Opinión

Morir matando

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 10 minutos

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Lo de matar es un decir: de momento solo se han contabilizado 200 heridos en las cargas de la policía israelí contra manifestantes palestinos en la Explanada de las Mezquitas de Jerusalén y el resto de la Ciudad Vieja. A no ser que añadamos a los dos palestinos muertos en un aparente tiroteo cerca de Yenín al norte de Cisjordania, y digo aparente, porque nadie parece saber qué ocurrió.

Lo de morir también es una forma de hablar: en Israel no existe la pena de muerte, y si existiera, no se aplicaría para el delito de corrupción, y a sus 71 años, Binyamin Netanyahu, acusado de delitos varios y desde abril en el banquillo tras años de laberintos legales, posiblemente ni siquiera tendría que pasarse entre rejas toda la condena. Probablemente la condena, si llega algún día, se parezca más a una jubilación en un chalé con ventanas.

No sabemos, pues, si es el miedo a la celda de una cárcel israelí o un desmesurado afán de poder lo que hace a Binyamin Netanyahu, King Bibi, el rey Bibi para seguidores y detractores, seguir combatiendo, desplegando toda la artillería y recurriendo a la táctica de la tierra quemada: lo que sea para no dejar el trono. Eso, después de haberse agarrado al sillón durante doce años seguidos (sin contar los otros tres entre 1996 y 1999), más que ningún otro primer ministro en la historia de Israel. Doce años son muchos en un país que se cree una democracia.

La confrontación es entre centro-derecha, derecha, extrema derecha, ultraderecha y ultraextrema derecha

Tras celebrar elecciones por cuarta vez en dos años, y con 30 escaños de 120, Netanyahu no ha conseguido reunir los 31 apoyos necesarios para otra legislatura más: descartado su rival directo, Yair Lapid, del partido Yesh Atid (17 escaños), su partido, el Likud, tenía que aliarse con al menos otros cuatro de los 13 partidos en la Knesset: ninguno tiene más de nueve parlamentarios. El martes por la noche expiró el plazo. El miércoles, el presidente, Reuben Rivlin, le pasó el encargo a Yair Lapid.

Yair Lapid necesita sumar 44 escaños a sus 17, es decir, descartado el Likud, un mínimo de seis partidos más. Probablemente siete. En Israel, para gobernar hay que saber de matemáticas antes que de política.

Esto no es una confrontación de derecha e izquierda. Para empezar, porque en Israel, toda confrontación es entre centro-derecha, derecha, extrema derecha, ultraderecha y ultraextrema derecha. El único partido que se hace llamar de izquierdas, el Meretz (penúltimo en votos, solo por delante del partido islamista Raam) es socialdemócrata, parte de la Internacional Socialista, y hasta ha absorbido los restos de la formación de Ehud Barak. Si, aquel Ehud Barak. Hay un partido comunista israelí, pero forma parte de los llamados “partidos árabes”cuyos votantes son, en su gran mayoría, los palestinos con ciudadanía israelí (un 20 % de la población).

No es que en la Knesset falten 61 diputados de extrema derecha correligionarios de Netanyahu. Lo que sucede es que hasta los correligionarios de Netanyahu están hartos de él.

Para que salgan las cuentas habrá que subir a bordo la coalición de tres partidos “árabes”

Yair Lapid, expresentador de televisión es, en palabras de Uri Avnery, “el político perfecto”: “Es bueno ante las cámaras. Habla muy bien y no dice nada. Este vacío ideológico es una gran ventaja”. Tanto que se le considera ya el líder del bando situado más hacia lo que llaman izquierda en Israel, a la vez que está trabajando para cerrar un acuerdo con la derecha. No con cualquier derecha, sino con el partido Yamina (“Derecha” en hebreo), cuyos líderes son Naftali Bennett —sí, aquel Naftali Bennett, ministro desde 2013 con Netanyahu, radicalmente opuesto a un Estado palestino: prefiere convivir con una población palestina bajo control militar israelí como se convive con un trozo de metralla en el culo; son sus palabras— y Ayelet Shaked, la exministra de Justicia. Sí, aquella Ayelet Shaked que ha intentado desmontar el Tribunal Supremo porque protege ciertos derechos humanos. En palabras de Uri Avnery, Bennett es un fascista religioso defensor de los colonos y Shaked es racista de extrema derecha.

Importa el acuerdo entre Lapid y Bennett, porque todo el panorama de partidúsculos de centro y centroderecha liberal se supone de todas formas metido en el barco de Lapid. Pero los números aún no dan. Tachando a los partidos que se han negado a ir con Lapid —el ultraortodoxo Shas, el ultrarreligioso Judaísmo de la Torá y el ultraderechista Partido Sionista Religioso— queda clara una conclusión fundamental: para que salgan las cuentas habrá que subir a bordo a la Lista Conjunta, una coalición de tres partidos “árabes” (nacionalista, socialista, comunista), con seis escaños. Y salvo que también se sumen los fascistas medio laicos de Avigdor Lieberman, incluso hay que meter el Raam, el partido islamista de Mansour Abbas. Sí, aquel Abbas que dinamitó la antaño fuerte coalición “árabe” en enero pasado para acercarse a Netanyahu.

