Las esclavas sexuales del Daesh
Ethel Bonet
Sinjar (Iraq) | Abril 2016
Su rostro aniñado y su frágil figura engañan. Busra, yazidí de 16 años, tuvo el coraje de escaparse de sus captores, después de sufrir durante un año todo tipo de tropelías físicas y sexuales. El 11 de septiembre de 2015 es una fecha que ha quedado grabada en su memoria. A las cinco de la tarde de ese mismo día ella y su compañera Fria, también yazidí, sacaron el valor suficiente para huir de aquella casa, convertida en una cárcel para ellas, donde servían como criadas y esclavas sexuales.
La adolescente ha aprendido a combatir su trauma, pero siente dolor cada vez que recuerda aquella terrible experiencia. Su pesadilla comenzó el 13 de agosto de 2014, cuando los yihadistas del Estado Islámico (Dáesh) tomaron Kosho, un pueblo cerca de la ciudad de Sinjar. La familia escapó en tres vehículos pero fueron capturados en un control del Daesh pocos kilómetros más lejos. “Allí mismo nos obligaron a convertirnos al islam, si queríamos salvar nuestras vidas. Después separaron a los hombres de las mujeres y los niños. Nos llevaron a mí, a mi madre y mis cinco hermanos pequeños a Baash. De mi padre no sé nada desde aquel día. Se lo llevaron”, explica Busra.
“Nos taparon los ojos. Desnudas nos llevaron a otra habitación para que nos fueran eligiendo»
En Baash estuvieron con otras familias en una escuela durante quince días y después las volvieron a separar: “A mi madre y mis hermanos los llevaron a Tel Afar y desde allí a Raqqa –’capital’ del Daesh en Siria – donde reclutaron a mis hermanos para un campo de entrenamiento”.
A Busra se la llevaron a una vivienda con otras seis chicas. En aquel lugar tuvo su primera experiencia sexual traumática. “Nos taparon los ojos para que no pudiéramos ver. Solo oíamos voces de hombres. Teníamos mucho miedo. Uno de ellos nos obligó a quitarnos toda la ropa. Desnudas nos llevaron a otra habitación para que nos fueran eligiendo. El hombre que me escogió me llevó a otra habitación. Primero me lavó y me obligó a rezar el Corán y después abusó de mi”, rememora Busra, que apenas puede continuar narrando.
Fuga rocambolesca
Su voz se quiebra por unos instante, pero rápidamente se recompone: “A Fria y a mi nos llevaron después a Sinjar a una casa con varios hombres. Teníamos que limpiar, cocinar, hacer todo lo que nos pidieran y se acostaban con nosotras cuando ellos querían”.
Durante dos días caminaron sin comer ni beber hasta que fueron rescatadas por unos peshmerga
Transcurrió más de un año hasta que un día, por azar, pudieron fugarse. “Los hombres se fueron a rezar a la mezquita y nos dejaron solas con un guarda. Aprovechamos que el guarda estaba ocupado limpiando su arma en el jardín y no nos estaba vigilando. Así que corrimos al baño y nos escapamos por una pequeña ventana”, explica Busra. La vivienda de enfrente estaba vacía y las dos jóvenes se ocultaron allí hasta que cayó la noche. “Nos escondimos debajo de una cama y podíamos oír los gritos de los hombres que nos buscaban por todos lados. Tuvimos suerte de que no entraran a aquella casa”, continúa la adolescente.
Entrada la noche las dos chicas comenzaron a andar para huir de Sinjar y buscar refugio en las montañas. Durante dos días caminaron sin comer ni beber hasta que fueron rescatadas por unos peshmerga que las llevaron a Dohuk, en el Kurdistán iraquí.
No quiere volver nunca a Sinjar. “He sufrido mucho. Aunque no quede ni un solo combatiente del Daesh no regresaría allí. Me gustaría marcharme con mi madre de Iraq a cualquier otro país donde podamos sentirnos seguras”, anhela la adolescente, Ahora vive en el campo de refugiados de Khanki con la familia de su tío y su madre que estuvo cautiva en Raqqa y fue liberada hace dos meses en un intercambio con prisioneros del Estado Islámico. Gracias a la ayuda del grupo de terapeutas de la ONG internacional Yazda, Busra se ha ido recuperando de aquella traumática experiencia.
