Opinión

Los contrafuegos

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 14 minutos

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Septiembre de 2001. Unos yihadistas atacan Nueva York y matan a miles de civiles derribando tres torres de oficinas. En respuesta, Estados Unidos lanza ataques aéreos contra Afganistán y acaba con el régimen talibán que da cobijo a los terroristas.

Avanzado rápido de 20 años. Agosto de 2021. Unos yihadistas atacan Kabul, hacen estallar bombas y matan a 183 personas, entre ellas 13 militares estadounidenses. En respuesta, Estados Unidos lanza ataques aéreos contra Afganistan, en apoyo del régimen talibán agredido por los terroristas.

En los 20 años que han pasado entre el ataque a las Torres Gemelas y la masacre del aeropuerto de Kabul, los talibán han cambiado de bando: de enemigos de Estados Unidos han mutado en aliados. Combaten juntos contra esa milicia yihadista atrincherado en la provincia de Nangarhar, la misma en cuyas cuevas se ocultaba veinte años antes Osama bin Laden, o eso decían. Ocurre desde 2016, parece, pero fue en marzo pasado cuando lo admitió un general estadounidense, Kenneth F. McKenzie: el Pentágono había dado “un apoyo muy limitado” a los talibán para combatir a los yihadistas del así llamado ISIS-K, abreviatura de Estado Islámico de Jorasán (también IS-K o IS-PK), una milicia aparentemente vinculada, al menos ideológicamente, al Daesh de Iraq y Siria.

Después de la masacre del aeropuerto de Kabul en agosto pasado, reivindicado por ISIS-K, el mismo general explicó los detalles: “Compartimos información con los talibán para que puedan hacer algunos de esos registros ahí fuera en nuestro lugar. Creemos que han impedido algunos ataques. Hemos hecho esto desde hace tiempo. (…) Reducimos la información que damos a los talibán, no les damos todo el panorama que tenemos nosotros. Pero les damos lo suficiente como para actuar en el tiempo y lugar necesario para intentar prevenir los ataques”.

Cuando un incendio arrasa un monte y no hay manera de apagarlo con agua, se  apaga con fuego

En otras palabras: para luchar contra los yihadistas, Estados Unidas se sirve de los talibán, la misma milicia que antes combatía por yihadista. Sin que los talibán hayan cambiado de ideología. Son todavía la milicia ultraislamista que encerraba a las mujeres en cárceles de tela azul y las lapidaba a la mínima: según han adelantado algunos miembros, se volverán a aplicar “castigos islámicos”, incluida la lapidación de cualquiera que tenga “sexo ilegal”, es decir sin casarse. Queda por ver si esto es una bravuconada, si se exhibirá tan orgullosamente como hace 25 años, cuando se trataba de ganar fama como país más islamista del globo para atraer a los románticos de la yihad, o si se ocultará un poco para adquirir la fama contraria, ahora que el régimen talibán es campeón de la lucha antiyihadista.

Lo que ha cambiado en estos 20 años es la estrategia: antes se combatía a los yihadistas financiando los gastos militares de régimenes dictatoriales no religiosos (Túnez, Marruecos, Egipto, Siria, Iraq… todos expertos en encarcelar a islamistas). Ahora se combate a los yihadistas apoyando a otros yihadistas.

Es una vieja táctica que conocen todos los bomberos: cuando un incendio arrasa un monte y no hay manera de apagarlo con agua, se procede a apagarlo con fuego. En concreto, prendiendo lo que se llama un contrafuego: unas llamas bajo control que destruyen la vegetación y dejan al incendio principal sin combustible.

El cambio de táctica llegó con el estallido de la llamada Primavera árabe en 2011. Hasta ese momento, la lucha planteada —o así lo pintaba la propaganda estadounidense— era entre la civilización occidental y un frente islámico que practicaba un culto a la muerte y encontraba su razón de ser en rebanar cuellos de cristianos y hacerse estallar en la vía pública con cinturones explosivos, convencido de que morir matando acelera la llegada del califato mundial.

