Reportaje

Turcos de Turkestán

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 15 minutos
Tienda de uigures en Estambul. Feb 2021 | © Ilya U. Topper / MSur

Estambul  | Febrero 2021 | Con Lara Villalón

“El Gobierno chino quiere hacer desaparecer toda la cultura uygur, todo lo relacionado con nuestro pueblo”. Zühre restrega un puño por la palma abierta de la otra mano. “Nos quiere borrar del mapa”. Zühre tiene unos cincuenta años, y es de Urumqi. Vive desde 2014 en Estambul. Exiliada, como otros decenas de miles de uigures, un pueblo túrquico de Xinjiang, la vasta región autónoma en el oeste de China.

«No hay aquí ningún uigur que no tenga a un familiar en los campos de concentración del Gobierno chino», asiente Habibullah, dueño de la tienda en la que Zühre se ha sentado para relatar sus quejas. Las paredes rebosan de telas ornamentadas, vestidos tradicionales, gorras, cajitas de regalo e instrumentos musicales. Entran unas jóvenes, todas correctamente veladas, para curiosear entre los trajes.

Zühre sigue: “Mi hermano estuvo en prisión un año y medio sin pasar por un juicio, sin información siquiera. Luego lo condenaron y estuvo tres años más entre rejas: en total cuatro años y medio”, asegura, mientras busca en el teléfono móvil una foto del chico. “Cuando salió, lo enviaron directamente a un campo de concentración. Enfermó y estaba en los huesos cuando le permitieron regresara a su hogar. Sus familiares lo curaron y lo alimentaron bien, pero cuando mejoró se lo llevaron de nuevo a un campo de trabajo”.

«Mi madre, mi hermana, mi hermano… a todos se los han llevado a campos de concentración»

La historia es similar a la que relata Abdullah Rasul, un uigur de 36 años oriundo de Turfán, en el noreste de Xinjiang. Asegura que su hermano ha pasado «dos años y medio en un campo de concentración y nueve años en la cárcel» por celebrar una fiesta tradicional religiosa en la que se sacrifican animales y se reparte carne a los vecinos. Pero no es el único. «Mi madre, mi hermana mayor, mi hermano, su mujer y muchos tíos y parientes… a todos se los han llevado a campos de concentración», asevera. Algunos han salido, otros no; las noticias le llegan a través de terceras personas, tarde y mal. Rasul tardó medio año en enterarse de la muerte de su padre, “alcalde de una aldea, miembro del partido comunista chino”, relata. “Un día lo invitaron a las oficinas, charlaron, bebieron té, y tras salir de la reunión, a cien metros del edificio, falleció”. Cree que lo envenenaron.

Rasul estudió lengua y literatura inglesa en Shanghai. Luego trabajó siente años en Yiwu, la metrópoli china de las exportaciones en el este del país, pero empezó a sentirse vigilado cuando un compañero, uigur también, le contó que le habían colocado cámaras de seguridad con capacidad de reconocimiento de cara en el pasillo de su edificio. En 2015 emigró, como otros muchos compatriotas, a Turquía, donde hoy se asientan casi 50.000 uigures, según estima. La cifra es difícil de verificar: la comunidad uigur o china no aparece en las estadísticas de extranjería turcas, lo que haría sospechar que no supera las 20.000 almas, pero quizás el motivo sea que gran parte de los residentes ya tienen la nacionalidad turca.

Una vez asentado en Estambul, Abdullah Rasul tomó contacto con otros uigures que intentaban salir del país de forma clandestina. Ahora vive con su mujer y dos hijos pequeños en el mismo barrio que Habibullah y Zühre, cerca de Findikzade en la parte europea de Estambul. Trabaja en una oficina de exportación de infusiones herbales tradicionales uigures. En los alrededores, además del negocio de Habibullah, abundan tiendas de alimentación con rótulos en letras árabes que componen palabras turcas: así se escribe hasta hoy el uigur.

