Opinión

Del feminismo al postureo

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 13 minutos

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Entre la aparición de Ana Orantes en televisión para relatar el maltrato que sufría por parte de su marido y la de Rocío Carrasco para hacer algo similar median veintitres años. Es lo que ha tardado España en convertir el feminismo en un espectáculo comercial.

Ana Orantes, espero que ustedes la recuerden, acudió a la televisión pública andaluza en diciembre de 1997 para contar que su exmarido, que aún compartía edificio con ella, la agredía, la maltrataba, la pegaba, la amenazaba. Ella tenía 11 hijos, no tenía trabajo, no tenía adónde ir. Interponía denuncias, las ganaba, pero entonces, hace un cuarto de siglo, aún pensábamos, pensaba la sociedad española, que esas cosas de pelea entre marido y mujer eran algo normal. No era para tanto. Una simple falta. Una multa en el juzgado, si eso.

Hasta que el exmarido asesinó a Ana Orantes quemándola viva. Ahí supimos que sí era para tanto. Que el machismo es una forma de terrorismo. Mortal.

Veinte años después se han aprobado leyes, se interviene contra todo hombre denunciado por maltrato (por cautela: sabemos que puede salvar vidas), se hacen campañas, se publican revistas, hay partidos enteros que se proclaman feministas y se ponen un logotipo violeta, tenemos hasta un Ministerio de Igualdad. Algo ha cambiado a mejor.

Vemos a la ministra decir que llorar es tener razón y que leyes y jueces no son quiénes para decidir

Eso pensábamos. Y entonces vemos a una señora millonaria que vive de hacer de su vida privada un show en televisión y se pone a llorar ante las cámaras quejándose de que la Justicia ha absuelto de la acusación de malos tratos a su exmarido, un antiguo delincuente que vive de hacer de su vida privada un show en televisión. Y vemos a la ministra, sí, la de Igualdad, decir que llorar, aunque sea cobrando las lágrimas a precio de oro, es tener razón y que leyes, jueces y Justicia no son quiénes para decidir sobre culpa o inocencia.

Es la misma ministra que el 8 de Marzo, Día de la Mujer Trabajadora, hace leer un mensaje desde el despacho oficial en el que se recrimina a las mujeres que vayan a congresos feministas. Se lo hace leer a una persona que ha nacido hombre y se ha declarado mujer. Galardonada por interpretar en el cine a un hombre que vestía como mujer y vivía del espectáculo. En resumidas cuentas: aprovechando el día que conmemora la rebelión de las mujeres contra el patriarcado para demostrar que ser mujer es cuestión de voluntad. La voluntad de aceptar los estereotipos del patriarcado.

Es la misma ministra que respalda a un grupo de personas que se declaran mujeres, ondeando banderas rosas, azules y blancas ante las puertas del Congreso de España, proclamándose en huelga de hambre para exigir una ley que convalide su palabra y las certifique como mujeres. No lo piden mediante un debate en ese mismo Congreso: lo exigen bajo la amenaza de llorar de hambre si no se les hace caso. El único argumento es su dolor convertido en espectáculo. Para exigir una ley que haga caso omiso de la realidad y eleve a concepto jurídico la opinión personal de cualquiera. Ley es lo que yo digo. Les ha faltado añadir en la pancarta: por mis cojones.

¿Qué será lo próximo? El 7 de abril, Día Mundial de la Salud, ¿una delegación de personas que se declaran médicos y exijan una ley para despatologizar todas las expresiones naturales del cuerpo humano, desde la neumonía hasta los cólicos de riñón, porque la división entre salud y enfermedad es un mero constructo cultural, y además uno occidental y neocolonialista? (Esa frase ya la he leído). El 1 de Mayo, Día del Trabajo, ¿una marcha de autodeclarados sindicalistas exigiendo una ley que declare el día y la noche constructos culturales, el reloj una opresión social y la jornada laboral de ocho horas un invento innecesario?

Con la realidad abolida, hay vía libre para quienes tienen capacidad de moldear el mundo a su gusto

Todo podría andarse: abolir el servicio público de salud —si las enfermedades no existen no hay necesidad de gastar dinero público en atender a pacientes— sería una mina de oro para los empresarios que sepan aprovecharlo. Poner fin al concepto del tiempo aún más: ningún empresario tendrá que pagar horas extra nunca más. Con la realidad abolida, hay vía libre para quienes tienen capacidad de moldear el mundo a su gusto. Capacidad quiere decir dinero.

Lo llamativo, podría pensar uno, es que este proceso ultramercantil de abolir la realidad para permitir cualquier tipo de explotación no haya empezado por los relojes, que solo existen desde hace unos pocos siglos, ni por las enfermedades, tipificadas hace apenas dos o tres milenios, sino por algo tan irrefutable como el sexo biológico de la especie humana —y de todas las demás especies mamíferas y la mayor parte de los vertebrados, de paso—, algo que cualquiera puede saber con solo tocándose ahí mismo.

