Opinión

Caprichos del ramadán

Soumaya Naamane Guessous
Soumaya Naamane Guessous
· 21 minutos

opinion

Casablanca | 2011

 

A mí me encanta el ramadán, pero después del atardecer. No antes. El hambre es terrible. Soy muy débil, no soporto pasar hambre.

¡Qué duro es escuchar a mis intestinos tocar una sinfonía de quejas! Lo ideal sería que me quedaría dormida todo el día para despertarme justo al atardecer. Pero mis jefes en el trabajo son inhumanos; deberían pensar en convertir el ramadán en un mes de vacaciones. Incluso cuando se trabaja, el rendimiento es nulo. Mira la cara de los pobres empleados; dan pena. Escritorios desiertos, ocupados por algunos autómatas programados para responder de forma indefinida y a duras penas: «Vuelva usted mañana» o «No está ahora, estará aquí mañana».

Si muestras impaciencia, te llaman al orden: «¡Pero es ramadán! No me molestes más, estoy ayunando». No hay manera de pedirles que se centren en tus preguntas o en tu acta; sus mentes van a otra parte, están ocupados componiendo el menú de ftur y fantaseando con sus deseos culinarios. Sobre todo, no levantes la voz para expresar descontento. El ramadán es el mes de la tolerancia. No lo olvidemos. Los empleados más inteligentes colocan una chaqueta sobre su silla: «Acaba de salir, ahroa vuelve». La espera es larga, y a veces en vano: «Regrese mañana, debe haberse retrasado en una reunión». Otros irrumpen en la oficina por unos segundos, con una alfombra de oración bajo el brazo, para hacer ver que se habían ido a rezar.

Justo en el mes de dominar los apetitos de la carne, se desatan los deseos y caprichos

La actividad económica se frena, o incluse se reduce a cero. ¡Sólo prospera el sector alimentario! ¡Qué angustia le entra a la gente cuando se acerca el ramadán! Cada uno tiene sus preocupaciones. Los pobres: «El presupuesto de ramadán supera nuestros medios». Los que son más o menos ricos, lamentan diciendo: «Demasiado gasto». Los adictos al café y al té se lamentan: «Es difícil comenzar el día sin combustible». Los esclavos del tabaco se quejan: «Me estoy quedando ciego sin mi dosis de nicotina». Los aficionados al bar se lamentan de lo que dura el tiempo en el que no se debe consumir alcohol: «¡40 días antes, 30 días durante… y 10 días después!”

Sean ricos o indigentes, los cabeza de familia se deprimen: el ramadán es el mes de las qsarat, las noches que comienzan en el ftur (la ruptura del ayuno al atardecer) y se alargan hasta muy tarde. hasta el final de la noche. De ahí las dificultades financieras: «Que te inviten es bueno, ¡pero recibir invitados es una ruina!»

Ramadán es el mes en el que los más modernos vuelven a la tradición. Pensamos en los diversos atuendos de gala. Los diseñadores sí que están felices. Es el momento de los desfiles: se cambia o se completa el vestuario. Compiten chilabas, kmiss, caftanes… Las mujeres cambian sus trajes de sastre por el vestido tradicional. Los hombres dejan la chaqueta y la reemplazan por chilabas, farayas, chamires, yabadures… En ramadán, todo el mundo se reconcilia con su cultura.

Quienes más se lamentan son las pobres amas de casa: «¡Una tortura!” Justo en el mes de dominar los apetitos de la carne, se desatan los deseos. Impera la comida. Todo lo que uno tiene alrededor se convierte en comida. Toda la ciudad se transforma en un mercado de comida. Los comerciantes ambulantes, omnipresentes, pasean comida por los callejones; las casas tienen forma de comercios de comida, las aceras rebosan de comida. El aire se hace comida. Una pregunta para los ecologistas: ¿han pensado en la contaminación causada por el mes de ramadán? El oxígeno se convierte en aceite quemado, mezclado con el olor a perejil y apio que se escapa de las ollas de harira. ¡Todos los marroquíes se convierten en una Choumicha en potencia!

¿Cómo manejar toda una tribu hambrienta con más antojos que una mujer embarazada?

Sólo hablamos de comida; es imposible iniciar una conversación sin desviarse a las preferencias culinarias, recetas, menús, programas de comida, escenarios de comida, direcciones de comida, consejos de no se lo digas a nadie, pero la comida… Las amas de casa se transforman en máquinas de alimentos. Su familia, en molinillos de comida. En el mes de dominio de los deseos, cada miembro de la familia se convierte en un tirano, cegado por sus apetitos. Ni el ordenador más inteligente podría acudir en ayuda de las criadas. ¿Cómo manejar toda una tribu hambrienta con más antojos que una mujer embarazada?