Con la Primavera árabe, de repente, los movimientos islamistas estaban del lado de los demócratas

Quienes entonces señalábamos que ese ideario tiene poco de islámico y se asemeja más a una película de Fritz Lang (“Cometer atentados tan absurdos que ni siquiera los entiendan quienes los cometen”, en palabras del doctor Mabuse, 1933) nos vimos frente a un consenso expresado en el concepto de “Choque de civilizaciones”: el islam, eso parecía durante los años que siguieran a aquel 2001, era una oscura fuerza del mal, irracional, inexplicable, o solo interpretable para quienes supieran descifrar tratados teológicos del siglo XIII.

Esto cambió con la Primavera árabe. De repente, los movimientos islamistas estaban del lado de los demócratas que se manifestaban en la plaza Tahrir contra los dictadores. No eran exactamente los yihadistas, pero sí eran quienes predicaban aquellas leyes y difundían los tratados teológicos que fundamentaban el ideario de la yihad: salafistas, Hermanos Musulmanes, devotos del Corán y de las mujeres decentemente tapadas. Todos aquellos que durante años habían formado el frente “antioccidental” —así se definían ellos mismos, antioccidentales y antiimperialistas— eran de un día para otro los adalides de una democratización jaleada y aplaudida por Occidente, desde los partidos de la izquierda europea a los asesores de Barack Obama.

Ocurrió en semanas: frente a una muchedumbre popular que por su simple masa, de forma casi espontánea, es capaz de echar a dictadores, sin haberse planteado aún qué vendría después, se colocan de repente señores con la barba bien recortada que llevaban años preparándose para ese después. El salafista Rached Ghannouchi regresa del exilio de Londres para ganar las elecciones en Túnez; en Egipto es Mohamed Morsi, igualmente cercano a los Hermanos Musulmanes, un movimiento que no comparte estrategia ni métodos con los yihadistas, pero sí objetivo: una teocracia.

En Siria y Libia no hay manera de llegar al poder mediante elecciones; allí es el turno de Al Qaeda. Tras meses de guerra civil contra Gadafi, una brigada rebelde toma Trípoli, con apoyo aéreo de la OTAN. Al mando está Abdelhakim Belhadj, antiguo combatiente muyahidín en Afganistán, miembro de Al Qaeda, asistente cercano de Osama bin Laden y del mulá Omar, el jefe de los talibán. O eso cree la CIA, que en 2003 le pidió a la policía de Malasia que lo detuviera, lo hizo internar en una prisión secreta en el aeropuerto de Bangkok y finalmente lo entregó, todo ello sin juicio, a Gadafi, que lo encarceló pero lo acabó amnistiando en 2010, poco antes de la rebelión. Menos de un año y medio más tarde, Abdelhakim Belhadj es comandante militar de Trípoli con el beneplácito de la OTAN y Washington.

Asad recurrió el primero al método del contrafuego: liberó en masa a los yihadistas más recalcitrantes

El mismo escenario se prepara para Siria. Antes de terminar el año, los antiguos yihadistas libios envían ya hermanos bien armados y entrenados al frente de guerra de Yebel Zawiya. Empieza el goteo, luego arroyo, riachuelo y pronto torrente de yihadistas extranjeros a Siria. Los primeros son libios nacidos y criados en Irlanda. Luego se apunta media Inglaterra, Francia, Bélgica y el Magreb, todos jurando lealtad a la bandera negra de Al Qaeda para combatir a Asad. Pero en Europa, aquello sigue contando como revolución democrática popular. Porque así había empezado, efectivamente, y nadie se quiere fijar mucho en que todos los portavoces de la oposición son ahora señores barbudos con largos años en el exilio y que las pocas mujeres que aparecen llevan todos velo. Será así como es Siria, piensan en Europa. Si quieren una democracia machista y teócrata, habrá que apoyarlos; la democracia de los derechos y libertades es solo para los europeos.

