy de los armenios?”. Dejemos de darle la razón. Para evitar que las historias se repitan es preciso recordar, hablar y llamar a las cosas por su nombre. Aunque duela. Porque sólo enfrentándonos al silencio, las palabras con las que nos referimos a los genocidios podrían caer en desuso. No por miedo, sino por falta de motivos.

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