Crítica

El charlatán

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 6 minutos
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Gamal Ghitany
La llamada de poniente

Género: Novela
Editorial: Alianza
Páginas: 486
ISBN: 978-84-2069-161-9
Precio: 20 €
Año: 2000 (2014 en España)
Idioma original: árabe
Título original: Hatif al maghrib
Traducción (del francés): Elena M. Cano / Íñigo Sánchez Paños

El título se podría traducir como “El teléfono de Marruecos” pero no, ésta no es la intención. Hatif es una antigua palabra árabe que hace referencia a una voz interna que escuchamos, y si no se hubiera intentado recuperar el bello término para el aparato de telecomunicaciones que todo el mundo árabe sigue llamando tilifún, salvo los formalitos, tal vez hoy pocos lo conocerían.

El egipcio Gamal Ghitany ha escrito todo un homenaje al término: es el McGuffin que guía al protagonista desde su Cairo natal a través de los desiertos hasta el País de Poniente. Que es como se llama Marruecos en árabe. Pero los traductores de la versión francesa, en la que se basa la española, decidieron dejarlo en un misterioso Poniente. Con cierto criterio, porque si bien el Cairo de la partida es una ciudad real, descrita con su nombre y sus palacios, el destino del caminante se queda mucho más difuminado, reducido a un país de habla árabe a orillas del océano donde se bebe té con hierbabuena.

No hay la menor pretensión de configurar un lugar o una época determinada

Lo que hay en medio es pura leyenda. Una especie de recreación de un ambiente de mil y una noches, sin la menor pretensión de configurar un lugar o una época determinada. Incluso, si hacemos caso a las notas a pie de página sobre los palacios cairotas mencionados, oscilando en un imposible periodo entre la Edad Media y el siglo XIX.

También la estructura narrativa es fiel a la tradición milyunanochera: una narración marco, ofrecida por el escriba magrebí que consigna las aventuras del Extranjero según éste las relata. Con un poco de cinismo se podría decir que un charlatán llegado de la nada aprovecha la credulidad de los cortesanos magrebíes para recibir una excelente atención en palacio, vendiéndoles las mayores trolas imaginables. Pero no hay cinismo ni sonrisa socarrona en el libro: al lector se le pide que se lo tome todo en serio.

Es lícito. Pero es pesado cuando -sobre todo al principio – el autor se dedica a enumeraciones recargadas de mercancías o especies de aves, en este pegajoso estilo tan oriental que parece ser la única manera de que te tomen en serio las editoriales europeas si tienes un apellido de por ahí abajo; miren, si no, el Arquitecto de Elif Shafak.

El libro está salpicado de escenas que rayan lo erótico, muy en el estilo de las mil y una noches

En general, parece, las editoriales europeas se toman más en serio a los escritores de por ahí abajo si producen gruesas novelas históricas, cargadas de descripciones de sultanes y caravanes. Es lo que se espera de ellos. En este sentido, Gamal Ghitany ha acertado a la perfección: cumple la función del exótico narrador árabe con camellos en la portada.

Pero en una road movie en caravana por el desierto siempre se arrastran los pies un poco más que en una de moto por el highway 66: no todo escenario se presta igual para hacer aparecer y desaparecer personajes misteriosos en una secuencia sin arco narrativo, sin ese muelle que tensa la recta entre planteamiento y desenlace. Es decir, sin desenlace.

¿Cuáles son estas aventuras? queda por preguntar. Se dividen esencialmente en dos bloques: una estancia en un oasis que luego resulta que no existe – ya se daba cuenta el lector de que era harto inverosímil– , asediado por un ejército inmóvil aún mucho más inverosímil… y una temporada de señor supremo de la Comarca de las Aves, aparentemtente el país más feliz (y más inverosímil) del mundo.

En el oasis, esencialmente el Extranjero encuentra a la mujer de su vida, y no digo el amor de su vida, porque para mí, el amor es algo más que la fascinación por el sexo de una joven. El libro entero, por cierto, está salpicado de escenas que rayan lo erótico, muy en el estilo de las mil y una noches: lo suficiente como para producirle calores a un adolescente, no tanto como para ser quemado por la comisión de la virtud de Al Azhar.

¿Por qué abandona uno a la mujer de su vida? No busquen una respuesta psicológica, humana, literaria: simplemente está La Voz. Y ya. Dije arriba que la voz era el McGuffin. No es correcto porque un McGuffin es algo que incita el interés del lector, haciéndole creer que existirá un nudo. La voz es más bien un deus ex machina reiterado: cada vez que la road movie tiene que continuar sin que el protagonista tenga motivo para ello, se le hace intervenir. Cómodamente. Pero una road movie sin un motivo es una estafa.

Me quedaba la esperanza de que la parte en la que el extranjero llega a ese país utópico de las aves y se le convierte en rey, al menos contenga alguna alusión al conflicto que trae consigo todo poder absoluto. ¿Se puede leer esta parte como una especie de sátira en clave de los dictadores árabes, convertidos en señores absolutistas, las más de las veces, por las vicisitudes de un consejo militar cualquiera, sin méritos ni motivo?

Prohibir la caza de saltamontes verdes y decretar la de los amarillos es un chiste

Difícilmente: para eso, Ghitany tendría que haber dibujado – ¡y explicado! – una curva de caída del protagonista en la corrupción, la arbitrariedad, la violencia, aspectos que han caracterizado a todos los dirigentes absolutistas. Prohibir la caza de saltamontes verdes y decretar la de los amarillos es un chiste.

Es en esta parte, con el protagonista convertido en señor absoluto, pero sometido a unas normas a las que no puede sustraerse, donde más se evidencia la falta de voluntad del escritor de ir más allá del entretenimiento orientalista: someterse a una operación quirúrgica que fuerza a la sonrisa eterna, como condición ineludible para seguir siendo ese señor, podría ser materia para un relato corto inolvidable, en la línea de Zweig. Pero si el protagonista no se lo plantea, si sólo piensa en la próxima adolescente que le traerán a la cámara, no hay relato. Ni novela.

Puede mantener el narrador esa sonrisa forzada cuando cuenta sus aventuras al escriba. No sabemos si creerle: no es más que un charlatán.

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