La imperdonable ceguera de la izquierda europea de considerar adalides de la democracia a una pandilla de mercenarios salafistas solo porque combaten a un cruel dictador se ve superada, desde luego, por la ceguera, aún más imperdonable, de otros sectores de la izquierda que jalean y enaltecen a ese cruel dictador como adalid de las libertades, solo porque Estados Unidos lo ha designado enemigo y por lo tanto convertido —abracadabra— en antiimperialista. Si las libertades se deben defender masacrando y bombardeando a un pueblo cansado de décadas de dictadura, habrá que apoyarlo: la democracia de los derechos y libertades es solo para los europeos.

Apoyado en un imperio, el ruso, y tolerado por otro —Washington nunca hizo un intento serio de acabar con Asad: demasiado útil era la guerra para quemar a todo vecino de Arabia Saudí—, Asad recurrió el primero al método del contrafuego: liberó en masa a los yihadistas más recalcitrantes que hasta entonces, en estrecha coordinación con la CIA, mantenía en las mazmorras (Siria era uno de los destinos favoritos de las “entregas extraordinarias”, es decir el secuestro y la tortura de civiles de los que Estados Unidos sospechaba que pudieran saber algo de Al Qaeda, aunque a menudo simplemente los compraba a granel). Supervivientes endurecidos tras pasar por sus Guantánamos locales, estaban listos para una batalla sin cuartel. Escenificaban, ahora en vivo y en directo ante las cámaras, toda aquella cultura rebanacuellos que durante años Estados Unidos se había esforzado en crear como imagen de marca del “islam”. Solo que ahora ya era tarde. Ahora, Al Qaeda eran los buenos.

¿Para qué gastarse un billete de avión si se puede llegar a la misma gloria masacrando a dibujantes?

Al Qaeda se disoció de lo que se fue llamando Estado Islámico (Daesh en árabe) y finalmente se cambió el nombre varias veces, de Frente Nusra hasta Tahrir Sham, en un esfuerzo de blanquearse todo lo posible, confundiéndose entre una miríade de siglas cambiantes de milicias alzadas contra Asad y pronto aliadas con Turquía, miembro de la OTAN. Estados Unidos gastó millones en repetir el truco del contrafuego e intentar forjar una fuerza sólida con estos yihadistas para enviarlas a combatir contra el Estado Islámico. Fracasó estrepitosamente: en la primera batalla, la mayor parte se pasaba con armas y bagajes al enemigo. Eran los mismos.

Es lo que pasa cuando uno coloca contrafuegos: al final todo arde. A Asad le vino bien: su estrategia es la tierra quemada.

Mientras tanto, a otra escala, se repetía la misma escenografía en Europa, donde iban floreciendo las redes que reclutaban a los yihadistas para enviarlos, casi siempre a través de Turquía, a Siria donde se convertían en combustible barato. Si se toma como base la población nominalmente musulmana —la que podría tener, acorde a la teoría del choque de civilizaciones, un interés natural de combatir bajo la bandera negra para instaurar el califato mundial— no son los países islámicos donde prende la chispa de la yihad: es Europa. Incluso en números absolutos, Bélgica, Reino Unido y Francia juntos exportan a más yihadistas que Egipto, Argelia y Turquía juntos, estiman algunos.

Que vayan a quemarse, parece durante unos años la consigna: así no molestan. Hasta que empiezan a molestar. Lo de los retornados que iban a cometer atentados en suelo europeo nunca fue más allá de una gran, una enorme mentira para asustar a la ciudadanía y justificar una política ilegal de rechazo a los refugiados, reemplazando el menos elegante discurso xenófobo contra la inmigración. Lo que sí fue y sigue siendo un peligro real es aquel sector de yihadistas captados que por algún motivo tienen pereza de viajar hasta Siria para morir matando: ¿para qué gastarse un billete de avión si se puede llegar a la misma rápida gloria masacrando a dibujantes o cortándole el cuello al profesor de la escuela del barrio?

