Entrevista

Maria Attanasio

«La utopía es importante para dar alas a la historia»

Alejandro Luque
Alejandro Luque
· 20 minutos
maria attanasio
Maria Attanasio (Sevilla, Abr 2018) | © Alejandro Luque / MSur

Sevilla | Abril 2018

La conversación tiene lugar en Sevilla, en dos tiempos: primero, alrededor de unas cervezas, en una terraza al sol del barrio de la Macarena. Luego, en casa del catedrático Miguel Ángel Cuevas, mientras se prepara el almuerzo. Es Domingo de Resurrección, fecha en la que los italianos suelen felicitarse la Pascua, por lo que su teléfono lleva toda la mañana echando humo. Viene de recorrer durante varias jornadas las calles del centro de la ciudad, dejándose impregnar por la atmósfera de la Semana de Pasión. Maria Attanasio (Caltagirone, 1943) tiene una mirada felina, clara y frontal, la de una mujer que ha sido testigo de un tiempo convulso y partícipe de una edad de oro para las letras italianas. Además de poeta —precisamente en la capital hispalense vio la luz, bajo los auspicios de La Carbonería, su poemario Negro barroco negro, traducido por el propio Cuevas—, ha publicado novelas de éxito como La ragazza di Marsiglia, premio Manzoni y premio Maria Messina, entre otros, o Il falsario di Caltagirone, que ganó el Vittorini. Y con el fotógrafo Giuseppe Leone, un libro, Il divino el il meraviglioso, sobre las fiestas religiosas de Sicilia. Cosa curiosa, tratándose de una laica declarada, que se considera comunista “superviviente”.

Tengo entendido que cuando era niña, alguien tuvo la ocurrencia de regalarle una pluma. ¿Eso fue el principio de todo?

Sí, un principio orientado a salir de la necesidad, de la pobreza, lo que eran las condiciones humanas en los años 50, en el periodo de la reconstrucción. Pero la pluma se convierte en un símbolo para mí. Significaba rescate social, capacidad de leer el mundo, la posibilidad de decir, ¿entiendes? Para mí fue un salto muy importante pasar del dialecto a la lengua. Cuando era pequeña, vivía en un mundo dialectal. En cada pueblo había un dialecto distinto, o como mínimo similar en la estructura, pero distinto en el léxico. La pluma significó salir del mundo del dialecto y aterrizar en esa lengua que significaba conocimiento, entendimiento y expresión del mundo.

¿Es esa la razón por la que muchos se avergonzaban de hablar en dialecto?

Sí, también yo me avergonzaba. Iba a estudiar con las monjas en un instituto religioso al que me mandaba mi padre, no teníamos dinero, pero quería permitirme salir de esa condición de la que te hablaba. Allí mis compañeras provenían todas de una clase social más alta, y para ellas era más accesible el italiano que para mí, que vivía encerrada en ese mundo dialectal. A veces me esforzaba en traducir las palabras dialectales al italiano, haciendo cosas terribles. Tenía que salir del dialecto, quizá por eso mi escritura siempre ha sido una búsqueda expresiva, de tensión, de despegarme de la estructura, del léxico dialectal. Mi escritura se caracteriza por la literariedad, soy muy literaria. En el sentido de la búsqueda de la palabra, no conformarme con la primera que me venga a la cabeza. Para mí la palabra es búsqueda de la precisión, probablemente porque mi procedencia expresiva es la poesía. La poesía es un lenguaje privilegiado, el único espacio expresivo donde haces experiencia de verdad y palabras de libertad. Hay una libertad absoluta entre tú y la palabra. La narrativa, en cambio, para mí es algo diferente.

Su educación, ¿fue religiosa, entonces?

«Desgraciadamente, nacimos católicos, y permanecimos así una etapa, pero yo soy radicalmente laica, atea»

Desgraciadamente, nacimos católicos, y permanecimos así una etapa de nuestra vida. Pero yo soy radicalmente laica, atea, sin ningún tipo de obstáculo de fe. Mi formación fue religiosa, pero también tuve una gran formación política, que para mí ha sido fundamental. A través de la fábrica donde trabajaba mi marido, tomé conciencia de un modo de ver la Historia, la vida, la gente. No sé si tú tuviste otro tipo de educación de niño…

No, yo recibí una educación laica.

Qué suerte. ¿Tampoco has tenido educación religiosa familiar?

Tampoco, especialmente. Hice la comunión como rito, poco más…

Qué bueno. Yo era muy religiosa de niña, seguí todas las etapas de la religiosidad: misa diaria, catequismo… Y luego, creciendo, empieza una a despegarse de eso. Sea con la experiencia intelectual, el estudio, o con la experiencia de la fábrica de mi marido, que era durísima en los 60. Yo me casé jovencísima, en un tiempo con grandes movimientos de ruptura con el pasado, había esta tensión de cambiar el mundo, no seguir ligado al tiempo anterior. Mi padre era fascista. Mi madre no era nada, solo un poco democristiana, pero en todo caso hubo una ruptura muy fuerte. Eso fue el 68 en Italia.