Pero no es casualidad. Para abolir la realidad lo que hay que hacer es convertirla en un show. Y el feminismo se prestaba a ello. No sé por qué. No sé quién tuvo la idea de utilizar un movimiento social de larga trayectoria que en España había conseguido enormes logros desde el fin de la dictadura nacionalcatólica —divorcio, despenalización del adulterio, legalización del aborto, igualdad de sexos como fundamento constitucional— con el fin de dinamitar, paso a paso, la conciencia social y el activismo político de toda la sociedad.

Al derivar la responsabilidad del machismo al idioma románico, los hablantes se redimían

Muchos se prestaron a ello. Empezaron por el lenguaje. En los años noventa vimos proliferar las palabras escritas con un signo recién resucitado por la informática: la arroba. También se podían poner barras. O una equis. Incluso una E, con tal de que ningún adjetivo terminase en un simple -os del plural masculino castellano. No importaba que nadie podía leer en voz alta un texto escrito así —la arroba no tiene valor fonético— y mucho menos importaba si el organismo que emitía este tipo de textos pagaba a la tipógrafa lo mismo que al tipógrafo: importaba el postureo de mostrar que la lengua es machista por defecto. Al derivar la responsabilidad del machismo al idioma románico, los hablantes se redimían al cambiarle las vocales. Aplauso general si además arremetían contra la Real Academia por vieja, machista y carca.

Lástima que a nadie se le ocurrió proponer como idioma oficial de España el turco, que no tiene género, a ver si con eso la sociedad se ponía a la altura de Anatolia interior en materia de igualdad.

Una vez convertido el género de las palabras en causa del sexismo, lo siguiente fue convertir el sexo en género. Al principio parecía un intento de dignificarse como miembros de una élite que sabe usar palabras ininteligibles para el vulgo, y algo de eso persiste: ser feminista en las redes sociales se demuestra hoy a menudo citando a académicas norteamericanas. Butler, Wittig, Paglia o Rubin, cualquier catedrática que se haya podido permitir el lujo de filosofar sobre los conceptos de mujer, hombre y sexo hasta destruir toda certeza y toda conciencia de la realidad: ellas nunca tuvieron que afrontar la realidad fuera de un aula. A ellas no les costaba sangre y sudor —no la propia sangre, no el propio sudor— olvida y hacer olvidar a la sociedad lo que sabe cualquier mujer iletrada de la aldea marroquí de mi infancia: tratar a mujeres y hombres de forma distinta, darles derechos distintos, es injusto, tratarlos igual es justo.

No dar la cara para hablar de micromachismos: fórmula perfecta para combinar glamour y rebeldía

Tardamos en descubrir que ‘género’ era más que un eufemismo creado por personas demasiado cultas como para pronunciar palabras tan sucias como sexo o machismo: era el intento de dinamitar la realidad al hacernos creer que el sexo de una persona y el género de una palabra son conceptos equivalentes, meras construcciones mentales por convención social. Y si podemos cambiar el género de una palabra y decir portavoza, añadiéndole una -a al final para hacerla femenina, también podemos cambiar el sexo de una persona, añadiéndole dos tetas de silicona para hacerla femenina. Es lo mismo.

Lo que sorprende es que una vez confrontados con el sabotaje, que ahora campa por sus anchas en la puerta del Congreso, hasta quienes ya se han dado cuenta y dan la voz de alerta continúan con el hábito de cambiar vocales o consonantes: sigo leyendo la palabra “matrocinio” en los tuits de Barbijaputa (curiosamente, en sus novelas usa el masculino genérico sin pudor: el show es para las redes sociales, la literatura es otra cosa), cuando ella ya ha reconocido el sabotaje. La nombro porque fue el icono del performance en el que se convirtió el feminismo en la década pasada. No dar la cara —alegaban sus seguidoras que era para evitar riesgos, con un galáctico desprecio a las feministas marroquíes, argelinas, tunecinas, perseguidas, agredidas, encarceladas, pero siempre dando la cara, siempre— para hablar de micromachismos era la fórmula perfecta para combinar glamour y rebeldía. Ahorraba al respetable público la dura tarea de reflexionar sobre el machismo macro. El machismo a secas. La prostitución. La religión. El velo islamista. La segregación de sexos. Nada de eso tiene glamour, porque no tiene solución fácil. Atacar el diccionario es gratis.

