Coranovirus
Ilya U. Topper
Escucha, puta, como te pille… He encontrado tu perfil, te llamas Hakima, tenemos amigos en común. Voy a buscarte a ti y a tu puta madre allá donde estés, coño. Juro por Dios que pienso torturar al maricón de tu padre, hija de puta, estás avisada. Iré a por ti. Te voy a masacrar. Te voy a meter en la puta miseria, puta que eres.
Abbas Arifi acaba de cumplir 28 años. Es marroquí. Nació en Al Jadida y vive en Luxemburgo. Ha estudiado la carrera de ingeniería mecánica en Universidad de Lorena en Francia y nada más terminarla ha empezado a trabajar como ingeniero hidráulico en una multinacional de papel y fibra en la misma región. Se dedica a la fotografía, se presenta como “cinematógrafo” en Instagram y da sus primeros pasos en el mundo del negocio audiovisual, con vídeos de calidad profesional.
A Abbas Arifi le gustan los coches de alta gama y la música dance. No es alguien a medio camino entre dos culturas sin pertenecer a ninguna: es orgullosamente marroquí y aunque habla francés perfecto, en las redes sociales casi siempre escribe en dáriya, el árabe magrebí. Se pasea con la bandera marroquí por el festival de Tomorrowland en Bélgica donde pincha Armin van Buuren y le encanta viajar al Atlas y hacer vídeos sobre su ciudad natal, blanca en la costa atlántica. Allí se educó, fue a un colegio privado. Su familia es de la típica clase media marroquí, tirando a medio alta: su padre, de familia modesta, estudió ingeniería y trabaja para la empresa nacional del fosfato. Es un hombre creyente al que le gusta posar bajo los cedros con un sombrero de cowboy.
Voy a buscarte a ti y a tu puta madre allá donde estés, coño. Juro por Dios que pienso torturar al maricón de tu padre.
Abbas tiene muchas amigas. Ninguna de ellas lleva velo. Ni sus hermanas, primas, tías. Ninguna
Abbas también es creyente. Aunque probablemente, como la mayoría de los marroquíes, solo conoce las mezquitas por fuera, y por interés arquitectónico. Se ríe cuando un colega en Facebook lo llama pagano por hacer flexiones durante el confinamiento en lugar de rezar. Cuando posa con el equipo francés en alguna fiesta, todo el mundo cerveza en mano, cuida de sostener un vaso inocuo, aunque se ríe cuando los colegas le dicen que esconde el botellín a sus espaldas. Solo una vez, a los 22 años, publicó una foto agarrando una botella de Jack Daniels. Y perjurando: “Pero si todo el mundo sabe que no bebo, que soy musulmán, que solo me he hecho la foto porque me gustaba la forma de la botella”. Risa generalizada.
Abbas tiene humor: Ha difundido un meme llamado “La rana Gustavo marroquí”, que muestra al simpático anfibio intentando rezar en ramadán y abandonando el intento por puro cansancio. También se ríe con el chiste del que llega al infierno y desconcierta a Satanás al confesar que se ha liado un porro con las páginas de la Biblia.
Iré a por ti. Te voy a masacrar. Te voy a meter en la puta miseria.
Abbas tiene muchas amigas. Ninguna de ellas —y salen muchas en las fotografías que comparte— lleva velo. Ni sus hermanas, primas, tías. Ninguna. Son ingenieras, informáticas, enfermeras, fisioterapeutas, diseñadoras, economistas. Los días de fiesta posan en kaftan de colores, guapísimas, luciendo el resultado de horas de peluquería, el resto del tiempo llevan camiseta y vaqueros o falda corta. Como en cualquier familia marroquí de clase media de Al Jadida, Safi o Casablanca. Algunas lucen un escote digno de Rihanna o un ombligo con piercing. La mayoría vive en Marruecos, alguna en Francia y España. Todas le ponen corazoncitos a Abbas y le felicitan por haber encontrado su gran amor, la chica que sale en su foto de perfil, abrazada a él, igual de guapa y arreglada que las demás. Son novios formales: la ha presentado a la familia y se ha puesto hasta anillo. A todas, Abbas les responde con cariño y amor. Por supuesto sin abandonar nunca su pose de guaperas viril. A los chicos los llama ‘bro’, al estilo del Bronx: brother, tronco, hermano. Todo el mundo lo quiere. Es el novio perfecto. Usted, lectora, podría enamorarse de él.
Hakima es una chica de 29 años, nacida en Marruecos. Ella se ha criado en España, vive allí, tiene la nacionalidad. Es feminista. Harta de ver cómo los derechos de las mujeres —los suyos propios— se pisotean día tras día con la excusa de que dios lo manda, nuestra religión lo dice, el libro santo lo ordena. Harta de valer menos que sus hermanos, de tener que taparse, no salgas así a la calle, que eso va contra nuestra religión, ponte el hiyab, que así lo manda el Corán. Es fácil estar harta de la religión cuando esa religión la usa todo el mundo para que tú no tengas derechos.
Este mes, Hakima se entera de que a Amna, en Túnez, y a Sanaa, en Francia, les están haciendo la vida imposible en las redes sociales, con avalanchas de amenazas de muerte, por haber compartido un poema en forma de sura coránica sobre el coronavirus. Es una coña, un cachondeo, como si escribiéramos una padrenuestro: virus que estás en los cielos como en la tierra. Cuando se desata la furia de los islamistas, nadie se solidariza con ellas. La policía de Túnez abre juicio a Amna por “ofensa a la religión”: la vista judicial será el 28 de mayo. En Francia, Sanaa intenta denunciar las amenazas, pero la policía no le hace caso: estamos en época de coronavirus, y no interesa el coranovirus. Nadie en Argelia, ningún partido de izquierdas, se solidariza con ella.
