Opinión

La verdad sola no basta

Saverio Lodato
Saverio Lodato
· 9 minutos

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Por todos es sabido que no existe un non plus ultra, un techo límite, establecido por decreto, a partir del cual un evento histórico pierde su actualidad y su interés, menguando hasta volverse algo sin importancia, suscitando solamente la atención de la gente del sector, académicos, bibliotecarios, bibliófilos. Tampoco tendría sentido pretenderlo. Por supuesto, es mejor que sea así. Es justo, de hecho, afrontar eternamente, incluso después de tantos años, el acoso de preguntas sin respuesta, respuestas que no convencen, dudas sobre la autoridad o la veracidad de los testigos consultados; o el descubrimiento de nuevas pruebas documentales que descoloca las verdades canónicas. No hay normas cronológicas; no existe, sino convencionalmente, un antes, un durante y un después.

Querríamos decir: es la historia, guapo, y no puedes hacer nada. Herodoto, Tucídides y Jenofonte escribían con la conciencia de retomarla desde el punto exacto donde su predecesor la había interrumpido. Como si tuvieran que pasarse de mano en mano un testigo ideal.

No existe un non plus ultra, un techo máximo y ni siquiera la historia es cosa de agrimensores

De ahí resultó un folletín coral que contaba la historia de un pueblo, de una identidad de una nación que está creciendo, la antigua Grecia, y con la que aquel pueblo tenía que identificarse. Y se identificaba. Cada uno ponía su capacidad al servicio de la prosecución del esfuerzo de los que les habían precedido, dando por hechas e irrefutables las conclusiones sobre aquellos periodos de los cuales no habían sido testigos.

De hecho, era inconveniente para los antiguos griegos escribir de oídas. Los historiadores son, ante todo, hombres políticos, estrategas, generales, oradores, y muchas veces, hasta emprendedores, profundamente integrados en el tejido socioeconómico de sus sociedades. Personas, para decirlo con otras palabras, que antes de ser tomadas en serio por escribir, se las tomaba en serio, y eran evaluadas, por haber tomado parte en la vida pública. Bueno o malo que pudiera ser, éste era el sentido común.

El resultado fue un monolito construido por muchos – la historia griega ha sido transmitida hasta nuestros días, la que todavía hoy conocemos – que, sin embargo, no fue destinado a quedarse inmóvil para siempre, por la simple razón de que también los ojos curiosos tienen todo el tiempo que quieran para empezar a investigar. Y de esa historia, no por casualidad, todavía hoy se discute, todavía hay divisiones. Después de dos mil años. De modo que no existe un non plus ultra, un techo máximo y ni siquiera, hay que añadir, la historia es cosa de agrimensores.

Pensábamos que después de 70 años, la II Guerra Mundial se podría resumir en un folleto en la entrada de los museos

Lo prueba el hecho de que, a pesar de que ya estamos inmersos en el tercer milenio, a pesar de haber archivado varias ideologías de diferentes marcas y contenidos, las cuales se han sustituido por otras (quizás mucho más eficaces), los grandes y tremendos eventos del “siglo breve” aún hacen oír su voz asfixiante, arrojándonos un montón de preguntas a las cuales millones de páginas históricas, diplomáticas, literarias, judiciales, aún hoy en día, no pueden encontrar una respuesta definitiva.

Nos habrían convencido haciéndonos creer que, después de 70 años de la conclusión de la II Guerra Mundial, las piezas estarían tan inmóviles como para poder recoger lo que pasó en un breve esquema, tanto que se podría poner en un folleto en la entrada de los museos. Las cosas no son de esa manera.

Nos lo ha confirmado la lectura de un libro muy documentado y por momentos angustioso, de título Bombardear Auschwitz – subtítulo Por qué se habría podido hacer y por qué no se ha hecho– del historiador Umberto Gentiloni Silveri, recién publicado por Mondadori. El hilo de la investigación, que pertenece a una corriente del final de los años 70, está todo concentrado en el subtítulo.

El proceso de Nuremberg, y otros menores que siguieron a éste en otras ciudades de Alemania, la captura de Adolf Eichmann en 1960 en Argentina y el consecuente proceso en Jerusalén, que concluyó con su ahorcamiento en 1962, precedieron la apertura de los archivos de Occidente y de otros países del otro lado del telón de acero. Y de grandes secretos en curso, de búsquedas de razones ocultas que no quieren morir, negacionismos incluidos, ya no deberían existir.

