El terror
Ilya U. Topper
«Tal vez el gobierno debería dedicar un uno por ciento de lo que dedica a la lucha contra ETA a combatir la costumbre de matarla porque era mía. Porque son dos tipos de terrorismo perfectamente comparables: los hombres que matan a sus compañeras no son locos. Responden a una ideología concreta…»
Esto lo escribí en febrero del año 2000 —hace veinte años, sí — en mi columna en la contraportada del diario andaluz Europa Sur. Aún existía ETA, claro. Aún se reunían decenas de miles de personas en la Puerta del Sol para protestar contra los asesinatos de la banda nacionalista. Y dos decenas de mujeres y unos pocos hombres para protestar contra los asesinatos machistas. Aún no había cifras oficiales del número de víctimas anuales (empezó en 2003). Aún no había una ley específica que se propusiera acabar con estos crímenes. Y por supuesto, estos crímenes aún no se llamaban “violencia de género”: aún decíamos machismo.
Recuerdo la columna porque llevo tiempo leyendo críticas contra la ley de violencia de género. Y no por su nombre. A las críticas del nombre me adhiero: en mala hora cayó el feminismo en la trampa de ocultar púdicamente la violencia patriarcal y machista bajo el eufemismo “género”. No solo por eufemismo, sino también por ser un anglicismo incomprensible para la mayor parte de los hispanoparlantes y por lo tanto apto para ser utilizado y torcido en cualquier sentido. Los resultados los vemos hoy: lo que antes era machismo ahora es una ferviente pasión de hombres por pintalabios, medias de rejilla y lentejuelas.
«Pedían medidas del gobierno, pedían seriedad a los jueces, pedían que nos diéramos cuenta”
Pero esta no es la crítica que se ha hecho a la ley. Sino que la ley trata distinto a un crimen —violencia, asesinato— por el sexo de la persona que lo comete. Lo cual, dice algún jurista, es inadmisible: ha de juzgarse el delito, no la persona, y no se pueden imponer castigos desoyendo el mandato constitucional que prohíbe discriminar por sexo.
Es cierto que en los últimos años, a la sombra de esta ley, se ha extendido por las redes sociales una disposición a creer que efectivamente se puede prejuzgar según el sexo: que una denuncia, si es de una mujer contra un hombre y referida a un delito de machismo, ha de ser cierta, sin necesidad de pruebas ni sentencia. Eso sí es contrario no solo al principio de igualdad de sexos, es decir al feminismo, sino a la justicia: la presunción de inocencia es una base de todo ordenamiento jurídico desde los antiguos romanos y es necesaria. Socava la confianza en la justicia un delito sin castigar, pero la socava mucho más aún castigar a un inocente (porque la sociedad se mantiene en pie por quienes respetan la ley). Por eso se ha de probar el delito y nadie está obligado a demostrar su inocencia. Ni siquiera en las redes sociales, aunque hoy parezca.
Por supuesto, no da pie a ello la ley contra la violencia machista aprobada en 2004, que es precisamente la ley que pidieron a gritos —es un decir: lo hicieron con un elocuente y educado silencio, enarbolando pancartas— aquella veintena escasa de mujeres y hombres en la Puerta del Sol cuando yo pasé por ahí en el año 2000. “Pedían medidas del gobierno, pedían seriedad a los jueces, pedían a las autoridades que hicieran caso cuando una mujer denuncia una amenaza de muerte (casi todos son casos de muertes anunciadas). Pedían que nos diéramos cuenta”, escribí entonces.
Celebré que se aprobara la ley y lo sigo celebrando hoy, pese a que su enfoque de tomar medidas de cautela —para salvar vidas— ha dado lugar a campañas que tergiversan la idea de la justicia. Pese a que digan que una ley que solo juzga delitos de hombres contra mujeres es contraria a la igualdad. Y pese a que no faltará quien efectivamente intente usarla para socavar la igualdad que proclama el feminismo. Pero la ley, y eso es fundamental recordarlo, no juzga todo delito de un hombre contra una mujer. No juzga por el sexo del agresor. Juzga por su intención. Y la intención, esa sí, es un elemento de la jurisprudencia.
No es la ley la que le atribuye al hombre, por su sexo, la condición de criminal: es el machismo
La ley “tiene por objeto actuar contra la violencia que, como manifestación de la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres, se ejerce sobre éstas por parte de quienes sean o hayan sido sus cónyuges o de quienes estén o hayan estado ligados a ellas por relaciones similares de afectividad, aun sin convivencia”. Es decir: juzga delitos con motivo machista.
No es la ley la que le atribuye al hombre, por su sexo, la condición de criminal: es el machismo el que lo hace.
Es el machismo el que establece que todo hombre debe dominar a “su” mujer, vigilarla, controlarla, corregirla, castigarla si no se deja corregir y, en última instancia, aniquilarla cuando se siente traicionado (es decir, cuando su víctima se ha dado cuenta de que es víctima). Y no es un impulso personal repentino.