Aunque se desconoce la cifra exacta, se calcula que unas 25.000 mujeres, la mayoria yazidíes, capturadas por el Daesh han sido vendidas como esclavas sexuales. El centro de mujeres de Yazda atiende a 500 supervivientes yazidíes, que habían sido obligadas a ser esclavas sexuales.
Reintegración
“Las mujeres yazidíes no son estigmatizadas por sus allegados y rápidamente son reinsertadas en la comunidad, lo que ayuda a su recuperación”, explica Heather Barahmand , coordinadora del centro de Yazda. No obstante, “el entorno al que regresan después de haber huido no es su hogar sino una tienda en un campo de refugiados; muchas de ellas están solas sin su familia, por lo que vuelven a sentirse encerradas”.
Hay traficantes que cobran más de 20.000 dólares para ayudar a las mujeres a escapar
“Estas mujeres han vivido unas experiencias muy traumáticas y son extremadamente vulnerables. A veces estaban con un hombre dos semanas y luego las vendieron por 200 o 300 dólares a otro combatiente”, señala Barahmand. Agrega que el islam prohíbe a un musulmán tener relaciones con una mujer que está embarazada de otro musulmán, por lo que los milicianos del Daesh usan métodos anticonceptivos para prevenir embarazos.
“La mayoría de nuestras pacientes no sabían que estaban tomando la píldora anticonceptiva. Los captores les obligaban a tomarse la pastilla pero ellas desconocían por qué se la daban”, agrega.
Muchas veces, explica la coordinadora, las mujeres se ven obligadas a pagar a traficantes porque es la única forma de poder escapar. Estos mafiosos cobran entre 20.000 y 40.000 dólares por persona, por lo que si se trata de una madre con sus hijos es una suma imposible de pagar. Y Barahmand menciona el caso de una mujer que fue vendida con sus tres hijos a un combatiente del Daesh. Según su relato, la desesperación la llevó a envenenar a sus hijos para poderse escapar.
Las huellas del genocidio
Si para las mujeres, supervivir ha sido una hazaña, para los hombres a menudo no era siquiera una posibilidad: “Los yihadistas llegaron con megáfonos diciéndonos que sus enemigos eran los peshmerga, que no tuviéramos miedo, que podríamos quedarnos en nuestras casas si nos convertíamos al islam. Muchos de nosotros huimos a las montañas. Los ancianos, y familias pobres, que no tenían vehículos para marcharse, se quedaron. Luego los masacraron a todos”.
Así lo recuerda Samida, una mujer que regresó hace un mes con su hija y sus padres a Sinjar. Su esposo ha tenido que quedarse en Dohuk para hacerse cargo de su segunda esposa y sus tres hijos pequeños.
En Sinjar, los yihadistas rotularon con spray cada comercio y vivienda como ‘suní’ ‘yazidí’ o ‘chií’
Adil fue testigo de la masacre: “Estaba en una colina cercana y vi con los prismáticos como llegaron cuatro camiones llenos de gente. Había más de trescientas personas. Les hicieron bajar de los camiones y los obligaron a ponerse de rodillas para después ejecutarlos. Cuando todos los cuerpos yacían en el suelo, les dispararon un tiro de gracia en la cabeza”.
La ciudad guarda las huellas de la ideología del Daesh. Cuando entraron los yihadistas identificaron cada comercio y vivienda de la ciudad, rotulando con spray el término ‘suní’ ‘yazidí’ o ‘chií’ en las puertas o las persianas metálicas de los negocios. De forma selectiva saquearon y destrozaron las propiedades de los yazidies. Dentro de las viviendas colocaron artefactos explosivos para hacerlas estallar. Si bien la interpretación más extremista de la ideología wahabí, la rama del islam que sigue el Dáesh, también considera a los chiíes como herejes, los yazidíes están aún peor considerados porque ni siquiera se les incluye entre las cuatro religiones monoteístas (islam, cristianismo, judaísmo, mandeos). “Nos llaman adoradores del diablo porque el sol es nuestro dios. Pero tenemos la religión más antigua de la humanidad”, exclama el jeque Murad con los brazos abiertos y mirando al cielo.