El material fotográfico y fílmico ha sido publicado y no son solamente algunas películas y documentales. Los testimonios de los supervivientes han circulado mucho, alcanzando una buena parte de la opinión pública mundial. El holocausto – palabra que los judíos rechazan, sustituyéndola con la más apropiada shoah- ha sido desentrañado en lo que respecta a la ferocidad y la conducta bélica criminal de los nazis. Lo que fue el nazi-fascismo ha sido ampliamente explicado y expuesto ante de los ojos de millones de personas que entonces no estaban presentes, pero que lo supieron más tarde. Sin embargo, las preguntas del libro de Gentiloni no son plumas ligeras que se lleva el viento. Y ahí se quedan.

Los americanos y los ingleses y los rusos también, por lo menos dos años antes del final de la guerra, quizás tres, ya sabían en qué se había convertido el fenómeno de concentracionismo nazi. Y, añadimos nosotros, también lo sabía el Vaticano que, a través de la Cruz Roja, favoreció la huida hacia Sudamérica de los jerarcas nazis que habían conseguido salir de Alemania. Habían sido localizados los “lager” diseminados por Europa. Hasta habían sido fotografiados por algunos de los bombarderos aliados que habían superado la cortina de las esferas que los alemanes colocaban en lo alto con la intención de ocultar los campos de concentración. Con el consecuente envío de despachos y fotos del resultado de aquellos viajes hacia los comandos militares.

Bombardear Auschwitz habría significado eliminar de un solo golpe víctimas y verdugos

Se sabía, además, de la existencia de la red ferroviaria que se desarrollaba desde los Balcanes hasta el corazón de Europa, con destino “Auschwitz” y otros. Quien tenía que saber, sabía. Pero a pesar de que la cantidad de información siguiera al mismo ritmo que el desarrollo del conflicto, aquel centro neurálgico de la operación de limpieza étnica decidida por Hitler fue dejado intacto.

¿Por qué? se pregunta Gentiloni. Resume, de manera muy articulada, las diferentes respuestas que derivan principalmente de los americanos.

La primera es que bombardear significa eliminar de un solo golpe víctimas y verdugos. Que, aunque en caso de éxito, nada impediría a los alemanes, de aquel momento en adelante, exterminar a los judíos y sus compañeros de tragedia, directamente en sus países de origen, a través de fusilamientos en masa. El aparato bélico aliado quería el fracaso del enemigo en el campo, con el despliegue de una estrategia que en aquel momento tenía otras prioridades, otros objetivos. Pero, al mismo tiempo, Gentiloni pasa la palabra a los judíos supervivientes, casi una voz contraria a las tesis defensivas de quien no supo o no quiso intervenir. Una palabra que por décadas ha sido una palabra de condena para los aliados, que prefirieron no ver el mal donde estaba más concentrado y visible.

Para que la verdad consiga abrirse camino es necesario que “los demás” la quieran escuchar

Las últimas páginas de Bombardear Auschwitz están dedicadas a las increíbles vicisitudes del libro de Primo Levi, Si esto es un hombre, que ningún editor de la posguerra quiso publicar. Se consideraba un libro no verídico, el libro de un “mentiroso”, como declaró la Asociación de los escritores soviéticos, explicando el rechazo de la publicación en territorio soviético de esa manera: “El lager no era aquel lugar de sufrimiento y resignación de los internados, sino un lugar donde se llevaba a cabo una heroica resistencia del proletariado prisionero”. En Italia, sin embargo, a lo largo de treinta ediciones, la Historia de la Literatura Italiana de Natalino Sapegno, a diferencia de los soviéticos, no dio ningún tipo de explicación, limitándose a no incluir nunca el nombre de Primo Levi entre los autores italianos.

En fin. Posible moraleja: decir la verdad no es suficiente. Que emerja con fuerza tampoco. Ni siquiera es suficiente que esa verdad tenga testigos. Para que la verdad consiga abrirse camino es necesario que “los demás”, cuando la oyen, la quieran escuchar, ver, hacerla propia. Si eso no ocurre, por la razón que sea, se corre el riesgo de que hasta los hombre más sinceros sean condenados, en el mejor de los casos, a ser predicadores en el desierto; en el peor, a ser definidos “locos” y “mentirosos”. En este sentido, desde los años del nazismo, la historia no ha cambiado mucho. Y también en Italia algo sabemos.

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