Ramadán es el mes en que la familia se reúne; recibir a los invitados es una pesadilla. En ramadán, las criadas cotizan en la bolsa de valores de las intermediarias, las smasria, esclavistas de los tiempos modernos. Ellas huyen de los hogares y de la explotación intensiva. Ningún programa se adopta con unanimidad. Hay que alimentar los vientres generosamente y con delicadeza, manejar las susceptibilidades para garantizar la satisfacción, si no, el creyente se vuelve agresivo.

Ramadán, mes de caprichos y exigencias. De ahí la utilidad de multiplicar los escenarios de comida. La mesa está dispuesta según los deseos de cada uno; pero todo el mundo se apresura para ocupar el lugar más estratégico, se pone en guardia, espía a los demás. La cuenta atrás. ¡Tres, dos, uno, ya! Splash! Inmersión colectiva en vaso, tazón, plato. Se instala un silencio religioso.

Ramadán, el mes de las quejas a las amas de casa. El padre, como buen musulmán, ha decretado que debemos romper el ayuno con un sorbo de agua y dátiles, conforme a la tradición del profeta. Aunque lo proclama en voz alta, no se le escucha. Porque, en este mes sagrado, surge el individuo. ¡El desorden! ¡El caos! En un mismo hogar hay personas sedientas que rompen el ayuno con un ligero zumo de fruta y otros que lo prefieren pesado y cremoso. Algunos quieren zumo de naranja, otras quieren añadir un plátano. A otro no le gustan los plátanos y quiere manzanas. El padre no soporta la acidez de las naranjas, quiere un zumo a base de leche para fortalecerse con aguacate, almendra, manzana o plátano.

Una vez que estamos de acuerdo respecto a la naturaleza de la fruta, surge la cuestión de la temperatura. A mí me gusta a temperatura ambiente, las bebidas frías me dan dolor de estómago. Tú has tenido sed todo el día y has soñado con un zumo fresco. Yo quiero un zumo de frutas, pero ahora mismo.

Yo no quiero huevo. No me impongas tus gustos. Yo también ayuno

Pero no a todos les gustan los zumos pesados. Necesitan comenzar con leche fría, pero no natural. Algunos la quieren con azúcar. Otros, con agua de azahar y por qué no con una yema de huevo fresca y canela, para levantar los corazones debilitados. Yo quiero romper el ayuno con leche caliente sin azúcar. Tú la quieres caliente, un poquito dulce. De hecho, depende de tu estado de ánimo, a veces la necesitas muy dulce. El otro quiere leche caliente, poco dulce, apenas manchada por una gota de café. Ella quiere un vaso sin azúcar, mitad leche, mitad café. Ustedes prefieren la leche caliente, muy dulce, con café fuerte, para resistirse al sueño. Ellos quieren una gota de leche caliente, un punto dulce, con mucho café, pero un café muy ligero, si no, les da insomnio. Pero a mí no me gusta la leche fresca, prefiero la leche en polvo, es menos grasa. A mi hermano no le gusta la leche fresca ni la leche en polvo, sino la leche concentrada; le recuerda los viejos tiempos cuando la tomaba en biberón. Mi padre hace que la leche se la lleve un granjero. Piensa beber leche pura, recién sacada de la ubre de la vaca. Mi madre odia esta leche antihigiénica. Pero no le dice nada a mi padre por miedo a enfadarlo.

Tú quieres romper el ayuno con café templado para tragarlo inmediatamente, mientras que el otro está indignado: «El café se bebe muy caliente». Yo prefiero empezar con la harira. Pero quiero que sea ligera para evitar los gases. Tú la quieres ligera, con un huevo escalfado. Yo no quiero huevo. No me impongas tus gustos. Yo también ayuno. Tú eres un adepto del hormigón armado: quieres que tu harira sea pesada; si no, te enfadas. Tú dices que si no, no es una harira, sino agua con albórbolas. Tú la quieres espesada con garbanzos y lentejas y cuando metas la cuchara, quieres pescar los trozos de la carne del fondo. Solo piensas en ti. Tras el paso de tu cuchara no hay más carne en la olla. Los demás protestan, a ti no te importa. Mi padre: «Dejadlo ya u os echo de la mesa”. Mi madre odia las rabietas de mi padre. Ella deja de comer.