Ahi, Europa se despierta con una década de retraso —recuerdo haber publicado en 2006 la frase “La futura generación de islamistas no saldrá de las universidades, sino de los colegios y, quizás, las guarderías de Europa”— y se plantea que lleva veinte años criando a yihadistas, por obra y gracia de una tupida red de mezquitas financiada por Arabia Saudí, Qatar, Kuwait, Emiratos y una miríade de muy acaudaladas organizaciones vinculadas con alguna de estas petromonarquíes en permanente competición. Mezquitas inauguradas por reyes, presidentes y ministros europeos, desde Juan Carlos a Balduino.

Como ha demostrado el estudioso francés Olivier Roy, los veinteañeros de barrio, pequeños delincuentes tornados en musulmanes renacidos que acaban convertidos en asesinos ad maiorem gloriam Dei, no son directamente discípulos de los imames de esas mezquitas: allí no se exhorta a la violencia. No. Solo se predica un modo de vida, unas normas teocráticas, unas escrituras teológicas y una segregación —de sexos, de creyentes frente a impuros— que proveen el marco imprescindible para el fanatismo, el fundamento necesario para creerse algo mejor que el resto de la sociedad, un puro, un salvador, un vengador. No se entregan pistolas, solo se mezcla la pólvora.

El método de los contrafuegos funciona. Solo tiene un fallo: quema a quienes se hallan en medio

Esa red espontánea de yihadistas que se enganchan a la fe —una fe que sí se predica en las mezquitas salafistas y que no tiene nada que ver con la religión de sus padres, aquello que fue el islam hasta hace dos generaciones, el de los inmigrantes magrebíes— como si fuese una droga, como si fuese el nuevo éxtasis, con Siria convertido durante unos años en la gran rave, pero ahora convertidos, a falta de fiesta, en consumidores caseros, sí son un peligro para Europa, para todos los europeos, incluidos los millones de musulmanes que habitan el continente, y especialmente para ellos: antes de morir matando segregan, castigan, atemorizan. Son, aun en vida, un explosivo plantado que impide la convivencia en una sociedad laica abierta a la inmigración. Sobre todo se la impiden a las mujeres que creen suyas, de su comunidad: no hay que mezclarse con los impuros.

Y no falta en Europa quien ha tenido la gran idea de combatir este incendio con un contrafuego. Abundan las propuestas de intensificar el contacto con las mezquitas para formar a los imames, respaldarlos, facilitar su trabajo para que puedan alcanzar mejor a esos balas perdidas y enseñarles el verdadero islam, aquel que dice que no hay que matar (al menos no sin una orden judicial que previamente haya establecido que una mujer es efectivamente culpable de haber follado sin casarse). Si estos imames, así lo dice la teoría de estos bomberos políticos, pueden convencir a los jóvenes de vivir el islam correcto y verdadero en Francia o Alemania, siguiendo al pie de la letra a Ibn Taimiyya y todos los demás teólogos del siglo XIII, sin necesidad de matar a nadie, entonces el problema se resuelve. Se trata de quitarle el combustible a los captadores de la yihad: una vez convertidos en seguidores de un imam pacífico, ya no serán fácil presa de un reclutador con daga o kalashnikov.

El método de los contrafuegos funciona. Solo tiene un fallo: quema a quienes se hallan en medio. Respaldar a los imames salafistas para que les disputen las almas a los yihadistas es exactamente esto: armar a Al Qaeda para acabar con el Daesh, respaldar a los talibanes para acabar con ISIS-K. Es la receta para convertir también la población musulmana de Europa en tierra quemada.

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© Ilya U. Topper |  Primero publicado en El Confidencial

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