El postureo fue usurpando el movimiento. Importaba levantar la mano y gritar ¡Yo también! Aplauso seguro: Qué valiente eres por contarlo. Hacer visibles las estructuras patriarcales en la sociedad, el negocio, el cine, era todo. Reflexionar sobre por qué se mantienen esas estructuras, eso mejor no. No vaya a concluirse que parte de la responsabilidad recaiga en quienes las utilizan porque creen que les conviene. Y eso es imposible: ¿desde cuándo una mujer puede ser responsable de algo?

Gritaron ¡qué valiente eres por contarlo! y convirtieron en icono del feminismo a Virginie Despentes

Otras fueron más directas, como Irantzu Varela: Gritaron ¡qué valiente eres por contarlo! y convirtieron en icono del feminismo a la punk Virginie Despentes, cuya aportación al feminismo se puede resumir en una frase: si no puedes contra el patriarcado, únete a él. Ya que me violaron, me hago puta, para cobrarme billete a billete el precio que me deben. (“Prohibir el ejercicio de la prostitución en un marco legal adecuado es prohibir a la clase femenina enriquecerse y sacar ventaja de su propia estigmatización”). Es decir: no vamos a luchar contra el patriarcado, porque no podemos, vamos a utilizarlo en beneficio propio. Utilizar un sistema es mantenerlo. Pero eso ya no importaba. Una vez que has proclamado desde la portada de una revista que los hombres son malos, puedes ir a pedir que ellos te paguen, como pieza dócil del sistema.

La proclama de que el feminismo es ser una dócil pieza del sistema de explotación sexual llegaba hasta las pancartas del 8 de Marzo. Porque ya daba igual la frase en la pancarta, con tal de que solo marcharan mujeres. Sororidad lo llamaban: toda mujer apoyará todo lo que haga otra mujer. No importa qué se hace: importa ser mujer. Los hombres fuera, aparte. Como en las mejores sociedades islamistas. No mezclar. No tocarse. No contaminarse. Los hombres podrían ser violentos. Todos son violadores en potencia, es su naturaleza, son así, no pueden remediarlo, el cuidado lo debes tener tú, hija, no vayas a excitarlos, ponte el velo.

Efectivamente: al año aparecían mujeres veladas tras la pancarta. Exhibiendo, bajo la bandera del feminismo, su derecho a someterse al patriarcado religioso como les daba la gana. El feminismo se había reducido a cualquier cosa seguida de la frase porque me da la gana.

Si todo es exhibición, lo más glamuroso es ser mujer porque a uno le da la gana: el mejor show

Ahí se lanzó la moda definitiva. Si todo es exhibición, lo más glamuroso es ser mujer porque a uno le da la gana. El mejor show es siempre el más exagerado. No hay ninguna mujer capaz de llevar los tacones que lleva una drag queen, no hay ninguna mujer más mujer que un hombre que se finge mujer. El performance supremo, el postureo insuperable, el feminismo absoluto.

En estas estábamos cuando desde el Ministerio anunciaban una ley que iba a convertir ese performance en disposición legal, con expulsión, juicio y multa a quien no pudiera aguantarse la risa durante el espectáculo. De repente iba en serio. Mortalmente en serio.

No, lo de mortalmente no es porque los de las banderas rosa, azul y blancas ante las puertas del Congreso amenacen con morirse de hambre. Sino porque en las redes sociales amenazan con partirle la cabeza a golpes de bate de béisbol a toda feminista que se ría de su espectáculo.

Lo que me sorprende es que en vista de todo esto, tantas compañeras que ahora se ven amenazadas por esos bates de béisbol —si van a la marcha del 8 de Marzo; y el resto del tiempo por oleadas de acoso en las redes, cierre de cuentas de Twitter, cartas al director de su trabajo, despidos, protestas en la universidad, cancelación de charlas, conferencias, cancelación de su persona entera, siempre bajo la proclama que debe ser ley lo que diga un hombre que dice ser mujer— siguen dando validez al resto del performance. Siguen afirmando que importan más las lágrimas de una millonaria en televisión que la Justicia: visibilizar es lo que importa, lo que diga un juez no importa. Hemos pedido leyes contra el machismo, pero respetarlas si no nos dan la razón, eso no. No se puede pretender que haya una realidad más allá de una palabra de mujer.

Mientras la palabra siga reemplazando la realidad, el espectáculo sigue. Seguimos creyendo que el machismo radica en el diccionario: ¿cómo no va a tener la culpa el idioma si llamamos coñazo a lo que nos molesta y decimos que es la polla si nos encanta? Eso lo explica todo.

Entre tanta palabra convertida en realidad, ya sea palabra de mujer, ya sea palabra de un hombre declarado mujer, el feminismo se nos va al carajo.
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© Ilya U. Topper |  Primero publicado en El Confidencial  ·  28 Marzo 2020

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