Mi otro hermano quiere encontrar un hueso lleno de tuétano, que asco… El tuétano me pone enferma y si lo veo flotando en mi tazón, me voy de la mesa. Mi madre se enoja y entona su canción de siempre: «Paso mi día ante los fogones para satisfaceros y cuando me siento para comer, es un infierno». Entonces, ella también deja de comer. ¿Por qué se enoja? Le bastaría con no meter huesos en la harira, y que se queje mi hermano si quiere. Al otro degenerado no le gusta la harira. Prefiere la chorba, sin consistencia, sin fécula, con un puñadito de arroz y un toque de hierbabuena fresca y goma arábica. Tú eres más bien exótico y si la chorba no huele a azafrán, tú te la bebes entre protestas.

Mi abuela no tiene dientes y mi madre la pasa por la licuadora. La sopa, no la abuela.

Papá es más complicado. No bebe harira ni chorba. Le gusta la hasuwa con sémola o cebada, bañada en leche, aromatizado con tomillo. A mí me encanta la hasuwa pero odio el tomillo. Entonces, mi madre pone el tomillo sobre la mesa y mi padre lo pone en su tazón, pero no está contento. Le parece que el sabor no es tan fuerte como si el tomillo se hubiera echado durante la cocción. Mi hermana adora la hasuwa, pero con poca leche y algunas semillas de anís. Mi madre lo pone en la mesa, pero mi hermana no está contenta. Le parece que el sabor no es tan fuerte como si el anís se hubiera metido durante la cocción.

Espera. ¡No he dicho lo mejor! Mi abuela materna pasa la mitad del ramadán en casa. A ella no le gusta nada. Para no frustrarla, mi madre prepara harbal, esta sopa de trigo machacado, cocido en leche, perfumada con agua de azahar y endulzada con miel. Mi abuelo materno es diabético. Nada de harbal dulce. Mi madre coloca la miel en la mesa. Mi abuela no está contenta. El sabor no es tan fuerte como si…

Mi hermano menor tiene gustos modernos y una salud frágil. Mamá le sirve una sopa china con fideos, camarones y setas. Mis abuelos paternos tienen una digestión pesada. Cuando están en casa, mi madre les prepara una sopa de verduras. Mi abuelo lo toma sin sal por su exceso de albúmina. Mi abuela lo toma salado. Mi madre coloca la sal en la mesa. Pero mi abuela se queja. Le parece sosa porque se ha cocinado sin sal. Mi abuela no tiene dientes y mi madre la pasa por la licuadora. No a la abuela sino a la sopa, jajá. Mi madre está tan nerviosa que sueña con pasar a su familia por la licuadora. Está loca.

Mi hermano mayor, deportista, odia las grandes comilonas. Rompe el ayuno con el té. ¡Qué gruñón! Mi madre se lo sirve en su habitación, si no, se irrita. ¡Demasiado mimado, el chico! Mi cuñado me pone enferma. Un salvaje. Para él, el ftur es un tayín, cocinado sobre carbón, por favor. ¡Un paleto! Mi hermana no dice nada. Yo le habría tirado el tayín a la cara, para que se harte. Mi marido es civilizado. Rompe el ayuno con un tayín de khli‘, bañado en grasa, con cuatro huevos de codorniz. Estos diminutos huevos afrodisíacos. Qué lindo mi marido. Solo grita si los huevos salen duros. Le gusta el líquido amarillo que se mezcla con la salsa.

Ella se ha pirado a La Meca para huir de su marido: se vuelve violento cuando está ayunando

Tú te pasas todo el día soñando con un huevo de granja, por favor. Pero a cada uno le llega su huevo. Hay quienes lo quieren frito, con la yema intacta, otros lo quieren escalfado, con sal y comino, otros, con sal y pimentón o pimienta. Algunos quieren la yema dura, otros suave. No a todos no les gusta el huevo frito en mantequilla, algunos solo lo comen si se fríe en grasa vegetal. Hay amantes del aceite de oliva y gente con el hígado frágil que lo quieren sin grasa.

Mi tío, soltero empedernido, come en nuestra casa durante este mes de generosidad. Le encantan los huevos pasados por agua pero líquidos, para mantener su virilidad. Yo solo me como mi huevo si la clara está bien dura y la yema, líquida. Tú lo quieres duro como tu cabeza y lo quieres pelado, pero caliente. El otro quiere su huevo duro pelado, pero frío, cortado por la mitad, espolvoreado con comino. El amigo de mi padre a menudo come en nuestra casa. Quiere el huevo duro, caliente, pero quiere pelarlo él mismo. ¡El pobre! Su mujer se ha pirado a La Meca para huir de él. Se vuelve violento cuando está ayunando. Mi madre dice que es una esposa indigna. Tiene razón. Una no tiene que abandonar al marido en pleno ramadán.

