Antonio Colinas
«La lengua es la suma expresión de libertad»
Alejandro Luque
Aunque su producción literaria abarca géneros como la narrativa, el periodismo, la traducción y el ensayo, Antonio Colinas (La Bañeza, León, 1946) es, sobre todo y por los cuatro costados, poeta.
Encasillado en la órbita de los novísimos, sus versos han logrado trascender cualquier clasificación reductora, yendo del más gozoso esteticismo a un claro posicionamiento moral y civil. Libros como Sepulcro en Tarquinia —premio de la Crítica en 1976—, Jardín de Orfeo o Los silencios de fuego figuran entre lo mejor de la lírica española de las últimas décadas.
Además, Colinas pasa por ser, con diferencia, el más mediterráneo de los poetas leoneses: a su cercanía a Italia y Grecia cabe sumar su estrecha vinculación con Ibiza, donde residió dos décadas, y adonde retorna con frecuencia: precisamente desde esta isla balear accedió a conversar, vía correo electrónico, con M’Sur.
Repasando su Obra poética completa, da la impresión de que hasta Sepulcro en Tarquinia su obsesión es el espacio leonés, y a partir de ese libro, en el 75, aparece Italia, luego Grecia… ¿Fue su personal descubrimiento del Mediterráneo?
Fue mi estancia de cuatro años en Italia. Aparece desde entonces una Italia de los nombres propios, de las ciudades, las lecturas, la del Renacimiento, que representó de manera ideal los ideales de Verdad y Belleza, aparte de ese sentido de universalismo que a mí siempre me ha interesado mucho. Luego, sí, la mirada se extiende por el Mediterráneo, más a través de los símbolos de este mar. Algo que ya va unido a mis 21 años de estancia en la isla de Ibiza, pero también a vivencias como las que he dejado fijadas en “Cuaderno de la luz”, la última de las partes de mi libro Desiertos de la luz, que escribí después de hacer dos viajes a Palestina e Israel en el plazo de un mes.
Tradujo a Collodi, a Leopardi, a Quasimodo… ¿Qué le unió más a Italia, el aprendizaje de la lengua o la convivencia con sus vecinos?
Las dos cosas, pero desde luego la lengua es lo más vivo. Nunca se acaba de conocer a la perfección una lengua, ni la propia (ello lo sabe muy bien el traductor), pero leer a Dante o a Leopardi en su lengua supone una experiencia muy especial.
Usted vivió de lleno los anni di piombo. ¿Cómo vivió aquella época de tensiones? ¿Era tan diferente a la Italia actual?
Sí, fueron unos años muy duros y complejos socialmente. Al poco tiempo de llegar sucedieron hechos tremendos, como la bomba de la Banca della Agricultura, la muerte de Feltrinelli, el atentado de la estación de Bolonia, el asesinato de Aldo Moro… Hoy Milán es una ciudad con menos niebla y contaminación, más apacible. Es una ciudad a veces difícil, pero muy especial y puntera siempre económica y culturalmente. Luego, tiene unos alrededores maravillosos (los lagos, los Alpes); espacios que aparecen al fondo de la segunda de mis novelas, Larga carta a Francesca, y en muchos de mis artículos.
A este paso, con tanto derrumbe de muros, Pompeya sólo existirá en los grabados antiguos y en los poemas. ¿Está más amenazada la antigüedad clásica —su patrimonio— ahora que en todas las guerras de los últimos siglos?
Sí y no. Hay que pensar que en Pompeya vemos una ciudad romana prácticamente como cuando estaba viva. Menos sus habitantes y los techos de los edificios, casi la ciudad nos parece real. Y luego está ese complemento excepcional que es el Museo Nacional de Nápoles, donde se hallan la mayoría de las piezas encontradas en Pompeya, Herculano, Stabia. Pompeya es la expresión ideal de lo que yo he llamado las “ruinas fértiles”, algo que más tiene que ver con la vida que con lo caduco y lo muerto. Por eso precisamente me ha interesado tanto la arqueología.
Se ha dicho hasta la saciedad que usted podría haber sido uno de los Nueve novísimos. Ahora que se han cumplido 40 años de la antología de Castellet, y a la vista de la deriva que han tomado la mayoría de los antologados, ¿le alivia no haber estado allí?