Un padre fascista, ¿hacía sentir el fascismo en casa?

No especialmente. Hizo la guerra civil en España, como tanta gente a la que pagaron para hacerse soldado en España, en África… No tenían trabajo y se agarraban a eso, pero no era una adhesión, digamos. Mi generación hizo esta cesura generacional con el viejo mundo, campesino, ligado a esquemas sociales, religiosos, escolásticos… Yo tuve una militancia política fortísima, primero en grupitos tipo Servire il Popolo, que era un órgano filochino, luego en el Partido Comunista.

¿Cómo era ser comunista en aquellos años?

Ser comunista no significaba haber resuelto el problema de género, porque también en el partido había una fuerte connotación machista. Las mujeres estaban bien, pero como una flor en el ojal. Si tú querías contar, trataban de hacerte callar, o al menos de marginarte. En cambio, tuve una experiencia buenísima con mis compañeras, para las cuales el partido significaba partir de abajo, trabajar en los barrios. Poner una farola en una calle, luchar por que los niños tuvieran libros, atender las necesidades reales del barrio, era eso. Y hacer confluir estas necesidades reales con una idea más general. Para mí significaba no terminar en mí misma, sentirme parte de una cadena infinita.

Pero Rusia estaba muy lejos de Sicilia, ¿no?

Sí, demasiado [risas]. Pero la ideología es una especie de utopía que hace que tu gesto no acabe en ti, sino que continúe en los otros. Tiene esa resonancia en el tiempo y en el espacio, al menos yo lo sentía así. Una cadena infinita de ideas, pensamientos, de compartir cosas para cambiar el mundo.

¿Cuándo se alejó del comunismo?

«He seguido siendo comunista, sola ya; el partido ya no existe, en Italia es un partido casi de derecha»

Nunca me alejé, he seguido siendo comunista, sola ya [risas]. El partido ya no existe, el PC en Italia es un partido casi de derecha. Me siento una superviviente, creo que hace falta una nueva relectura del mundo. Ha cambiado la economía, en el sentido de que sufrimos la dictadura de las finanzas, de esto no hay duda: una dictadura que determina nuestro pensamiento, cómo vestimos, a qué escuela llevar a nuestros hijos… No tenemos respuesta a esto, si no la buscamos dentro del sistema. Hay una especie de aceptación sorda de todo esto, uno no sabe dónde ir. La utopía es importante para dar alas a la historia. De lo contrario, estamos encerrados en la existencia.

¿Qué errores cree que ha cometido el comunismo?

Haber comenzado a trabajar desde dentro del sistema, y no desde el exterior. Marx proponía acometer desde fuera el capitalismo para criticar, objetivar, proyectar un mundo diferente. Hay una posición desde el exterior del capitalismo, para releerlo de nuevo: tercer mundo, inmigración, todo lo que está ocurriendo ahora. El hecho de mirar el mundo a través de la misma óptica financiera, capitalista… Incluso en la escuela se habla a los niños de crédito y de débito. En Italia, la lengua expresa emociones para hablar de las finanzas, mientras que los individuos son recursos, pueden ser desechados. Los mercados lloran, sufren, se tiran de los cabellos. Son “humanos.” “Los mercados se desesperan, las bolsas se deprimen”, dicen. Los verdaderos humanos no. Es terrible, el lenguaje se ha adaptado.

Hay un momento en que usted se encuentra con Sebastiano Addamo, un hombre muy importante en su carrera. ¿Fue un maestro solo en el sentido literario?

En todos los sentidos. Me dio una gran intransigencia moral respecto a lo fútil, lo banal. Era un tipo moralmente muy intransigente, me enseñó a no plegarme a compromisos… Nos encontramos en los años 70, fue él quien me empujó y me dio consejos de lectura, de mirada sobre la vida, de la escritura. Yo escribía escondida casi de mí, porque pensaba que era casi una traición a la acción política, que para mí era fundamental. Me mostró que la escritura podía ser un modo distinto de intervenir en el mundo, de hacer el mundo. No solo hablar de revolución, sino haciéndola también a través de las palabras.

¿Existía en aquellos años la idea de que la violencia podía ser legítima?

Muchos éramos indulgentes con la violencia, con quienes tomaban las armas para cambiar el mundo. Por suerte no tomábamos nosotros las armas, pero nos sentíamos cercanos a quienes sí lo hacían. O al menos no lejanos. Y a menudo no tomábamos la suficiente distancia.

¿Cuándo se dio cuenta de que la violencia no era aceptable?

«No basta matar a un juez para resolver el problema de la justicia, eran gestos aislados que no arreglaban nada»

Desde el principio nos dábamos cuenta de que no era ese el sistema. La revolución podía ser hecha, pero… Yo creía que el único partido de masas que podía hacer algo era el PCI, que estaba hecho de campesinos, de obreros. Por los grupetes no tuve nunca simpatía ideológica, los siento como “primos”, pero no había sintonía política. Sabía que no basta matar a uno para resolver el problema. No basta matar a un juez para resolver el problema de la justicia. Eran gestos aislados que no arreglaban nada. Pero nunca llegábamos a hacer una condena frontal: los compañeros se equivocaban, pero eran compañeros.