“Hoy, enseñar uigur en el colegio está prohibido, los libros escolares en uigur son ilegales”

Aunque ininteligible a la primera para un habitante de Anatolia, este idioma túrquica comparte toda la gramática del turco y solo se diferencia en el vocabulario, asegura Rasul. Él se considera de los afortunados que pudieron estudiar en su idioma materno, entonces habitual en los colegios públicos de Xinjiang; había cartillas, libros, todo. “Hoy, enseñar uigur en el colegio está totalmente prohibido, los libros escolares en uigur son ilegales”, asevera. ¿Es verdad? En 2017, la prensa reprodujo una orden de un gobernador local de Xinjiang que efectivamente vetaba el uso del uigur en clase, pero si esta medida se ha extendido a toda la región es una incógnita.

En Findikzade tampoco faltan cafés o restaurantes que exhiben murales de las viejas mezquitas y fortalezas de Urumqi o Kashgar, las metrópolis de lo que los uigures llaman Turkestán Este. Una región el doble de extensa que España, con 20 millones de habitantes, de los que unos 12 millones, según el último censo, son uigures. El resto, otros pueblos túrquicos como kazajos y kirguizes, pero sobre todo chinos han, la etnia mayoritaria en el Estado y dominante en administración y negocios.

El conflicto empezó a finales del siglo XX… o retomó fuerza, porque ya en los convulsos años 30 y 40 del siglo XX, con una guerra civil entre nacionalistas y comunistas en China, Xinjiang en manos de diferentes caudillos de milicias, algunos meros peones de la vecina Unión Soviética y finalmente una guerra mundial, Turkestán se declaró dos veces independiente: en 1933 y de 1944 a 1949. Luego, las tensiones parecían remitir, pero en los años noventa aparecieron dos organizaciones separatistas armadas, la Organización de Liberación del Turkestán Oriental (ETLO) y el Movimiento Islámico del Turkestán Oriental (ETIM), luego transformado en Partido Islámico de Turkestán (TIP), este último con claros tintes yihadistas y el credo islámico en la bandera.

Hubo atentados y muertos, pero también denuncias de que Pekín exageraba una amenaza relativamente pequeña para justificar amplias campañas represivas que marginaban a la población uigur local y facilitaban el asentamiento de familias han procedentes del superpoblado este del país para asegurarse un mejor control de esta vasta región autónoma, poco poblada pero rica en recursos naturales. Una nueva oleada de atentados yihadistas en Xinjiang entre 2011 y 2016 intensifícó también la respuesta estatal y aparecieron denuncias de que las autoridades han internado a cientos de miles de uigures —las estimaciones más habituales hablan de más de un millón— en campos de «reeducación».

“China, ¡libera mi familia!” rezan los carteles, rotulados en chino, turco e inglés ante el consulado

Kamuran Kizlak, un periodista turco residente en China y conocedor de la zona, no se cree estas cifras. Confirma la existencia de este tipo de campos, pero creo que nunca han albergado a más de 15.000 personas a la vez y que ahora no quedan en ellos más de 2.500-3000 personas. Y estos “no son terroristas —si lo fueran, estarían en la cárcel— pero tal vez sí partidarios o simpatizantes”, precisa. “Para enviar a alguien a un campo de este tipo no hace falta una decisión judicial; basta con que las fuerzas de seguridad lo consideren necesario, y se sale cuando las autoridades del campo creen que uno ha completado su educación”. Según el periodista, allí no hay trabajos forzados sino que se ofrecen cursos de formación profesional y de lectura y escritura en chino para facilitar el acceso de los uigures a trabajos mejor pagados y así evitar que caigan en las redes de los islamistas, que se aprovechan de la situación de pobreza de la población para difundir su ideología.

Los exiliados de Estambul denuncian esta versión como propaganda china y aseguran tener muy cerca ejemplos de detenciones arbitrarias. Abdullah Rasul ha confeccionado una pancarta con los retratos de una decena de familiares y desde diciembre acude casi todas las semanas al consulado de China en Estambul, junto a decenas de otros activistas. “China, ¡libera mi familia!” rezan los carteles, rotulados en chino, turco e inglés. Una furgoneta se para ante las valles que impiden acercarse a la legación. Está cargada hasta arriba de clasificadores: información detallada sobre 5000 casos de personas uigures que los activistas consideran desaparecidas. Intentan entregar los dossieres al consulado, pero los empleados consulares rechazan aceptarlos.

