Opinión

Las mujeres sentadas

Soumaya Naamane Guessous
Soumaya Naamane Guessous
· 11 minutos

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Casablanca | 1999

 

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“¿Profesión de la madre?” “No trabaja”, responde el alumno.

“¡Mi mujer no trabaja! ¡Ella se queda en casa!”, dice el marido.

Antaño, a las mujeres que trabajaban se las despreciaba. Mostrarse en la calle era vergonzoso. Trabajar significaba pertenecer a una clase baja. Solo las pobres se veían forzadas a hacerlo para alimentar a sus familias. Los trabajos que se les reservaban eran los devaluados: faenas domésticas, tabbaja (cocinera para las celebraciones), tayyaba en un hamán, chija (cantante popular), dal·lala (vendedora puerta a puerta), la venta ambulante a escondidas…

Hoy, el trabajo de la mujer ya no supone ninguna vergüenza, sino una necesidad, y un prestigio para las tituladas. El debate sobre la utilidad del trabajo de la mujer sigue abierto dos décadas después: ¿debemos trabajar, o no?

Este debate supone que trabajar seria ¡una elección para la mujer! Pero, ¿cuántas mujeres marroquíes han podido elegir trabajar para garantizar el sustento mínimo de sus familias? Entre las mujeres activas, probablemente no más del 2 por ciento haya elegido trabajar en aras de su bienestar personal, para ser autónomas, “para comprarse vestidos e ir a la peluquería”, que es lo que muchos hombres aseguran que hacen las mujeres. Nos olvidamos a menudo de que cerca de siete de cada diez mujeres marroquíes son analfabetas, una de cada dos en el ámbito urbano y nueve de cada diez en el rural.

La mayor parte de la población activa femenina la componen analfabetas sin formación ni titulación que se dedican al infraempleo.

¡Vayan a preguntarle a las mujeres limpiadoras de baños si ellas han elegido trabajar!

A la práctica totalidad de estas trabajadoras nunca se les ha preguntado si les apetece o no trabajar. Ellas deben hacerlo para ayudar al marido en un país donde las más afortunadas, las que cobran el salario mínimo, alcanzan un sueldo ridículo, en una sociedad devastada por la pobreza. Entre las mujeres activas hay una gran proporción que tiene al marido en el paro, están las viudas, las divorciadas y aquellas que han sido abandonadas por el marido.

En el medio urbano, una de cada cinco mujeres es cabeza de familia. Ellas garantizan, solas, el mantenimiento de los suyos. ¡Quienes están contra el trabajo femenino son unos ingenuos!

¡Vayan a preguntarle a las mujeres, sentadas en el suelo a la puerta de los mercados vendiendo verduras, o a las limpiadoras de baños, si ellas han elegido trabajar! Pregunten a las pobres que ocupan los moqaf, las aceras de los aledaños de los mercados donde se apostan nuestras madres de familia, como si fuesen prostitutas, con la esperanza de que la mirada de un o una transeúnte se fije en ellas para proponerles una jornada de trabajo intensivo a cambio de un billete de 50 dirhams.

Que aquellos a los que molesta tanto el trabajo de las mujeres pregunten qué bienestar personal están alcanzando cuando ven llegar el stafitte (el vehículo de la policía. Que les pregunten cuánto tienen que pagar, en esa corrupción cotidiana, para ganarse el derecho a vender su mercancía. A la que se niega a hacerlo se le priva de su mercancía y vuelve a casa sin tener suficiente para llenar su olla. Zmen (qué dura es la vida), se lamentan ellas. “Las dificultades de la vida me han llevado a la eddel (humillación)”.

En 1994, el 14 % de la población femenina mayor de 7 años era activa laboralmente

Esas mujeres constituyen la mayor parte de la población activa femenina. ¿Podemos hablar de libre elección? ¿Podemos preguntarnos si la mujer tiene derecho a trabajar en una sociedad que no ofrece la menor seguridad a su población femenina, la menor garantía, la menor ayuda? ¡Y aún hay quien se opone a la reforma de las condiciones de vida de la mujer! Sin olvidar que cuando hablamos de mujeres, esto implica siempre a mujeres y niños. Estoy pensando en uno de nuestros ministros, que se reconocerá. ¡Yo le recuerdo que la mejora de los derechos de las mujeres no se reduce a la noción de libertad abusiva! Sino a la libertad de mantener a su familia en dignidad, seguridad y tranquilidad. Es por esas mujeres, abrumadora mayoría de la población femenina, por las que luchan las personas y los organismos sensibles.

