Opinión

Imprescindible ilusión

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 9 minutos

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La plaza era una fiesta esta noche de domingo. Agitaban banderas, daban a la bocina y cantaban abrazándose o en corro. La alegría desbordaba las calles. Habían ganado, ya estaban en la cúspide, habían conquistado el derecho a ponerse una medalla durante un año. Un gol en el minuto once y otro en el ochenta.

En la otra punta del Mediterráneo, en Barcelona y Madrid y Cádiz, también celebraban. Probablemente con una alegría desbordante similar. Habían ganado las alcaldías, habían conquistado el derecho de encauzar el dinero de los ciudadanos durante los próximos cuatro años.

Siempre me ha parecido un error de la evolución que la especie humana fuera capaz de festejar con más fervor un resultado de deportes – inútil por definición: ser inútil es la esencia del deporte – que uno que decide sobre salud, vivienda y bienestar de millones de personas. Conozco a muchos que se gastan billetes de avión en ir a ver un partido de “su” equipo en el extranjero, convencidos de que cantar el himno ayudará a los jugadores a ganar; conozco a pocos que se gastaron ese mismo billete en ir a votar.

Colocar un sobre en una urna ¿sirve menos aún que jalear a un goleador desde las gradas?

Porque colocar un sobre en una urna, pensarían muchos, no sirve de nada para cambiar nuestra sociedad, menos aún que jalear a un goleador desde las gradas. Total: siempre ganan los mismos. Y aun cuando ganan otros, tampoco cambia nada, porque en el fondo todos son lo mismo.

Hay dos maneras de acabar con una democracia. Una es dar un golpe de Estado y disolver el Parlamento. La otra es convencer a la gente de que la democracia no sirve de nada. Fallado el primer método en 1981, íbamos camino del segundo.

Hubo quien tiró la toalla. La deriva hacia la derecha conservadora de los últimos años en España era síntoma de la inutilidad del ejercicio democrático: exceptuando un par de debates con trasfondo ideológico, como el del aborto o los derechos de los homosexuales, ni las políticas del partido socialista ni las del partido conservador respondían a los intereses de la masa de votantes que les habían dado el mandato, sino a los de una oligarquía cada vez más reducida y cada vez más evidente.

Cuando nada se puede cambiar, sólo votarán quienes quieren que nada cambie: los conservadores. Para votar a un partido que prometa un progreso, algo distinto, una sociedad diferente, hace falta creerse que sea posible cambiar algo. Y esto es lo que ya no nos creíamos. Habíamos entendido que en España, al igual que en todos los países europeos, no manda el Parlamento: manda la Banca. Mientras no se permita votar a los banqueros, la democracia es inútil.

Mientras no se permita votar a los banqueros, la democracia es inútil

Íbamos camino de Marruecos: allí también hay un Parlamento, pero todos sabemos que de nada sirve. Que los debates son una farsa porque manda el rey. En las últimas elecciones, en 2011, poco más del 25 por ciento del electorado efectivamente dio su voto a un partido. Como resultado, el partido ganador, el islamista PJD, representa al 6 por ciento de la población con derecho a votar. Gobierno con y para este seis por ciento. Qué más da: no manda.

Éste es el destino de todas las democracias instaladas para hacer el paripé: acaba aprendiéndose que no sirven de nada y deja de pedirse democracia. ¿Quién va a manifestarse contra una dictadura si ya hemos aprendido que votar a partidos y escuchar discursos del Parlamento es algo absolutamente estéril? Hoy en la democracia parlamentaria sólo siguen creyendo en los países donde nunca la tuvieron. Por este lado del Mediterráneo ya hemos perdido la ilusión.

O eso parecía. Porque esto es lo que cambió la noche del domingo 24 de mayo. Hubo ilusión por votar, ilusión por dar un mandato a personas lejanas a todo partido institucionalizado, personas que nunca habían estado sujetas al sistema de engranaje de favores, contrafavores y componendas que han ido marcando el camino hacia arriba de prácticamente todos los candidatos. Ciudadanas como Manuela Carmena o Ada Colau, ciudadanas a las que se les cree que les mueve una idea, no un arreglo con los poderes fácticos. Ciudadanos con voluntad de cambiar algo, por difícil que parezca.

Y quizás sea posible. Quizás desde las alcaldías y las comunidades autónomas se puedan hacer cambios: poner a disposición de los vecinos las viviendas vacías de los especuladores, recuperar ese sistema de metro de Madrid que solíamos llamar el mejor y más barato de Europa, antes de que lo convirtiesen en un laberinto tarifario digno de una novela de ciencia ficción humorística, quizás incluso frenar la privatización de salud y educación.