Barrios enteros han sido reducidos a escombros por los ataques aéreos de la coalición internacional antiyihadista. Los únicos que deambulan por sus calles desiertas son los peshmerga que han levantado puestos defensivos dentro de la ciudad, después de arrebatarla al Daesh en varios días de combate entre el 12 y 15 noviembre de 2015, gracias al apoyo de los bombardeos estadounidenses. Pero pocos vecinos han regresado a esta urbe fantasma.
Como su vivienda está destruidas, Samida ha ocupado la casa de un suní que se mantiene en buen estado. En los bajos hay un pequeño ultramarino que regenta la mujer. Es la única tienda que abaste con licor y cigarrillos a los peshmerga y los voluntarios extranjeros que han venido desde Estados Unidos y Europa a luchar contra el Daesh.
Una hilera de ropas desgastadas sirve de altar improvisado ante varias calaveras en la fosa común
A las afueras de Sinjar, un camino de tierra, con los márgenes cubiertos por un manto de amapolas y otras flores silvestres, conduce a cinco grandes montículos de tierra, rodeados por una valla metálica. Un letrero en árabe advierte: “Respetar la valla. Las víctimas tienen derecho a descansar en paz”.
El silencio que se respira en este camposanto se interrumpe por el zumbido del eco de los morteros que retumban apenas un kilómetro más lejos, donde se halla el frente del Estado Islámico. Una hilera de ropas desgastadas por el tiempo sirve de altar improvisado ante varias calaveras y huesos que yacen al descubierto. Chaquetas de hombre, túnicas de mujer de terciopelo con bordados de lentejuelas, cigarrillos y sandalias pequeñas evocan los últimos alientos de cientos de vidas exterminadas por los milicianos del Daesh.
En la intersección de Hardan, al norte de la ciudad de Sinjar, seis fosas comunes son los testigos silenciosos de otras ejecuciones sumarias. En una descansan los restos de más de 65 personas que fueron masacradas cuando estaban bloqueados en la carretera, totalmente colapsada por la cantidad de vehículos que intentaban huían de la ciudad.
Un total de 35 fosas comunes han sido localizadas en esta región, pero solo 23 de ellas se hallan al norte de Sinjar, zona bajo control de los peshmerga. El resto se ubica más al sur, en localidades que sigue aún en manos del Daesh, según el grupo internacional “La Voz de los Yazidíes”, que está documentando las masacres. “Estas ejecuciones sumarias podrían elevarse a nivel de genocidio cuando se contabilicen todos los muertos y desaparecidos”, señala Ali Khattab, coordinador del grupo.
Cuando llegó el Daesh a Sinyar, los 6.000 peshmergas desplegados en esta zona huyeron
Los yazidíes siempre se han sentido parias en su propia tierra. En los años ochenta, bajo el régimen de Sadam Husein, los miembros de esta minoría fueron sacados a la fuerza de diferentes ciudades de la provincia de Nínive y reasentadas en las llamadas “localidades colectivas” en los alrededores de Sinjar, sin derecho a poseer la tierra. No era nada comparado con lo que les haría después el Estado Islámico.
Pero los yazidíes tampoco se fían demasiado de los peshmerga, la milicia oficial del Kurdistán iraquí, bajo la autoridad de Masud Barzani. No les perdonan que cuando llegaron los milicianos del Daesh a Sinyar, los 6.000 peshmergas desplegados en esta zona simplemente huyeron, en lugar de proteger a los vecinos. “Ahora dicen que han venido a liberarnos, pero en realidad lo que busca Barzani es declarar Sinjar parte del Kurdistán iraquí. Entonces tendremos que abandonar de nuevo nuestras hogares”, vaticina Hadi, traductor de periodistas.
En la calles del bazar no queda ni un ladrillo en pie. Fue esta zona, en el centro de la ciudad, donde las fuerzas yihadistas instalaron sus cuarteles militares. Todavía quedan restos de algunos combatientes que fueron abatidos allí. Detrás del muro de una escuela que fue saqueada por los yihadistas yacen los cuerpos medio descompuestos de tres hombres con vestimenta militar y junto a uno de ellos, la calavera de un niño. Un siniestro recordatorio.
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