La mesa se vence bajo el peso de los distintos platos. Hay dátiles con un volumen que depende del poder adquisitivo. Higos secos, almendras crudas o tostadas, nueces, pistachos. Luego, la panoplia de azúcares: briuat con almendras. Ñam, me encantan. Pero mi padre, con su caries, no las come. Mi madre, ingeniosa, las rellena con arroz dulce, goma arábiga y canela. No se puede renunciar a la chebbakía. Mi madre la hace ella misma, para ahorrar.

Pero a mi hermano no le gusta la chebbakía ahorrativa. Se compra la suya y no quiere compartirla con mi hermana. Mi hermana se enfada y jura que no volverá a comer chebbakía nunca. Discute con mi hermano. Mi madre les grita para calmarlos, que si no, mi padre se va de la mesa. Un día, incluso le dio una patada a la mesa y la alfombra se tragó todo nuestro ftur.

Para evitar escándalos, mi madre también pone la mantequilla, la miel, el aceite de oliva y el de argán y el amlu en la mesa. Es una lástima que mi madre no prepare halwa filalia, una chebbakía deliciosa triturada, perfumada con agua de azahar, miel y mantequilla. Mi hermano, joven adolescente en potencia, se atiborra de selú. Se come un cuenco entero todas las noches desde que escuchó a mi madre decir que es afrodisíaco. Mi abuela le ruega a mi madre que le prepare zammita, que le trae recuerdos lejanos de la maternidad: se hartaba de comerla después de sus partos.

Un día mi madre agregó un poco de agua de azahar a la cuajada y mi padre montó un escándalo

Preferimos el pan de trigo blando, de sémola o de cebada. Hecho en casa o comprado en la pastelería, después de media hora de espera. Nos gusta crujiente, a la plancha o caliente y tierno. Mi cuñado prefiere el pan de miga. Mi suegro solo come qrichlat con semillas de sésamo y de anís. Pero no los de la tienda. Solo los que mi suegra hace en casa. Mi marido solo come batbut pero del fino. Mi hija mayor lo quiere espeso, si no, no absorbe las salsas.

¿Se acabó? No. Hay que pensar en los productos lácteos. A mí me gustan los yogures caseros. Mi hija menor prefiere comprarlos, dice que son mejores. Mi hijo prefiere los de las mahlabat (lecherías) hechos de manera tradicional. Mi padre solo los toma si son yaban, aquellos que mi madre hace fermentar con productos naturales. Mi hermano se enoja si no encuentra cuajada dulce. Mi suegro solo come leche cuajada, pero natural. Un día mi madre agregó un poco de agua de azahar y mi padre montó un escándalo. Ella se cabreó: había pensado que le iba a gustar. Dice que los hombres son unos ingratos. Se enoja demasiado: en el mes de la tolerancia debería controlarse un poco.

¡Por favor! No olvidáis mi queso fresco, pero que sea de cabra. Mis abuelos solo comen el de vaca, sin grasa y sin sal. A mi padre le encanta el queso. Pero si es fresco le da ardor de estómago. Él compra una bola de queso rojo en Derb Ghalef, más barato porque es de contrabando. A mis tías, este queso les parece horrible. Prefieren el de hiper, más higiénico porque es importado. Cuando nos llega, mi madre agrega camembert y ese repugnante queso lleno de moho. Es de lo más lujoso y queda muy moderno.

¡Fin del primer tiempo!

Intermedio. Las mujeres quitan la mesa, se atarean en la cocina, dejan que los hombres respiren. Las criadas no han comido. No hay prisa. Han ayunado todo el día, pueden esperar un poco más. Las odio durante el ramadán. Se ponen de morros. ¡Qué cara! Mi padre dice que le quitan el apetito y exige no verlas durante el ftur. Es mi madre la que se ocupa de servir la mesa.

Segundo tiempo: nos sumergimos en el baghrir, el msamen, los turbantes del cadí y los pasteles de todo tipo. Para mi tío, pastila pequeña, con fideos chinos. Pero su madre está indignada. Ella dice que no debemos distorsionar nuestras tradiciones culinarias.

Ramadán, mes de la diversidad

No todo aprecian estos menús. Algunos rompen el ayuno con pescado frito y pinchos a la parrilla sobre un fuego de carbón y no con la asquerosa parrilla occidental con la parrilla eléctrica. Los pinchos se comen por su olor a carbón y el humo que echan. En casa no podemos prescindir de los briuat salados. Si mi madre los rellena con carne, mi padre no los come: prefiere las gambas picantes. Mi hermano mayor no los come. Mi otro hermano exige que sean con queso, pero a mi tío no le gusta el queso. Mi madre probó con briuat de pescado, hígado de ternera, sesos, espinacas y salchichas. No hubo unanimidad. Así que varía, especialmente cuando vienen invitados. Agrega pequeñas pizzas y quiches para evitar quejas. ¡Ramadán es el mes de la paz!