Creo que las cosas suceden como deben suceder. Yo acabé siendo lo que la crítica ha reconocido como un “novísimo heterodoxo” o un “novísimo independiente”. A la larga, todos los componentes del grupo que aún escriben han acabado siendo voces independientes, han evolucionado, aunque aquellas características primeras comunes fueron importantes (nueva sensibilidad, nuevo lenguaje, nuevas lecturas, reacción contra prosaísmo, neoclasicismo y poesía “social”, etc). Creo que Castellet dijo que no me había incluido en su antología porque yo era un poeta “demasiado clásico”. Y tenía razón.Mis endecasílabos y mis alejandrinos, la emoción, la pureza y la intensidad de mi poesía, mi fidelidad a autores como Antonio Machado, el tema de la naturaleza, mi aproximación a lo “sagrado” a partir de Noche más allá de la noche, han perdurado hasta hoy. Luego, Enrique Martín Pardo publicó su Nueva poesía española en la que corrigió a Castellet, al valorar otras sensibilidades. Pero al parecer mi ausencia de la primera de las antologías ha acabado siendo un tema de preceptiva literaria. Era natural que yo no estuviese allí, aunque respondiese como los demás al cambio radical que era necesario. Ahora, a primeros de octubre, Cosmopoética dedicará en Córdoba unas jornadas a los novísimos.
También se dice que para ustedes, el culturalismo era una válvula de escape frente a la grisura y uniformidad de la España de entonces. ¿Volverá a hacer falta en estos tiempos? ¿Hay que huir a Venecia?
A mí me interesa más hablar de cultura que de culturalismo, y en concreto de cultura como sinónimo de vida. Siempre que la cultura sea algo fértil, germinal, pervivirá y será necesaria. En este sentido, la poesía de los “novísimos” fue un extraordinario revulsivo que deshizo muchas grisuras. Venecia también fue para mí símbolo de vida, no un tema “culturalista” más. Algunos creen que mi poema “Encuentro con Ezra Pound” fue una recreación literaria, cuando respondía a un hecho real. A veces la realidad, en esos años míos en Italia, fue más poética que la misma poesía. Venecia también era un revulsivo en aquella España de finales de los años 60.
Y entonces llegó a Ibiza: ¿Recuerda cómo fue su descubrimiento de la isla?
La Fundación Juan March me concedió una de sus Becas de Creación Literaria y para allá me fui un año a escribir el que habría de ser mi libro Astrolabio. Me fui para un año y me quedé viviendo 21. Le debo mucho a aquellos años en la isla, aunque vuelvo a ella cada verano. Algunos de los libros que escribí allí fueron el resultado de una larga investigación, como la biografía de Giacomo Leopardi o Rafael Alberti en Ibiza. Es donde redescubro también el Mediterráneo en sus símbolos: la luz, el mismo mar, la nave, la gruta, el náufrago, los distintos árboles. Es también donde nacieron mis Tratados de armonía, mis libros de aforismos que valoro mucho y que explican muchos aspectos de mi obra y de mi vida en esos años ibicencos.
¿Cómo vive un poeta esa periódica invasión del turismo, que es lo que casi siempre se muestra de Ibiza en los medios?
No hay una sola Ibiza, sino varias. Depende de donde “caiga” uno, sobre todo si es un turista de paso. No sólo existe la Ibiza del turismo, las discotecas o la moda. Hay, por ejemplo, una Ibiza interior muy rica: la que yo he reconocido como la del “microcosmo” de la casa payesa, un mundo autosuficiente, unos campos y bosques todavía indemnes. El mar siempre es más poderoso que todo. La isla posee una fuerza que perdura, aparte de haber sido un centro mundial (sobre todo años atrás) de libertad. Me refiero a una libertad bien entendida.
Para Alberti, que también vivió allí, Ibiza era la isla de Teócrito. ¿Qué acabó siendo para usted?
Lo mismo, cuando pienso en esa Ibiza interior, secreta. “Nochebuena en Atzaró”, uno de los primeros poemas que escribí al llegar a la isla lo muestra. En Astrolabio, hay una serie de poemas titulada “Libro de las noches abiertas” en la que encontramos esa Ibiza esencial. Aunque desde entonces, de una u otra forma, la isla aparece en todos mis libros de poemas.Los primeros años en la isla apenas viajaba. Luego me centré en las traducciones. La verdad es que trabajé y rendí mucho en esos años, pero también fui muy feliz.
¿Procede de aquella época su acercamiento al catalán? ¿Cómo fue esa experiencia?
