Reportaje

El terremoto, el frio y la locura

MJ Del Valle
MJ Del Valle
· 10 minutos
Casas prefabricadas de Gyumri, instaladas en 1988  |   © MJ Del Valle
Casas prefabricadas de Gyumri, instaladas en 1988 | © MJ Del Valle

El frio que te muerde, que te mata, que te vuelve loco: una constante que algunas de las víctimas del terremoto que sacudió el norte de Armenia el 7 de diciembre de 1988 llevan sintiendo desde entonces. Era miércoles. Las 11.41 de la mañana. 24.000 personas murieron y miles se quedaron sin casa. 4.500 familias siguen viviendo en contenedores. Las condiciones infrahumanas en las que viven son el resultado de una sacudida de 6.8 grados en la escala de Richter, y de 25 años de transición, guerra y estancamiento económico, y representan los difíciles retos que Armenia tiene por delante.

Gyumri, conocida durante la etapa soviética como Leninakan, fue la ciudad más afectada por el terremoto. La temperatura media en invierno es de -10 grados. Buena parte de la ciudad quedó reducida a escombros. 25 años después aún pueden verse edificios en ruinas. Esparcidos por toda la ciudad hay miles de domik, contenedores que se habilitaron en un principio para dar refugio a los damnificados hasta que pudiera dárseles una solución permanente. Además de los contenedores, hay quien acondicionó vagones de tren o ensambló como pudo paneles de hojalata para construirse algo parecido a un cobijo.

La única fuente de calor es la llamita azul que irradia un hornillo de gas portátil

Algunos domik están en medio de la ciudad, o aislados en medio de un solar. Otros se agrupan en barriadas cubiertas de barro y basura. En una de ellas vive Mania Grigorian, de 93 años. Envuelta en varias capas de ropa, mantiene su frágil contenedor tan aislado como puede. Sobre la mesa se apilan seis o siete hogazas de pan. Su única fuente de calor es la pequeña llamita azul que irradia un hornillo de gas portátil. “No se puede llamar ‘vida’ a mi vida. Es imposible vivir aquí, uno se vuelve loco. No hay ducha, el retrete no funciona… Y hay muchos ratones. A veces cuando duermo siento que algo se mueve sobre mí”. Pero para Grigorian lo peor, con diferencia, es el frio.

Así llevan viviendo miles de personas en Gyumri durante un cuarto de siglo, 23 años más de lo que Mikhail Gorbachev había predicho que tomaría reconstruir los daños sufridos tras el seísmo. Pero a esa predicción le faltó tiempo: al coloso soviético le quedaban apenas tres años de vida. La propia forma de encarar la tragedia representa la transformación que una casi moribunda Unión Soviética estaba experimentando: fue la primera vez desde la II Guerra Mundial en que la URSS pidió ayuda formalmente a Estados Unidos. Además, frente al secretismo que envolvió el desastre nuclear de Chernobyl en 1986, en esta ocasión las autoridades soviéticas no dudaron en achacar el elevado número de víctimas a la mala calidad de sus propios edificios.

«Acabábamos de independizarnos, por eso no podíamos hacer las cosas más rápido»

Antes de que la Unión Soviética fuera desmantelada a finales de 1991, 4.000 apartamentos habían sido construidos. Después, la infraestructura destinada a edificar más viviendas fue vendida como chatarra. Según Albert Margaryan, responsable de Desarrollo Urbano del gobierno de la región de Shirak, de la que Gyumri es capital, la desintegración de la URSS poco después del terremoto es uno de los motivos por los cuales el proceso de reconstrucción ha sido tan lento: “La infraestructura principal de la ciudad – electricidad, agua, canalización, escuelas, hospitales, carreteras – quedó destruida. Acabábamos de independizarnos, por eso no podíamos hacer las cosas más rápido. Tuvimos que reconstruirlo todo, no pudimos prestar atención a un grupo de personas y dejar al resto desatendidas”.

Además de escuelas, hospitales y carreteras, Gyumri perdió sus fábricas: fueron 179 las que dejaron de funcionar (un 90% del total). Sus esqueletos se erigen hoy fantasmagóricos en una zona industrial muerta. Su silencio parece burlarse de la creencia de que esas mismas fábricas llegaron a producir entre 1924 y 1988 tanta tela en kilómetros como para ir al sol – y volver – seis veces.

Gayane Yenogian estaba trabajando allí cuando el terremoto resquebrajó la ciudad entera. Estuvo 8 horas atrapada bajo los escombros. No muy lejos, cerca de los restos del antiguo hotel Shirak, se encuentra la chabola donde vive en la actualidad: “Es imposible calentar una habitación que en lugar de cristales en las ventanas tiene películas de plástico. Por la mañana hace un frio horroroso y el viento sopla a través de mi cuarto. Es debido al frio y a la humedad que tengo dolores en la espalda y las manos”. La gran mayoría de los que ahora viven en domik no sabía lo que era sentir frío en sus casas hasta finales de 1988.

El 7 de diciembre de aquel año Yenokian perdió su casa y su puesto de trabajo. El suyo fue, de acuerdo con cifras oficiales, uno de los 80.000 empleos perdidos tras el terremoto. Prácticamente no ha vuelto a trabajar desde entonces. Lo que quedaba de aquellas fábricas se vendió a precio de ganga una vez que su propiedad dejó de ser estatal. Gyumri nunca volvió a ser el próspero centro industrial que alguna vez fue, y sigue arrastrando las consecuencias de haber perdido su principal fuente de empleo.

 Unas 4.500 familias viven en contenedores, pero sólo 1.000 tienen derecho a recibir un apartamento

En la actualidad, la región de Shirak tiene una cifra de desempleo mayor que la media nacional (22.4% frente a un 17.3%) y lidera el ránking nacional en lo que a niveles de pobreza se refiere, con una de cada dos personas viviendo en la pobreza o en la extrema pobreza.