El marido que mata a “su” mujer cuando ella comete el delito de deserción no actúa solo: actúa acorde a unas normas aprendidas según las que cometer ese asesinato es la actitud recta, correcta, honorable. Lo dicen mil libros, películas, canciones (sí: hasta Joan Baez). Y antes de matar aterroriza: con insultos, amenazas, palizas.
Es una ideología concreta, determinada, con sus cánones, sus leyes —leyes en vigor en el código penal en muchos países— y sus escrituras fundacionales. La Biblia. El Corán. Con sus ideólogos y padrinos, como en cualquier ideología criminal: exégetas, obispos, rabinos, imames: léanse las leyes de la España nacionalcatólica, de cualquier país que aún se llama nacionalislámico, de aquel que se define nacionaljudío. Y si el código penal, por pudor, ya se ha reformado, lean las prédicas de sus clérigos. Los hombres que al final agarran el cinturón, el cuchillo, el arma, no son más que los sicarios, los pistoleros de una organización terrorista ubicua y empeñada en conservar su poder.
La violencia machista tiene el ánimo de subvertir el orden de la igualdad de mujeres y hombres
Y por ello, al igual que la ley establece agravantes para un asesinato cometido por cuenta de una organización terrorista, debe establecerlos para un asesinato con motivos machistas. Matar a alguien en una disputa personal es grave: acaba con una vida. Un asesinato terrorista es más grave: aterra, además, a cientos o miles de personas para obligarlas a cambiar de actitud si no quieren ser la próxima víctima. Tiene —cito una web de abogados— “el ánimo tendencial de subvertir el orden constitucional o alterar la paz pública”. Y no cabe duda de que la violencia machista —no salgas de noche, no hables con ese amigo tuyo, no me abandones o te mato— tiene el ánimo tendencial de subvertir el orden constitucional de la igualdad de mujeres y hombres. Tiene el ánimo de forzar a las mujeres —a todas las mujeres que puedan llegar a ser “de” un hombre— a actuar según ciertas normas, doblegarse, renunciar a la libertad.
No es la ley la que discrimina por sexos: es el machismo. Nada más fácil para un hombre que salirse de esa organización terrorista que es el machismo y dejar de amenazar, dejar de violentar, dejar de matar. ¿No es fácil? ¿Tan potente es la banda mafiosa como para mantener a sus propios sicarios amedrentados? Más motivo para rebelarse contra ella. Más motivo para endurecer la ley.
¿No es esta, se pregunta usted, una columna para el 25 de noviembre, Día de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer? Mañana es el 8 de Marzo, Día de la Mujer Trabajadora: ¿qué tiene que ver? Tiene todo que ver. Porque lo que exigimos el 8 de Marzo no es que las mujeres tengan mayores salarios, más formación, mejores condiciones laborales: exigimos que tengan derecho al trabajo. Exigimos que se quiten las trabas que les impiden trabajar en condiciones de igualdad con los hombres ( (por salarios y condiciones también hay que luchar y para ello se inventaron los sindicatos y se celebra el 1 de Mayo, obviamente sin distinción de sexos).
“Tal vez sea un terrorismo menos visible pero sólo se diferencia de ETA en dos cosas…»
El derecho de la mujer al trabajo era una reivindicación fundamental a inicios del siglo XX cuando el movimiento socialista fijó el día, y estaba inextricablemente ligado al derecho al voto (ese era el lema del 8 de Marzo de 1914 en Alemania) y también al derecho a anticonceptivos y aborto (veo un cartel de 1928 de Viena). Porque no se trataba de salarios: se trataba de igualdad.
No, el derecho al trabajo, al movimiento, al dinero propio no era algo obvio: aunque a partir de 1958, las mujeres en Alemania pudieron sacarse el carné de conducir sin autorización del marido, la ley de ese año les permitía trabajar solo en la medida en la que fuera “compatible con sus obligaciones en matrimonio y familia”. A partir de 1962 pudieron incluso abrir una cuenta bancaria sin permiso del marido. En España, ya sabemos, fue en 1975. En muchos países a nuestro alrededor aún están en vigor trabas similares. Legales o sociales. Es todo un sistema, repito, apuntalado y atornillado por escritos, cánones, proclamas ideológicas: las mujeres son, las mujeres deben, las mujeres sirven para.
Y la que se rebela contra este sistema se expone a violencia. A insultos, a amenazas, a muerte. Es la esencia del machismo. Por eso, esta violencia merece una ley que prevea agravantes en comparación con otras agresiones: porque tiene ánimo de subvertir el orden de igualdad. Es terrorismo.
“Tal vez sea un terrorismo más difícil de combatir, menos visible, más difuso —terminaba mi columna del año 2000—. Pero en realidad sólo se diferencia de ETA en dos cosas: en que no alcanza a políticos, empresarios y militares sino a nuestra vecina del tercero. Y en que cada año mata a tantas personas como ETA ha matado en los últimos cinco años: sesenta personas”.
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© Ilya U. Topper | Especial para MSur · Marzo 2020
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