Opinión

El pecado original

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 11 minutos

opinion

 

“Soy americana y lo siento”. Estas eran las únicas palabras de árabe que sabía Kathy Kelly cuando llegó a Bagdad en 2003, justo antes de empezar los bombardeos estadounidenses. Pedía perdón por algo que no había hecho.

Recuerdo estas palabras cuando veo estos días circular una foto que muestra un grupo de jóvenes arrodillados con las manos entrelazadas por una cadena y con las palabras “So sorry” (Lo siento) estampadas sobre sus camisetas negras. La imagen corre por las redes donde se debate sobre el racismo en Estados Unidos y los disturbios provocados tras la muerte de George Floyd, estadounidense negro, a manos, o mejor dicho a rodillas, de un policía. Un policía blanco, por supuesto.

En realidad, la imagen no tiene nada que ver: es anterior a 2014 y corresponde a una ONG británica llamada Lifeline que utiliza este tipo de escenificaciones para concienciar al público sobre el pasado esclavista de Europa. Es un acto simbólico, una metáfora.

Lo peligroso de las metáforas es que hay gente que se las toma de manera literal y empieza a difundir la idea de que gente como Kathy Kelly realmente tiene la culpa de la guerra en Iraq. Por ser estadounidense y blanca. Por formar parte de un colectivo opresor. Una culpa que se arrastra por nacimiento, al igual que el pecado original de los cristianos.

No se trata de aprender a convivir sino de apartarse y lavarse el pecado original de “ser blanco”

Según esa idea —imagino que ya no se explica en el colegio en España, que nos hemos vuelto todos muy ateos—, los bebés recién nacidos no pueden ir al paraíso si mueren, no porque hayan cometido pecado alguno, sino porque cargan con el pecado que cometió Eva, sí, la de la serpiente y la manzana, y que se transmite genéticamente en toda la humanidad por los siglos de los siglos, amén. Hay que bautizarlos primero, así se limpian de un pecado que no han cometido.

A ustedes les parecerá inverosímil, pero hubo gente que se lo creía. Vistas las oportunidades de rentabilizarlo, la Iglesia católica montó un boyante negocio de vender bautizos y absoluciones. Se forró. El truco era tener lo que llaman en jerga economista un mercado cautivo: cualquier persona nacida de madre era obligada a pasar por caja, porque el pecado original venía de serie.

No sorprende que ahora algunos hayan visto la oportunidad de repetir el negocio con un mercado cautivo llamado población blanca: si has nacido blanco, dice la publicidad, tendrás que redimitirte. Te ayudarán a un módico precio organismos —en España, la antaño prestigiosa asociación SOS Racismo se ha hecho con el chiringuito— que ofrecen “talleres de deconstrucción para personas blancas”. Solo para personas blancas: “Actividad no mixta”, subraya la convocatoria. No se trata de aprender a convivir con personas de otras culturas, otras etnias, otros continentes. Al contrario: hay que mantenerse apartado para lavarse el pecado original de “ser blanco”. Lógicamente también hay talleres, charlas y actos culturales —en Francia, por ejemplo, promovidos a menudo por municipios que se consideran de izquierda— que son “no mixtos” en la modalidad de no admitir a “blancos”.

Esta separación de la humanidad en “blancos” y “racializados” (este es el término para toda persona que no arrastra el pecado original) con espacios vetados para quienes no formen parte del colectivo “racial” no solo parece racista: lo es.

¿Aislarse de un colectivo percibido como amenaza es la manera de alcanzar una armónica convivencia?

