Opinión

Desnudos en la Semana Santa

Alejandro Luque
Alejandro Luque
· 6 minutos

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La cosa no pasaría de ser una anécdota más o menos cutre, si no fuera por lo que hay detrás. Ocurrió hace unos días, en plena Semana Santa sevillana. Al paso de una cofradía, en el momento supremo de emoción y fervor, la muchedumbre reparó en dos señores que se asomaban al balcón, tan desnudos como habían venido al mundo, para contemplar el espectáculo.

¡Desnudos! Las reacciones no se hicieron esperar: comentarios indignados, críticas feroces en redes sociales, y cómo no, el periódico de mayor tirada de la ciudad haciéndose eco del escandaloso incidente, aunque matizando que solo se mostraban los torsos al descubierto. Una falta de respeto, una desvergüenza, una ordinariez, una ofensa para todos los que allí se encontraban. Y un ultraje para la virgen o el cristo que circulaba en ese momento por el barrio.

La cuestión viene a sumarse a un debate que viene de largo, y que se refiere a la conveniencia de vestir bien el domingo de Ramos. De estreno, como se nos decía de niños, o usado, pero vestir bien. Y sobre todo vestir. Con patente para condenar, claro está, a todos aquellos que lo hagan con desaliño y chabacanería, conceptos que casi siempre van asociados a los centímetros de la piel que se muestren en según qué momentos: escotes pronunciados, hombros vistosos, torsos hirsutos, piernas al descubierto, por no hablar de esas grotescas formas que algunos revelan al agacharse, allí donde la espalda pierde su casto nombre…

Se condena el desaliño, concepto casi siempre asociado a los centímetros de piel que se muestran

La Semana Santa sevillana empezó pidiendo sitio, ocupando cada vez más espacio público. Durante todo el año, los vecinos pueden ver su calle cortada cualquier noche por el ensayo de un paso, o comer en su restaurante favorito rodeados por las notas de una banda de corneta y tambor que prepara su repertorio. En las vísperas de la fiesta, la instalación de los palcos y sillas puede condicionar su ruta en cualquier momento. Y durante estos días, es prácticamente imposible transitar por el centro de un modo mínimamente normal, hasta el punto de que, si ha quedado usted para cenar, tal vez le resulte imposible alcanzar la plaza en la que se ha citado, asediada por cofradías en los cuatro puntos cardinales, y deba volver a su casa a ver qué tiene en la nevera, y conformarse con telefonear a sus amigos, a ver qué tal la están pasando.

Bueno, todo esto es conocido y hasta aceptado. “A quien no le guste, que no vaya”, escribía hace poco un colega de la prensa local. Aunque sería más sincero afirmar “a quien no le guste, que se vaya”, que salga de la ciudad, que por otro lado es lo que hacemos muchos, vista la animación de la estación de Santa Justa y el aeropuerto de san Pablo. Lo que no habíamos visto hasta ahora, que se sepa, era la proscripción de andar por casa, en tu propia casa o en aquella que te hayan prestado para las vacaciones, como mejor te plazca.

Los modernos proscriptores pretenden no solo subrayar que a la calle se echa uno con uniforme de devoción (traje y corbata para ellos, tobillos cubiertos y mangas largas para ellas), sino que también en el ámbito privado hay reglas que observar. Y dichas reglas no solo atañen a los creyentes, sino a toda la comunidad que se vea invadida por la oleada de devoción de estas fechas, como se nos pedía a todos los vecinos del centro que engalanáramos nuestros balcones, fuéramos cristianos o no, y a ser posible dejáramos caer pétalos desde ellos al paso de las imágenes barrocas.

Gana terreno el neopuritanismo: no a los pezones, no a la piel desnuda, no al cuerpo

Más allá de las particularidades específicas de la capital hispalense, temo que esté ganando terreno y adeptos esa ola de neopuritanismo que nos invade, rampante y censor, encubierto bajo la capucha del respeto a las creencias y a la convivencia, y que afecta por igual a los pasos de las cofradías (a las que el nuevo gobierno autonómico conservador ha aumentado las subvenciones, dicho sea de paso) que a las playas, a las pinturas de los museos que a los perfiles de Facebook: no a los pezones, no a la piel desnuda, no al cuerpo.

Imagino que ni siquiera los más enceguecidos penitentes creerán de veras que la divinidad encarnada en una talla del siglo XVII pueda estremecerse de modo alguno ante dos tipos sin camisa asomados a una ventana. No, evidentemente se trata de observar la humana obligación de recato en una fiesta que es precisamente exhibicionista por naturaleza, y más en estos tiempos, donde los penitentes se hacen selfies con capirote y todo, y hasta los costaleros que van ocultos bajo los pasos se permiten ocasionalmente salir a mostrar sus torturados músculos.

Pero no está tan lejos la época en la que el desnudo formaba parte de muchas procesiones, sin tanto aspaviento. En su bellísima Sicilia paseada, el maestro Vincenzo Consolo recordaba los grupos numerosos de jóvenes que, en varios pueblos de la isla con “un ramo de flores en la mano, la cabeza cubierta por un pañuelo de seda, una banda roja que cruza el pecho, otra que ciñe las caderas, cintas ajustadas en los brazos”, salían desnudos como el santo al que veneraban y acababan irrumpiendo en la iglesia, echando al Santo las flores a la cara, danzando a su alrededor, besándolo y vitoreándolo.

Desnudos quedaban también los niños alzados en brazos, y desnudos iban también niños y mayores “en la fiesta de Santa Ágata en Catania, en la de los Santos Alfio, Cirino y Filadelfio en Trecastagne, en la procesión de los cerauli, los encantadores de serpientes, por la fiesta de San Pablo en Palazzolo y en Solarino, en la fiesta de San Conrado en Noto…”

Y recordaba Consolo que así fue hasta que estos devotos fueron cubiertos por calzones y camisas blancas por los párrocos locales, “merecedores de pasar a la historia como el Brachettone del Juicio Universal de Miguel Ángel”. Hoy, muchos aspirantes a ser los nuevos Daniele da Volterra se empeñan en taparnos a la menor excusa. ¿En qué momento creíamos que nos habíamos librado de ellos para siempre?

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