Crítica

De África a Arcadia

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 5 minutos

Ángel Petisme
El faro de Dakar

Género: Poesía
Editorial: Renacimiento
Páginas: 110
ISBN: 978-84-1698-142-7
Precio: 14,90 €
Año: 2017
Idioma original: español

 

Entre la fauna que por motivos de trabajo se fue a vivir a África en algún momento – periodistas, cooperantes, tal vez hasta empresarios – corre un concepto que en francés llaman Mal d’Afrique: una necesidad abrumadora, casi física, de volver a este continente, cuando uno lleva un tiempo de regresa en la pequeña Europa. Dicen que te contagias – no a todo el mundo le pasa – y ya no puedes dejar, el resto de tu vida, pensar en África. No sé qué será: los ritmos de tambor, los olores quizás, un sentido de jungla, lo que en el arte se ha llamado respetuosamente lo primitivo (del latín: lo que estuvo primero). No lo sé porque a mí no me ha pasado.

Quienes padecen el Mal d’Afrique sueñan con vivir siempre ahí abajo. Pero no porque se hayan integrado en el paisaje, lo sienten suyo, hayan encontrado su lugar. Lo que les fascina es precisamente sentir lo ajeno, lo desconocido, incomprendido, inabarcable, la frontera mental imposible de cruzar. La magia es magia porque no se entiende.

Por eso dicen África, y no Senegal, Camerún o Malawi: lo ajeno no tiene matices. Hablamos de los países al sur del Sáhara, por supuesto: los del norte son parte del Mare Nostrum.

El faro de Dakar, poemario del músico Ángel Petisme, es un florilegio de este sentir. De Tombuctú a Nairobi y Accra, del monte Gurugú al Cabo de Buena Esperanza. Tiene en ciertas partes la frescura de un diario de viajes, apuntes lanzados al papel cual acuarela hecha al amanecer, antes de que se borre la luz sesgada. Un pescador deposita en mi mano / un cangrejo gigante azul…. (Cap Skirring).

¿Una sociedad feliz, autosuficiente en su solidaridad, su hospitalidad, su sabiduría ancestral?

Hay muchos poemas que transmiten esa fascinación por lo incomprendido, diferente, lejos de televisores y wifi. Pero – y esto no es más defendible por ser mal de muchos – a menudo, demasiado a menudo se deslizan hacia una admiración acrítica, convierten África en Arcadia: una sociedad feliz, autosuficiente en su solidaridad mutua, su hospitalidad tradicional, su sabiduría ancestral. En la línea de la imagen esforzadamente ingenua que Javier Fesser convierte en argumento (falaz) en su cortometraje Binta y la gran idea: la sociedad ‘africana’ es inherentemente más sana y más afortunada que la fría, inhóspita, de Europa, donde nos han robado el alma con selfies.

Claro, por qué uno se encuentra luego a estos mismos africanos en el Gurugú, dispuestos a poner en el tablero la vida entera para entrar en esa infeliz Europa, eso debe de ser otro de los misterios inexplicables de África. El poeta se limita a prestarles su voz, sus palabras, a denunciar el terrible drama de la inmigración clandestina.

Eso es ya una marca de fábrica de Ángel Petisme, el heraldo de las causas que quedan por ganar. Desde el No a la guerra de Iraq – en alguna marcha de entonces nos cruzamos por primera vez, creo recordar – hasta Palestina y y el Sáhara: nunca ha dudado en acudir, armado con su guitarra y su incansable alegría, su en-canto en el mejor de los sentidos, a las trincheras: Bagdad, Ramalá, Tinduf.

Sí, los campamentos saharauis tienen también derecho a un cameo en el poemario que nos ocupa: Habladme en hasanía, hombres azules / con el tiempo en las manos… Es fácil dejarse atrapar por el encanto sencillo del desierto, por los Cuentos de los abuelos al calor de la hoguera… y es fácil no recordar que son estos hombres, estos abuelos, quienes tienen secuestradas a decenas de Malomas cuando ellas se niegan a seguir el dictado de la tribu. Esta es la otra África – también de Gambia hasta Etiopía –, la cara oscura de la Arcadia del poeta, la que no ilumina el Faro de Dakar.

Pero Ángel Petisme no sería el poeta que es y, sobre todo, el gran viajero que es, si no hubiera sabido plasmar también, lejos de toda reflexión arcado-maldafricana, instantáneas en verso, sobreexpuestas o subiluminadas, en todo caso directas, impresiones crudas. La Johannesburgo de los matones de 19 años (Sin sentimientos), las chatarras de Accra (Cementerio de Agbogbloshie), incluso el retrato de esa otra fascinación de África, la sexual destinada a las europeas (Djambo). Son fogonazos, bosquejos con el valor de lo vivido sin pensar.

Porque cuando África se intenta pensar, como si fuera un país, nos puede ocurrir lo contrario de lo que le pasó a Rimbaud: que el poema acabó siendo mejor que el poeta, como lo resume el propio Petisme (Doce años en Abesinia) con un verso de Charles Simic. Porque, y de eso no cabe duda, Ángel Petisme es bueno.

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