La TV china muestra a una de las ‘desaparecidas’… tras pasar por un campo de reeducación

Pero Pekín sigue muy de cerca el activismo uigur en Estambul. Después de que Abdullah Rasul hablara con varios medios internacionales, la televisión pública china CGTN dedicó una emisión a desmontar su versión: una reportera localizó a una joven que sale en la pancarta del activista, prima de su mujer, supuestamente desaparecida. En realidad, asegura la periodista de CGTN, la joven trabaja feliz y contenta como camarera en un restaurante en Turfán, y así lo explica, entre mesas vacías. Eso sí, la emisora confirma que la joven Halinur efectivamente había sido enviada a un «programa obligatorio de educación» tras adherirse, aún adolescente, a corrientes religiosas extremistas en su familia. Llegaba a vestir el burka, prohibido en China, y creía que su futuro era el de una buena esposa en un matrimonio islámico. Ante la cámara dice haber cambiado de idea gracias a la formación recibida. Es más: la madre de su prima, es decir la suegra de Abdullah Rasul, efecticamente «está siendo juzgada como dirigente de una organización terrorista», agrega CGTN.

«Mi suegra es viuda, es una típica ama de casa, la conozco, sale muy poco, ¿cómo va a ser terrorista? No me lo puedo creer», responde Abdullah Rasul. Pero las versiones, al final, no parecen ya tan contradictorias.

¿Qué papel juega el islamismo en todo ello? Es difícil de juzgar sin estar en Urumqi. Prácticamente todas las mujeres que asisten a la manifestación ante el consulado chino visten el velo islamista que en las últimas décadas se ha convertido en estándar del islamismo político y también es muy habitual en Turquía entre las seguidoras del presidente, Recep Tayyip Erdogan, y su partido, el AKP. Algunas incluso visten niqab (el velo saudí que tapa toda la cara, también llamado burka). Por supuesto no forma parte del traje tradicional uigur, pero sí es mayoritario entre las clientas de la tienda de Habibullah. ¿Quizás un estilo adoptado después de exiliarse?

Manifestación islamista a favor de los uigures en Estambul (Dic 2019) | © Ilya U. Topper/MSur

No sorprendería: las organizaciones que más apoyan las reivindicaciones de los exiliados uigures son Mazlumder e IHH, dos ONGs caritativas turcas de ideología islamista. Así, en diciembre de 2019, una enorme manifestación de solidaridad con los uigures, convocada por IHH, recorrió Estambul entre consignas de independencia para Turkestán Este, pero sobre todo esloganes religiosos, incluido gritos repetidos de «yihad y martirio». Un contingente de mujeres marchaba relegada al final del cortejo, muchas severamente veladas. La inmensa mayoría de los participantes eran turcos.

Pero el velo islamista también aparece en la mayoría de las fotos de mujeres, incluso en el caso de alguna adolesecente, que figuran en las pancartas de familiares desaparecidos en Xinjiang. Y la conexión islamista, al menos en algunos casos, no se puede negar: En los primeros años de la guerra civil siria hubo cierto flujo de uigures que viajaban desde China al países como Vietnam, Camboya y Tailandia, y desde allí a Estambul… para trasladarse a la frontera, cruzar a Siria y combatir en las filas del Daesh. La detención de “ciudadanos chinos detenidos en el acto de cruzar ilegalmente la frontera siria” era noticia habitual en 2015 y 2016.