La excusa es que los “colectivos oprimidos” no pueden superar su condición de víctima en presencia del colectivo opresor. Porque ver a un blanco cerca cohíbe a un negro y lo anula, le impide desarrollar su personalidad; más o menos ese es el argumento. A usted, lectora, le puede parecer curioso que un argumento así se enarbole en Francia, donde —a diferencia de Estados Unidos— los “racializados” son personas o descendientes de personas que han ido voluntariamente a una tierra poblada por “blancos”; igualmente se puede preguntar quiénes exactamente son negros y blancos y si los magrebíes, esos mismos que se creen orgullosamente blancos y desprecian a senegaleses, malienses y nigerianos en su tierra, se hermanan milagrosamente en la negritud en cuanto pisen suelo europeo; también puede reflexionar sobre si aislarse de un colectivo percibido como amenaza es la mejor manera de alcanzar una armónica convivencia. Mejor no lo haga: nadie que va a misa cuestiona que las serpientes arbóreas puedan hablar.

Más preocupante es dividir la humanidad en dos bloques, en blancos y “racializados” para ayudar psicológicamente al colectivo oprimido a recuperar la autoestima: como si el problema fuese la autoestima y no las actitudes, posturas y el poder económico del colectivo dominante. Como si el el racismo fuese un problema psicológico de los negros.

El racismo es un problema de la sociedad que trata a “los negros” como si fuesen inferiores. Para superarlo hay una única manera: tratarlos como iguales.

Para tratar a alguien como igual hace falta que parezca posible tratarlo como igual. No puedo tratar como igual a un ciego o un cojo cuando se trata de correr por el monte: tropezarían. Ser ciego o ser cojo es una desventaja física, por mucho que han inventado neologismos para negarlo. Ser negro, espero que usted y yo estemos de acuerdo, no es una ninguna tara física ni mental: somos iguales en todos los sentidos.

Si hay que pedir perdón por los pecados que uno no ha cometido, cometer un pecado ya no importa

Hacer ver que no somos iguales, que a los negros o “racializados” se les deba tratar de una forma diferenciada, como un colectivo aparte que no se puede medir con la misma vara que el resto de la sociedad, que necesita espacios propios, normas distintas, segregación, eso antes se llamaba racismo y hoy racialismo. La diferencia es que antes la culpa la tenían los negros por haber nacido negros y ahora la tienen los blancos, por haber nacido blancos. En ambos casos no importa lo que haga cada uno individualmente. Ser blanco descalifica. Como cuando se habla de “feminismo blanco” para atacar el concepto de la igualdad entre mujeres y hombres. Algo que recuerda bastante el argumento con el que los nazis refutaron la Teoría de la Relatividad de Albert Einstein: era un ideario judío, dijeron.

No importa lo que haga cada uno individualmente: este es el mensaje que se transmite al hablar de “privilegios blancos”, talleres de deconstrucción o culpas colectivas. Si hay que pedir perdón por los pecados que uno no ha cometido, cometer un pecado ya no importa. No se trata ya de lo que uno hace o no hace, sino de lo que uno es.

En esta visión del mundo, lo grave es ser un policía blanco; arrodillarse sobre el cuello de un ciudadano negro hasta que muera por asfixia es secundario. Es simplemente parte de las relaciones normales entre blancos y negros. Más o menos como en el seudofeminismo moderno, que coloca en la misma categoría a un hombre que amenaza a su novia de muerte y a uno que debate con ella sobre Clara Campoamor: ambos son hombres y, por lo tanto, execrables machistas.

Un hombre, dice esta teoría, con independencia de las ideas que defienda, no tiene derecho a hablar de Clara Campoamor, porque él forma parte del colectivo opresor. La única manera de dejar de ser machista que tiene un hombre, ya lo habrán adivinado ustedes, es hacerse trans. Es decir: declararse mujer. Entonces podrá llamarse feminista, con independencia de lo que haga (incluso si amenaza de muerte a otras feministas). Ser, no hacer, es el criterio.

Hay que superar los reflejos racistas: superarlos, no afianzarlos predicando segregación

Una sociedad que niega la responsabilidad del individuo y asigna casillas de culpabilidad o inocencia según nacimiento: a esto estamos llegando. Esto no significa poner en duda que gran parte del éxito que uno tiene en la vida, llamémoslo así, depende de la casilla en la que ha nacido. Por supuesto, el continuo acoso de que a uno le pare la policía por la calle y le pida la documentación, solo por el color de la piel —y eso ocurre en Estados Unidos al igual que en Francia y en España— es un enorme lastre para llevar una vida normal. Por supuesto, estadísticamente, los ‘blancos’ en Estados Unidos nacen en hogares más ricos, con más libros, tendrán colegios menos masificados y entrevistas de trabajo más fáciles que los ‘negros’. Por supuesto falta muchísimo por hacer para superar los reflejos racistas, y es responsabilidad de todos superarlos. Superarlos, no afianzarlos predicando una segregación en colectivos.