Fue una aproximación natural, no impuesta, como algunos pretenden ahora. De la misma manera, hice lecturas más intensas de libros en catalán, aunque a través de poetas como Espriu o Carles Riba ya me había aproximado antes a ellos. Traduje también a algunos autores, como Villangómez Llobet, el patriarca de las letras ibicencas. En esa etapa primera en la isla me impresionó mucho la versión catalana que Riba hizo de la Odisea, y que me regaló otro poeta y amigo al que admiro mucho, Francesc Parcerisas.
¿Tiene, desde su conocimiento, alguna receta para atenuar las tensiones que provoca la cuestión de la lengua en Cataluña?
Una lengua es la suma expresión de libertad, es la palabra libre entre los labios. No se puede imponer una lengua, porque automáticamente viene el efecto de rechazo. Cuando peninsulares y extranjeros llegábamos a la isla el aprendizaje del ibicenco era un proceso natural; luego, toda la cultura se vio, creo yo, empobrecida. Y se lo dice una persona que ha amado mucho esa cultura del ámbito catalán. Yo hice todo lo posible, hasta donde me dejaron, por mantener ese diálogo entre lenguas y culturas, y así me lo hicieron saber de la Generalitat cuando me concedieron la “Cruz de San Jorge”.
“Hay que seguir mirando hacia Oriente, es decir, hacia donde viene la luz”. Esto lo dijo usted en 1980. ¿Lo tenía ya tan claro? ¿Cuántas decepciones se ha llevado desde entonces?
No me he decepcionado porque me han interesado las “raíces” de Oriente, la poesía y el pensamiento primitivo de Extremo Oriente, la poesía sufí, la kábala. Hoy los enfrentamientos bélicos en Medio Oriente envenenan ese diálogo. Alguien toma un móvil o toca la tecla de un ordenador y se propaga la guerra o el terror. Yo cuanto de esencial he sentido por Oriente lo he dicho en La simienta enterrada. Un viaje a China, pero también en los muchos años que hecho crítica literaria de las literaturas orientales.
Cuando muchos le tenían por un esteta desentendido de la actualidad, en los 90 sorprende con poemas que hablan de la guerra del Golfo, la de los Balcanes o el conflicto palestino-israelí. ¿En qué medida fue un giro para usted, y en caso afirmativo, qué lo motivó?
Siempre me ha interesado lo que yo llamo la “realidad-realidad”. Algunos de mis lectores primeros no han comprendido esa evolución de mi poesía hacia un humanismo que tiene su máxima expresión en el largo poema “La tumba negra”, que es un homenaje a Bach y a su música, pero también un repaso a la caída del muro, los totalitarios, las contaminaciones ideológicas y físicas. Siempre la vida estuvo detrás de mis poemas.También lo he demostrado por medio del periodismo y de algunos ensayos, como el titulado El bosque en llamas. Los temas medioambientales también aparecen en mi obra, los del mundo rural y sus problemas, la utopía del desarrollo infinito, la ceguera de las ideologías fanáticas, etc.
Para terminar, ¿hay algo sobre lo que Antonio Colinas no escribiría, bajo ningún concepto? ¿Alguna cuestión no susceptible de ser llevada al verso?
En principio, todo es digno de ser interpretado poéticamente, pero hay que hacerlo desde la sinceridad y desde un verdadero compromiso. Es muy cómodo y muy fácil escribir un poema “comprometido”, pero luego ambicionar el poder literario y social, no ser éticos. El poeta debe ser, ante todo, fiel a su voz, creer en ella y llevarla hasta sus últimas consecuencias.
La pregunta de…
Ben Clark
El año pasado, pese a la crisis, se publicaron cerca de 380 poemarios en España —sin contar las traducciones—. ¿Cree que son demasiados? ¿Cree que podemos hablar de una ‘burbuja poética’ que acabará, también, por implosionar?
Seguramente. La prueba del paso del tiempo es feroz con los poemas y los poetas. Siempre pienso al respecto en algo que me dijo Aleixandre: en su juventud había al menos un centenar de poetas muy conocidos, pero luego ya hemos visto que en su generación han quedado una docena de poetas. Poesía, como dijo Machado, es “palabra en el tiempo” y es el paso del tiempo el que dirá la última palabra sobre esos 380 libros y autores. Por otra parte, me merece un gran respeto el que haya ese número de libros de poemas, que se escriba mucho, pero comprendiendo siempre que una cosa es la creación literaria y otra el “mundo literario”. A veces los jóvenes sufren mucho por no conocer esta distinción.