Hakima se solidariza. Enciende la cámara del móvil, se desordena los rizos, se encomienda a Dios con una sonrisa y salmodia los versos del coronavirus como si realmente fuese una sura coránica:
En verdad os digo, hermanos, en verdad
que el virus, gran calamidad
llegó desde la China lejana con nocturnidad
Lloraron los infieles ante su crueldad,
gran plaga y mortal enfermedad
que no distingue entre criado, rey ni abad.
Vuestros hábitos abandonad, en la ciencia confiad.
El pan vuestro de cada día en casa amasad.
En vuestras habitaciones os confinad.
Y vuestras manos con abundante jabón lavad.
Amén
Escucha, puta, como te pille… He encontrado tu perfil, te llamas Hakima, tenemos amigos en común. Voy a buscarte a ti y a tu puta madre allá donde estés, coño. Juro por Dios que pienso torturar al maricón de tu padre, hija de puta, estás avisada. Iré a por ti. Te voy a masacrar. Te voy a meter en la puta miseria, puta que eres.
Es el mensaje de voz que recibe Hakima horas más tarde, junto a otros 600 mensajes de insultos, amenazas, maldiciones. La furia islamista en cuanto alguien no agacha la cabeza ante lo que ellos llaman su religión. El remitente es Abbas Arifi.
Abbas Arifi no es islamista.
Abbas Arifi es un chico normal, como otros cientos de miles de marroquíes, un chico al que le gusta divertirse, trabajar, ser un artista del vídeo, tener novia. La religión no manda en su vida. A él nunca le han prohibido irse de fiesta ni le han mandado taparse el pelo porque nuestra religión lo ordena. Ni se lo dice él a su novia. Ni a sus hermanas. Pero ahí está, advirtiendo a una chica a la que no conoce de nada de que irá a buscarla para masacrarla porque ella ha leído unos versos que riman.
Se apuntan entusiastas a una causa que justifica amenazar de muerte a una desconocida
La banalidad del mal, así lo llamaba Hannah Arendt, y la frase se ha citado hasta la saciedad, pero Arendt hablaba de Eichmann como un burócrata que obedecía órdenes: era parte de una máquina y no se planteaba otra cosa que cumplir con su rol de la forma más eficiente posible. Los miles de chicos como Abbas Arifi no reciben órdenes de nadie: ellos mismos se consideran piezas de una maquinaria mayor, se apuntan entusiastas a una causa que justifica amenazar de muerte a una desconocida. Una maquinaria llamada islam y destinada, creen, a arrollar, a aplastar a cualquiera que se atreva a alzar la voz.
Son muchos. Son legión. Cuando se desata una tormenta de acoso como a Sanaa, Amna o Hakima, se van etiquetando en las redes sociales para hacer acudir a los demás, a esos bro, esos troncos. Una llamada a la guerra santa, podría pensarse, pero no es eso. Nadie menciona la palabra yihad. Se asemeja mucho más a una violación colectiva, con los colegas haciendo cola.
Una violación colectiva: ellos son casi todos chicos, las víctimas son siempre chicas. El autor de los versos coranovíricos no fue víctima de linchamiento. Tampoco el famoso youtuber argelino Djilou, residente en Francia, que difundió la ‘sura’: amenazar a un hombre no les pone. Lo que se la pone dura a los colegas es llamar puta a una chica. Pensar que ella se asusta, que tiembla de miedo.
No son unos hermanos Kouachi. Los dos terroristas que masacraron en enero de 2015 la redacción de Charlie Hebdo con armas automáticas tenían el perfil exacto del islamista radical que buscó refugio en la mezquita porque se sintió oprimido, machacado, rechazado por la sociedad occidental, el que se entregó a la religión para dar sentido a su vida: huérfanos, con la infancia destrozada por pedófilos en París, carne de instituciones, repartidores de pizza luego. Siempre lo he dicho: es el racismo de la sociedad europea el que fomenta el extremismo islámico en los barrios de la periferia, guetos de la inmigración de segunda generación.
Vean a Abbas Arifi tirarse a la piscina en un jardín de Al Jadida, bailar en Tomorrowland, brindar con las ingenieras de una fábrica francesa, seductor, admirado. Y luego escuchen su mensaje.
Escucha, puta, iré a por ti. Te voy a masacrar. Te voy a meter en la puta miseria, puta.
A Salman Rushdie lo condenaron a muerte en 1989. Por haber publicado la novela Los versos satánicos. Han pasado treinta años; ahora todo es más fácil. Ahora basta un folio con unos versos coranovíricos. Porque la religión ha ido mutando. Antes, ser musulmán era encomendarse a Dios. Había que ser radical, extremista, abducido por un imam barbudo para pensar en matar a otros por una broma. Ahora basta con ser un chico normal. Basta con ser machista. Guaperas y machista.
El nombre de Abbas Arifi es ficticio: publicar el verdadero podría ser un delito contra el derecho a la intimidad y tener consecuencias legales. Los nombres de las víctimas son reales. Ellas dan la cara.
Han perdido el miedo.
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© Ilya U. Topper | Especial para MSur
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