Sí, la clase social en la que uno se mueve está en parte —menos que antes: hemos superado el sistema de castas que estaba vigente en Europa hasta los primeros años del siglo XX, tal vez ustedes no recuerden lo que era eso— determinada por el nacimiento. Mienten quienes dicen que salir de pobre es únicamente cuestión de voluntad. También es cuestión de un sistema social que corrija en la medida de lo posible las injusticias históricas de la sociedad en la que estamos naciendo.

Son históricas: no faltan familias ricas gracias a un patrimonio acumulado durante siglos, mediante el tráfico de esclavos o la explotación de las colonias. Pero tampoco faltan familias ricas en los países que dejaron de ser colonia hace medio siglo. Pensar que estas familias, las que ostentan el poder en Rabat, Dakar, Abuya o Asmara, no tienen responsabilidad alguna en la situación de sus países, pensar que marroquíes, senegaleses, nigerianos o eritreos se embarcan en pateras por culpa de un obrero malagueño o un maestro de colegio cántabro, no es solo desconocer totalmente la realidad de la emigración: es también un espantoso racismo. Son negros, tendrán que emigrar si no quieren morir de hambre ¿no? ¿desde cuándo un negro es capaz de gestionar un país? La culpa es nuestra por haber ido a África a diseñar esos países. ¿Usted fue a África?

El día que alguien le diga a usted, lectora, que el jeque saudí (también hay sirios y egipcios) que desembarca de su yate en Marbella para dirigirse a su chalé es colectivo oprimido, por racializado, y que la camarera que le sirve el whisky es colectivo opresor, por blanca, ese día, lectora, acuérdase de una cosa llamada lucha de clases.

Acuérdese de pedir cuentas a sus conciudadanos por lo que hagan, no por lo que son

Acuérdese de la diferencia entre tribalismo —defender a los que han nacido en el mismo clan, grupo o comunidad— y democracia: una forma política en la que todo individuo asume como responsabilidad propia, a través de sus actos cotidianos, el bienestar de la sociedad. Entendida la sociedad como el conjunto de todas las personas que se hallen en el territorio, todas, con independencia de cualquier rasgo que los diferencie. Acuérdese de pedir cuentas a sus conciudadanos por lo que hagan, no por lo que son.

Y acuérdese de Kathy Kelly, aquella pacifista norteamericana que iba por Bagdad pidiendo perdón por algo que ella no había hecho. Valore el gesto simbólico, admírelo, pero no caiga nunca en la estupidez de pensar que Kathy Kelly realmente tenía parte de la culpa de la invasión de Iraq, simplemente por nacer en Chicago.

Porque si alguien hay entre Boston y Tijuana con menos culpa en las bombas que cayeron sobre Bagdad, sobre Yemen o sobre cualquier otro país del mundo era Kathy Kelly: sesenta veces arrestada por protestar contra el militarismo, un año de cárcel, cuentas embargadas de por vida por negarse a pagar impuestos que sirvieran para guerras. La última vez que se metió en una base de entrenamiento militar estadounidense, una de la Escuela de las Américas, los soldados la tiraron al suelo, la esposaron de pies y manos y un militar se arrodilló sobre su cuello. Ella aguantó siete minutos. Consiguió decir con voz asfixiada: No puedo respirar. Tuvo suerte. El soldado le quitó la rodilla del cuello.
·
·

© Ilya U. Topper Especial para MSur · Junio 2020

¿Te ha interesado esta columna?

Puedes ayudarnos a seguir trabajando

Donación únicaQuiero ser socia



manos