En el censo de 1994, el 14 % de la población femenina mayor de siete años era activa laboralmente. Conformaba, pues, el 21 % de la población activa total. Esta cifra no incluye a las mujeres que trabajan en la economía sumergida.

Hay muchas mujeres a las que no se las considera activas, pero que elaboran en casa diversos productos destinados a la venta.

En el mundo rural, en ciertos sectores, la mano de obra femenina es importante: en el subsector de cereales, leguminosas y verduras representan el 43 % de la mano de obra global. En la cría de animales son más numerosas que los hombres.

Si trabajar no es una elección, no hacerlo tampoco lo es. ¡Cuántas mujeres se quejan de no poder ganar su propio dinero con un trabajo respetable! La afirmación según la cual la mayoría de las marroquíes no trabaja por razones relacionadas con las tradiciones es cuestionable. La mayoría de las mujeres, jóvenes, mayores, alfabetizadas, analfabetas, urbanas, rurales desean “traer dinero a casa”. “El trabajo es bueno. Esto le da a la esposa al-âze (valor)”, dicen ellas. Y permite sobre todo garantizar la alimentación, demasiado frecuentemente reducida a pan y té. Una gran proporción de mujeres son “del hogar” (¡como si las demás no cuidaran del hogar!). En árabe clásico se dice ama de casa, como si la mujer que trabaja fuera no fuera también ama de su casa. En árabe dialectal decimos simplemente “Ella no trabaja”, como si no tuviera tarea ni responsabilidades. Todavía más corriente es la expresión “está sentada en casa”.

Veamos quiénes son esas mujeres sentadas. ¿Cómo viven, cómo las ven?

La actividad fuera de casa otorga valor: “Yo no puedo trabajar porque no tengo cualificación. Envidio a las mujeres que trabajan”, confiesan numerosas mujeres. En un país donde la mitad de la población es rural, donde el salario mínimo interprofesional está en los 1.600 dirhams (160 €), donde el desempleo es severo, entendemos que las mujeres desean trabajar. No es un lujo, sino una necesidad vital.

Cuando una mujer decide trabajar, a menudo se encuentra con la negativa del marido

La ausencia de cualificación es un obstáculo mayor: “No sé hacer nada con las manos, aparte la la ferraka (tabla de lavar); de lo contrario yo habría compartido el zmen con mi marido y escolarizado a mis hijos”, dice Milouda, de 36 años. Entre las mujeres sentadas, algunas ya han trabajado y vuelven al paro sin indemnización, ni paro ni pensión, sin esperanza de volver a ser contratadas. No esperan otra gracia que la de Dios. A nadie sorprende, pues, cuando una madre de familia busca trabajo en la calle. A algunas no les importa cuál sea ese trabajo, pero a menudo, el salario cubre apenas los gastos de desplazamiento: “He trabajado en una fábrica de ropa. Cobraba 600 dirhams al mes. Pagaba 270 dirhams de autobús al mes. Comía fuera por 5 dirhams (135 dirhams al mes). Me quedaban 200 dirhams. Y le pagaba 100 a mi vecina para que me cuidara a los niños. No ganaba más de 100 dirhams al mes, estando fuera de casa de siete de la mañana a ocho de la tarde”.

Si los niños son a menudo la causa de la búsqueda de trabajo, también son un obstáculo. “Cuando trabajaba lejos de mi barrio, no podía regresar a mediodía a casa. Al volver de la escuela, mis hijos comían pan seco y vagabundeaban por las calles. ¿Por qué el Estado no piensa en los pobres? Nuestros hijos deben comer gratuitamente en la escuela para permitirnos pagar los suministros escolares”.

¿No son las guarderías y los comedores parte de las demandas de esas mujeres a las que tantos describen como demasiado feministas y demasiado modernas? Con frecuencia, cuando una mujer decide trabajar, se encuentra con la negativa del marido. Entre los pobres, el marido, cuando puede elegir, reacciona con realismo: “Nuestros hijos van a sufrir por su ausencia. Ella no conseguirá más de 1000 dirhams al mes. Con los gastos de desplazamiento, no le quedará nada”. Cuando el marido es más rico, su rechazo se relaciona con la seguridad de los niños y con su propia comodidad. “Mi sueldo es suficiente. No necesito que mi mujer me ayude. Cuando vuelvo a casa, me encanta encontrarme a una mujer dispuesta a garantizar mi comodidad”, dice Aziz, 35 años, banquero.