Puede haber mucho diputado dispuesto a tragar sapos y árabes para acabar con la monarquía

Es muy difícil imaginar a diputados palestinos compartiendo bancada con Bennett y viceversa. Pero el hartazgo de 12 años de reinado de Bibi hace milagros: puede haber mucho diputado dispuesto a tragar sapos y árabes para acabar con la monarquía. Netanyahu lo sabe. Y está dispuesto a envenenar esos sapos. O eso hizo ver.

“No me voy a ninguna parte. Me voy a quedar aquí mismo, voy a luchar hasta que ganemos”, dijo Netanyahu a su partido, el Likud, el jueves pasado, dos días después de haber tenido que devolver el encargo del presidente. Sí, después. La prensa israelí dice sin ambages que el aún primer ministro en funciones está intentando “sabotear” los esfuerzos de Lapid: si su rival fracasa, la propia Knesset puede volver a darle el cargo a él —para eso tendrían que cambiar de idea algunos diputados, claro— o convocar por quinta vez elecciones.

De manera que Netanyahu está “luchando” para que algunos parlamentarios cambien de idea. De momento ha intentado sobornar con cargos y promesas a varios diputados de Bennett. O eso dicen ellos, dejando claro que ha fracasado. Pero Netanyahu no es de rendirse: intentará morir matando.

Y en esto van y caen del cielo unas protestas violentas de palestinos. Con muchas bombas sónicas, agua fétida a presión, balas de acero con capa de goma y toda la parafernalia para escenificar la violencia. Una violencia que en un primer recuento en la madrugada del sábado se traducía en 205 palestinos heridos, 88 de ellos hospitalizados, frente a 17 policías israelíes, de los que la mitad fue trasladado a un hospital.

Extremistas israelíes han tomado las calles de Jerusalén al grito de ¡Muerte a los árabes!

No cayeron del cielo, no del todo: la policía había caldeado el ambiente desde hace semanas, prohibiendo sentarse en la puerta de Damasco de Jerusalén. Un poco de presión viene bien para hacer estallar una olla. Y desde abril hay protestas en Sheikh Jarrah, un barrio palestino de Jerusalén que está en el punto de mira de grupos extremistas de colonos: afirman que ahí hay propiedades judías de antes de 1948, por lo que un tribunal ha dado orden de desahucio a varias familias (un judío puede reclamar una propiedad de antes del establecimiento del Estado de Israel, pero ningún palestino puede reclamar la suya: eso no).

Tampoco esto es nuevo: hay casos des reclamaciones y desahucios desde hace muchos años. Lo que es nuevo es que ahora ha ido un diputado ultraderechista a atizar las tensiones y que —también en abril— cientos de extremistas israelíes, muchos muy jóvenes, hayan tomado las calles de Jerusalén al grito de ¡Muerte a los árabes!

A eso se añade el extraño episodio de dos palestinos abatidos el viernes —un tercero está gravemente herido— cerca de una base militar israelí en el extremo norte de Cisjordania. Extraño por contradictorio. Una versión es que dispararon contra la base con lanzagranadas artesanales. Otra es que en realidad iba a Jerusalén y dispararon a la policía cuando registró el autobús lleno de civiles en el que iban; esa misma versión describe que los tres palestinos armados “corrían hacia los militares mientras disparaban”. En todo caso, su muerte sirve para recordar al respetable público que los árabes son todos asesinos. Y quizás incluso para que algún palestino crea necesario vengarlos.

Habrá un mártir y un llamamiento a colgar en la plaza a todos los traidores a la patria

En todo caso es cuestión de tiempo que muera algún judío israelí en un choque. Habrá un mártir, un estallido de ira nacional y un llamamiento a colgar en la plaza pública a todos los traidores a la patria, empezando con los diputados árabes y acabando con el Meretz. Tampoco sería algo nuevo. Avigdor Lieberman ya lo propuso en 2015, aunque no elegía la modalidad de colgar. “Tenemos que coger un hacha y decapitar a quienes están contra nosotros”, dijo. En todo caso, los diputados volverán a instalar al rey Bibi en su trono. No porque dejen de estar hartos de él sino porque les será imposible formar una lista alternativa.

Yair Lapid ahora tiene una carrera contra el tiempo. Si consigue formar coalición y jurar cargos antes de que haya un mártir judío, puede poner fin a la monarquía del rey Bibi. Si tarda demasiado, o bien vuelve Netanyahu o la Knesset convoca elecciones por quinta vez en dos años. Y entonces prepárense a una guerra a fondo con Gaza. Es el argumento electoral que siempre le ha funcionado a la derecha en Israel.

Esto no es solo culpa de Netanyahu. Es la estructura sobre la que se ha asentado Israel desde el primer día. El conflicto con los palestinos se ha asumido como parte de la razón de ser del país. Un país que no tiene fronteras (nunca las fijó), no tiene ciudadanos (todo judío del mundo lo es), no tiene Constitución (porque las leyes las hace Dios) y no tiene Justicia (al menos no para los palestinos: se pueden encarcelar de por vida por decisión administración).

El fin de la guerra con los palestinos y un acuerdo de paz definitivo sería un suicidio para el Estado de Israel tal y como está planteado ahora. Porque no se puede ser un Estado judío, propiedad privada de una religión, y a la vez tener a ciudadanos iguales ante la ley. Dios no es demócrata.

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© Ilya U. Topper |  Especial para MSur  ·  9 Mayo 2021

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