Yenokian, con una pensión de 30 dólares, se encuentra entre los extremadamente pobres. Sigue esperando un apartamento entre sus cuatro paredes de cartón y lata. Como ella, 4.500 familias de la región de Shirak siguen esperando. Desde 1991, 20.000 apartamentos han sido edificados. Según Margaryan, 700 apartamentos estarán listos a finales de 2014 para aquellos a quienes el terremoto dejó sin casa, pero “hay 3.500 personas viviendo en domik y que no cumplen los requisitos para recibir un apartamento, quizás porque ya lo recibieron y lo vendieron o porque han venido de fuera de la ciudad para buscar trabajo aquí. Para ellos estamos desarrollando un programa gracias al cual esas familias podrán beneficiarse de condiciones especiales de pago y precios reducidos a la hora de hacerse con un apartamento”.

Efectivamente, en Gyumri, el desempleo y la pobreza han llevado a muchos de quienes recibieron un apartamento del gobierno a venderlo y regresar a sus domik. Es el caso de Sveta Gabrielian. Junto a una humeante sopa de patata y zanahoria, Gabrielian relata que tuvo que vender su casa para pagar los 1.500 dólares que le costaba una operación para salvar la vista.

Armenia, en guerra con Azerbaiyán, dedica un 15% de su presupuesto a Defensa

Gabrielian habla orgullosa y a cada paso de su conversación deja escapar una palabra de veneración para con Dios, Armenia y la Unión Soviética. Lo único que separa a Gabrielian de las primeras nieves del invierno es una frágil pared empapelada de imágenes de Jesucristo y un mapa de la Gran Armenia (territorio fuera de las fronteras de la Armenia actual que los armenios consideran como propio).

En Armenia son muchos los que, sin ser víctimas del terremoto, están en las mismas circunstancias que Gabrielian, sin apenas lo más básico: el 36% de la población vive en la pobreza. La situación es tal que muchos optan por emigrar: de acuerdo con el Banco Mundial, casi hay 900.000 armenios fuera del país, una cifra que representa el 28% de la población. Además, de un presupuesto para gastos poco abultado (2.881 millones de dólares), un 15,8% se destina a gastos de Defensa.

No es casual: tres años después del devastador terremoto, Armenia entró en guerra con Azerbaiyan por el control de Nagorno Karabaj. En 1994 ambos países declararon un alto el fuego pero la paz no llegó a firmarse nunca. Cuán vivo sigue ese conflicto lo recuerdan los continuos tiroteos en la frontera. Alegando que Armenia estaba cometiendo crímenes atroces en Karabaj, Azerbaiyán y Turquía cerraron sus fronteras, perjudicando severamente el desarrollo del país.

El aislamiento geográfico, la presencia generalizada de monopolios y un reducido margen de productos destinados a la exportación pusieron al país en una situación desaventajada para hacer frente a la crisis económica global. La recesión golpeó a Armenia duramente, principalmente debido a la crisis en el sector de la construcción y la reducción de las remesas, sobre todo de las enviadas desde Rusia. Según el FMI, el 16% del PIB de Armenia procede del dinero que envían los emigrantes.

La crisis conllevó una contracción de los ingresos recaudados a través de los impuestos y obligó al gobierno a aceptar préstamos por parte de Rusia, el FMI y otras instituciones financieras. Sin duda, Armenia necesita emprender reformas económicas a nivel general, pero también la corrupción (según Transparencia Internacional, Armenia ocupa el puesto 94 de una lista de 177 países). Así las cosas, parece difícil que gente como Gayane Yenokian y Mania Grigorian puedan obtener un apartamento en un futuro cercano.

Hay quien tiene miedo ante el próximo terremoto que, seguramente, vendrá

Los habitantes de ciertos domik, sin embargo, no esperan nada. Es el caso de Ann Gynosian, de 36 años. Su domik difiere bastante de los de Yenokian, Gabrielian y Grigorian, quizás porque en su caso al menos un miembro de la familia tiene trabajo. Aunque frio, las paredes están bien pintadas, se respira olor a ropa limpia y la nevera está llena. Gynosian no acaba de ver claro lo de mudarse una vez que le sea otorgado el apartamento que lleva años esperando: “Me da miedo que la casa se me venga encima a mí y a mis hijos si vuelve a haber otro terremoto”.

Sergey Nazaratyan, director retirado del Instituto para la Protección Sísmica del Norte de Armenia, declara que es imposible prever cuándo tendrá lugar otro movimiento sísmico, “pero al menos los edificios construidos después de 1988 son sísmicamente seguros y la próxima vez las pérdidas – tanto a nivel material como de vidas humanas – serán mucho menores”.

Lejos de pensar en lo que pueda pasar de darse otro terremoto, miles en Gyumri siguen esperando una solución para lo que dejara el último. Para que aquellos que viven en la miseria en los domiks de Gyumri puedan siquiera empezar a soñar con una vivienda normal, serán necesarias profundas reformas económicas y administrativas para atraer inversión extranjera y reactivar el sector empresarial e industrial, así como tomar medidas para acabar con las altas cifras de desempleo y buscar opciones que detengan la actual fuga de cerebros. Una tarea que el presente gobierno tendrá que realizar con dos de sus fronteras cerradas – y con pocos visos de que se abran -, pero con el amplio apoyo de una diáspora bien establecida.

Mientras tanto, para Sveta Gabrielian, como para la gran mayoría en su ciudad, lo peor es el frio: “Algunos pierden la razón por las bajas temperaturas. Cuando el invierno aprieta, algunos se van a dormir y a la mañana siguiente los encuentran congelados”.