Al menos, hoy, lunes 25 de mayo, creemos que puede ser posible. Y que en las próximas elecciones generales puede cambiar más todavía. Cambiar, esa es la palabra clave. Porque la esencia de la democracia es el poder ciudadano de cambiar a quienes dirigen el colectivo. Cuando ese poder no se ejerce, la democracia deja de serlo. Cosa que algunas parecen no haber entendido.

“Vengo con dignidad, orgullo y agradecimiento a todos los valencianos porque me han permitido ser alcaldesa durante 24 años”, dijo Rita Barberá anoche. No debería ser precisamente un orgullo convertir un cargo democrático en uno vitalicio. Claro que es fácil justificarse: “Yo no tengo la culpa. Me votan las ciudadanos”, se defiende también Milo Dukanovic, 25 años alternando los cargos de jefe de Gobierno y jefe de Estado en Montenegro. Si gestiona la cosa pública mejor que otros ¿por qué no?

Porque en esto no se agota la democracia. También un dictador puede ser un buen gestor. La democracia es algo más. Es una condición mental. Es la conciencia del ciudadano de formar un elemento clave del poder, como individuo con derecho – y obligación – a participar en la designación de quienes ejercen esa gestión, y de responsabilizarse de esa designación y esa gestión. ¿Qué responsabilidad política desarrolla un ciudadano que desde que tiene uso de razón hasta que deja la Universidad nunca ha visto traspasar el bastón de mando?

Los electores han recuperado la conciencia de que tienen la responsabilidad de lo que ocurre

Por eso importó tanto la victoria de Syriza en las elecciones griega en enero pasado: no porque Alexis Tsipras y Yanis Varoufakis tuvieran la solución para una Grecia arruinada (del verbo transitivo arruinar a alguien) durante décadas. Sino porque ha devuelto a los griegos la conciencia de que es su responsabilidad buscar una solución, buena o mala, pero humana, en lugar de aceptar devotamente los designios de la Santísima Trinidad, compuesto por Fondo Monetario Internacional, Comisión Europea y Banco Central Europea.

Por eso importa la victoria de un movimiento ciudadano en España. Que para forjar ese movimiento se hayan tenido que lanzar discursos erráticos y hasta estrafalarios -hablo de Pablo Iglesias – es lo de menos: una especie de terapia de choque mediática. El resultado cuenta: los electores han recuperado la conciencia de que tienen la responsabilidad de lo que ocurre. Han recuperado la ilusión de cumplir con esta responsabilidad.

Es fácil decir que se trata de una simple ilusión: los poderes fácticos – en una palabra resumida, la Banca – tienen un poder aparentemente inexpugnable, quizás de verdad inexpugnable. Pero un pueblo tiene el deber– ante sí mismo y ante las futuras generaciones – de defender ciertos mínimos de derechos humanos, de derechos sociales.

Renunciar es una traición a quienes en nuestro vecindario luchan a favor de la democracia

Abandonar, renunciar a todo intento de democracia, dejar el futuro en manos de la dictadura de los de arriba, de los que siempre estarán arriba, es una traición a siglos de lucha por la democracia. También es una traición a quienes en nuestro vecindario, en el lado oscuro del Mediterráneo, siguen luchando por este derecho, esta responsabilidad, sin haber conseguido aún lo que en este lado ya tenemos: la opción de creer en las urnas.

Las victorias de candidaturas ciudadanas como las de Ada Colau y Manuela Carmena – que no tengan siempre mayoría y que sus opciones de gobernar queden a merced de múltiples pactos no cambia nada a esta victoria – no son sólo un éxito para España. También son un homenaje a Tahrir y Taksim, a la plaza Syntagma y a la Puerta del Sol. Al bulevar Rothschild, a las calles de Túnez y Casablanca, y a la Plaza de los Mártires de Beirut 2005, si me apuran: ahí empezó todo.

Ya hemos visto que muy pocos de estos movimientos han cambiado la política del país. Marruecos recae en su letargo, las elecciones israelíes de marzo pasado ha certificado que la primavera de Tel Aviv era una ilusión óptica, Líbano se ha quedado sin ocupación siria, pero es una nación más fragmentada, menos ciudadana que antes, los sondeos para el próximo 7 de junio le dan al AKP, el partido islamista turco, una sólida mayoría. O eso parece.

Quizás sólo lo parezca. Quizás la ilusión de un verano, una primavera, aunque no se condense en las urnas en la próxima cita, sea imprescindible para mantener con vida al menos la aspiración de la humanidad a la democracia. Al menos el sueño.

Luego, eso no hay quien nos lo ahorre, para que ese sueño se haga realidad, habrá que trabajar, habrá que ir a votar, una y otra vez, con más moral que el Alcoyano.

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