Si las madres no quieren que se les agreda, necesitan desarrollar su imaginación

Los creyentes son unos bulímicos. Los más pobres se contentan con buñuelos, harcha, mahrach, batbut sumergidos en un líquido viscoso, negruzco, que recuerda vagamente la miel. A menudo, el batbut se rellena con una mezcla de grasa animal y perejil. Un día, mi abuela lo preparó para nosotros. ¡Qué escándalo!

Si las madres no quieren que se les agreda, necesitan desarrollar su imaginación. Es ahora o nunca: ayunamos solo un mes al año. Caso contrario, todo el mundo se queja: «Sólo piensas en satisfacer a tus hijos. Soy yo quien se encarga de alimentaros y mis gustos deben ser prioridad», dice mi padre. Réplica de los hijos: «No tiene por qué imponernos sus gustos, porque nosotros también ayunamos”. La protesta de algunos invitados: «Estoy mareado hoy. Ayer nos invitaron. Qué frustración: ¡La gente hace cualquier cosa! Cuando se invita en ramadán hay que tener en cuenta los hábitos de cada invitado. Es lo mínimo que se puede hacer”. Corre el té: las primeras teteras acompañan a los montones de comida, las segundas teteras aplastan la masa tragada en un tiempo récord y las terceras aseguran la digestión.

Intermedio. ¿Una tregua para las madres? ¡Qué va! Los déspotas reclaman café, té, zumos, refrescos como digestivo, acompañados de unos pocos twichyat: almendras tostadas, fekkas … Para no aburrirse mientras esperan el tercer tiempo. Luego, la horda masculina abandona la casa. Cada uno tiene sus quehaceres. ¡Las mujeres siguen preparando comidas a la carta!

Tercer tiempo: los hambrientos están de vuelta. Pero no todos. En ramadán se hace vida nocturna. Los primeros que regresan a casa quieren cenar. Los demás comerán cuando vuelvan. La cena es refinada. Ramadán es el mes del lujo: los aficionados a los platos grasientos y especiados entran en conflicto con los de los manjares ligeros. Gastronomía marroquí, francesa, vietnamita, española… Hay algo para todos los gustos. Postres abundantes, fruta que da fuerza, flan para la digestión…

Intermedio. Cuarto tiempo. Los estómagos de los peques se tragan productos lácteos antes de sumergirse en un sueño pesado. Para los demás, esto es sólo otro intermedio.

Quinto tiempo. El s’hor para los sonámbulos, convencidos de que despertarse para comer antes de la oración del alba es un acto de fe. Las criadas están agotadas; se caen de sueño: tendrán que despertarse al amanecer. Van dando tumbos por la cocina para servir una mesa donde cada esquina refleja la atención que prestan a cada uno de los deseos de los miembros de la familia. Los autómatas se levantan, devoran comida, rezan y se duermen de nuevo.

Las casas se convierten en restaurantes abiertos toda la noche; las criadas garantizan el ritmo

Las madres más afortunadas son aquellas que logran imponer un escenario de comilona a para toda la familia. Los menos afortunados se dejan manipular: «Mi marido prefiere cenar justo después de harira. Le guardo el resto de ftur para cuando regrese de la mezquita. A mi hija mayor le gusta cenar alrededor de la medianoche, después de su telenovela favorita. Mi hijo mayor sale a divertirse con sus amigos y no regresa hasta las dos de la madrugada. Está tan agotado que come de inmediato y se va a dormir. Mis nietas prefieren levantarse al amanecer”. Las casas se convierten en restaurantes abiertos toda la noche. Las criadas garantizan que se pueda mantener el ritmo: trabajan cerca de 20 horas seguidas. Habría que plantearse qué dicen los derechos humanos de esto.

Durante los intermedios, las caras se encienden, los vientres se comprimen y piden ayuda, los eructos se fusionan y se reduce la agresividad causada por frustración de los sentidos. La bulimia se apodera de una población que teme morir de hambre entre el amanecer y el atardecer.

¡Que alguien todavía se atreva a contarme que ayunar es ponerse en el lugar de los pobres! Los primeros rayos del sol y la voz del muezzin entregan platos de fchiuchat. ¡Entrega provisional! Quedará para más tarde.

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© Soumaya Naamane Guessous | Primero publicado en Femmes du Maroc · 1999 | Traducción del francés: Amine Zekraoui

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