La comodidad, la paz (arraha) son las causas principales del rechazo del marido: “Cuando la mujer trabaja, llega a casa nerviosa. La vida se vuelve infernal. Me encanta que mi mujer me abra la puerta con una sonrisa, que me sirva el té, que me ordene la ropa…”, dice un médico de 32 años. Muchos solteros hablan ese lenguaje. Pero casados, enfrentados a la dura realidad, se suavizan y esperan el sueldo de la esposa con alivio.

“La mujer que tiene ingresos propios tiene más valor. Puede enfrentarse a su marido y él la respetará»

Muchos hombres rechazan que la mujer tenga ingresos porque “se vuelve insolente”, dice Youssef, 42 años, funcionario. “Si le haces un reproche, te dice que no es tu esclava, que ella contribuye al presupuesto familiar y que es capaz, por su cuenta, de satisfacer sus necesidades y las de sus hijos. Es el marido quien se vuelve su esclavo”, lamenta Mohammed, 35 años, comerciante. “Ella tiene al marido bajo el zapato”. “Para el hombre, lo primero es el honor. ¿Cobrar de mi mujer? ¡Jamás!”, dice un jardinero de 60 años.

Esta actitud de los varones afecta igualmente a las mujeres tituladas: “Yo era institutriz y él me impidió trabajar. Me resigné porque esperaba a mi primer hijo”. Para evitar tal situación, muchos padres exigen estipular al dorso del acta matrimonial que el marido no tiene el derecho de impedir a su mujer que trabaje. A menudo se trata de hijas que ayudan económicamente a sus padres. Finalmente, muchos rechazan la idea de que las esposas se encuentren con hombres “en espacios reducidos, en despachos a puerta cerrada. Yo confío en mi mujer, pero siempre está ashaitán (Satanás). Nunca se sabe”, dice Moussa, mensajero. No es extraño oír a hombres decir que “los jefes abusan de sus trabajadoras”. “Hoy una sonrisa, mañana una caricia, ¡pasado eres el hazmerreír de todos!”, dice Mohamed, 45 años, vigilante.

Algunos hombres bien quisieran que su mujer trabaje, pero la crisis económica ha frustrado esa aspiración pronto: “He llamado a todas las puertas, pero nadie me ha aceptado, ni siquiera como mujer de la limpieza en un despacho. Sin embargo, tengo una licenciatura. Mi marido me trata de incapaz, de tahuna (trituradora) que se funde su dinero”. A veces la mujer acosa a su marido para poder “salir a trabajar”. Las más moderadas, pero sobre todo las mejor acaudaladas, establecen un compromiso: “El me asignó una paga para que deje de molestarle. Eso es lo que me permite una apariencia de autonomía”, dice Ouarda, arquitecta, 31 años.

Incluso cuando todo el salario se les va en pagar los gastos del hogar, las mujeres que trabajan fuera tienen la satisfacción de no depender de nadie. “Tengo la impresión de mendigar todas las mañanas. Le extiendo la mano. Un día, él me da el dinero con cariño. ¡Eso es porque por la noche yo había sido generosa! Otro día me tira los billetes a la cara. A veces no me hace ni caso. Me veo en la necesidad de humillarme en las tiendas para pedir que me fíen la compra”. “A veces me grita: ¡Gastas demasiado dinero! Eres un pozo sin fondo. ¿Crees que el dinero cae del cielo?”

Los conceptos de l’aaz (alta consideración) l qima (el valor) aparecen con frecuencia en el discurso de las mujeres no activas laboralmente. “La mujer que tiene ingresos propios tiene más valor. El marido la respetará. Aunque tenga un sueldo modesto, puede enfrentarse con el marido”. Tiene las espaldas cubiertas. “Él no podrá humillarla. Yo, en cambio, no puedo responderle nada a mi marido, salvo que me he destrozado la barriga para darle hijos. Y él me responde entonces que hasta los ratones y las burras saben parir”.

 

[Continuará]

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© Soumaya Naamane Guessous | Primero publicado en Femmes du Maroc · 1999 | Traducción del francés: Alejandro Luque

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