Hasta qué punto Ankara colaboraba entonces con las redes de traficantes que trasladaban a uigures a Turquía es motivo de polémica. El partido socialdemócrata turco CHP, el mayor de la oposición, da por cierto que “los diplomáticos turcos ayudaron a muchos uigures en Asia suroriental a viajar a Turquía y les proporcionaban documentos de viaje”. En un bar de Estambul, un hombre de negocios turco que prefiere el anonimato, relata su experiencia: en 2014 estuvo brevemente encarcelado en Malasia y pudo presenciar como empleados de la embajada turca llegaban a la prisión para entregar pasaportes turcos a los inmigrantes clandestinos centroasiáticos en riesgo de ser deportados a China. “Eran todos musulmanes. Rezaban a todas horas; yo les dije que yo era cristiano para que me dejaran en paz”, agrega este hombre.

Abdullah Rasul ha oído hablar de esa entrega de pasaportes turcos en el sureste asiático, pero no sabe si es verdad; después de que la policía chinca hiciera saltar una red de traficantes, el flujo se ha parado, asegura. Lo que sí confirmas es que una importante parte de los uigures en Estambul tiene, efectivamente, la nacionalidad turca. Él mismo la pedirá pronto: después de cinco años de residencia legal ya tiene derecho a ella, subraya. “A veces la dan muy rápido, a gente que lleva solo dos o tres años aquí, a otros no, aunque lleven mucho más”, agrega.

«Siempre hablan de los uigures musulmanes… pero ¡también hay uigures cristianos, católicos, judíos!»

En las redes sociales circulan incluso fotos de carnés de identidad turcos de niños uigures de corta edad, supuestamente desaparecidos junto a sus familiares en Xinjiang. ¿Llegan los documentos hasta China? En las pancartas ante el consulado llama la atención una frase, junto a lo de “China, libera a mi hermana”: “Turquía, protege a tus ciudadanos”.

Con todo, en las calles uigures de Findikzade no destaca especialmente un elemento religioso, más allá de alguna alfombra de rezar en una oficina uigur o una recreación de La Meca. Y la señora Zühre —ella también lleva velo, como muchas mujeres turcas de su edad en el barrio— niega con firmeza que la religión tenga algo que ver con la persecución que sufren. «En los medios siempre hablan de los uigures musulmanes… pero ¡también hay uigures cristianos, hay católicos, hay judíos! Tengo muchos amigos uigures cristianos. Pero todos los uigures son víctimas de los campos», asevera la mujer.

No solo son los medios: el propio Gobierno de Turquía ha subrayado siempre el carácter islámico de los “hermanos turcos” sujetos a graves violaciones de sus derechos en China, una situación que Erdogan en 2009 describió como “una especie de genocidio”. La última nota del Ministerio de Exteriores data de febrero de 2019. Después de que en julio del mismo año, Erdogan viajara a Pekín, se expandió cierto silencio. En julio pasado, el AKP rechazó una moción parlamentaria de apoyo a los uigures y en octubre, Turquía no añadió su firma a una carta de la Asamblea de Naciones Unidas, rubricada por 39 países, que expresa “grave preocupación” por las “informaciones creíbles” de la detención arbitraria de más de un millón de uigures.

Incoherencias que se explican por la necesidad de Ankara de mejorar sus relaciones con China en un momento en el que abundan las tensiones con la Unión Europea y Estados Unidos, creen en el partido opositor CHP. A esto se añade la pandemia de Covid: Turquía utiliza la vacuna china Sinovac, lo cual lo convierte en blanco de “presiones de diplomacia de vacuna”, asegura un comunicado del CHP de enero pasado. Ciertos retrasos en la llegada de las remesas del medicamento en diciembre alimentaron la especulación al respecto.

A esto se añadió que en la última semana del año, Pekín ratificó un tratado de extradición mutua con Ankara, que ya se firmó en 2019 pero que desde 2020 duerme en los cajones del Parlamento turco. Si llegase a sacarse, y si encontrase mayoría en el hemiciclo, Turquía podría empezar a enviar a activistas exiliados a China. Es una espada de Damocles, que está empezando a preocupar a los uigures. «Hasta ahora no ha ocurrido, pero podría pasar”, teme Abdullah Rasul. “O quizás no oficialmente, pero China podría sobornar a funcionarios intermedios y llevarse a algunas personas ilegalmente», matiza. “No hay que olvidar que estamos tratando con China”.
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