¿Addamo también la animó a escribir poesía?

No, ya lo hacía antes. La poesía me hizo tomar conciencia de que la escritura no era pecado, no era el mal, no era negación de la acción. Es un modo distinto de intervenir en el mundo.

La narrativa llega mucho después, ¿no?

Sí, a través de Elvira Sellerio. Para mí fue un momento muy difícil, pasar de la poesía a la prosa. Ella se convenció de que yo era buena, y que tenía que escribir un cuento que yo le había contado. Lo he escrito pero no me gusta, le dije. Pues qué lástima, es bellísimo. Era la historia de una pobre mujer del siglo XVII que se trasviste de hombre para trabajar. Una pobre, no era Georges Sand. Era una resistente a su tiempo, una oscura resistencia que descubrí en un archivo, la escribí y tardé mucho en reescribirla. La Historia está llena de gente que ha resistido al poder, pero son anónimos, quedan oscurecidos. Cuando encuentro una de ellas, soy feliz de prestarle mi voz.

Sabe que aquí, en España, hay una idea de la novela histórica como género no demasiado prestigioso, más bien comercial. En Italia no es así, ¿verdad?

Sobre todo en Sicilia. En mi opinión hay una tradición. La novela histórica viene de Lombardía, con Manzoni, pero en Sicilia ha habido un desarrollo particular. Y ha sido siempre masculino. Pero piensa, Pirandello de Los viejos y los Jóvenes, De Roberto, Lampedusa, Sciascia, Vincenzo Consolo… No es una novela histórica cualquiera, es una novela de calidad.

¿Cuál es el secreto siciliano?

«Sicilia es una isla de escucha; no sé si habría escrito novela si viniera de otra parte de Italia»

Quizá que no hay una comunidad de escritores. Cada uno tiene su precisa connotación expresiva. Si tomas la escritura de Sciascia, la de Consolo y la de Bufalino, son completamente distintas. Hay una singularidad de escritura, y a la vez hay un extremo vínculo con el territorio, que pasa a través de la municipalidad. Consolo tiene una fuerte sensación de pertenencia con Palermo, Cefalú y Messina; Sciascia con Racalmuto y Palermo; De Roberto, con Catania… Hay una fuerte connotación de pertenencia en la novela histórica, y a la vez un gran cosmopolitismo.

Casi todos, además, son procedentes de pequeños pueblos, Racalmuto, Comiso, Sant’Agata di Militello…

¡Mineo, con Bonaviri! Para mí un gran escritor, aunque no escribiera novela histórica…

Siempre me impresiona el contraste entre esos lugares pequeños y del tamaño de la ambición literaria de esos autores.

En Sicilia te llegan esta especie de derivas del mundo… Sicilia es una isla de escucha, no de segregación. Para mí, no sé si habría escrito novela si viniera de otra parte de Italia, quizá hubiera escrito solo poesía. El fundamento de mi escritura es casi siempre Caltagirone. Es mi lugar, y al mismo tiempo encuentro un reflejo de la historia del mundo. Ya digo, es una mezcla de pertenencia y cosmopolitismo. Y de singularidad de la palabra: los escritores sicilianos no son homologables entre sí, ni los de antes ni los de ahora. Ni siquiera en poesía: Lucio Piccolo, Bartolo Cattafi…

¿Por qué cree que la poesía no ha tenido en Sicilia una dimensión comparable a la de la novela?

En la novela siempre hay un elemento comercial. Si un editor ve algo valioso, le encuentra ubicación. ¿Por qué no la poesía? La poesía tiene dos centros, Roma y Milán. Es difícil encontrar un editor si no pagas. Y entre Caltagirone y Milán hay una capacidad de visibilidad muy diferente, sobre todo en el pasado. Ahora con internet es otra cosa.

Sicilia tiene todo un premio Nobel. ¿Por qué nos olvidamos de él como siciliano?

Es cierto, no lo he citado. Quasimodo vivía en Florencia, pero es verdad, no lo he citado…

Además de Addamo, ¿tuvo ayuda de esos grandes escritores de los que hablábamos antes?

«Con Sciascia estuve en el ateneo de La Noce. Hablaba poco, pero cuando decía algo, lo clavaba»

Con Consolo éramos como parientes con Miguel Ángel [Cuevas], nos queríamos mucho. También he conocido a Sciascia, a Bufalino, a todos… Ha habido una frecuentación, mayor o menor. Incluso el propio Bonaviri, que escribió un bellísimo libro de poesía y metía siempre versos en su escritura. En Mineo, para Bonaviri, se conjugaba el cosmos, el cielo. Hizo una especie de cosmogonía, como si se conectara con la tierra justo allí. Me llamaba “hermana”.

¿Tiene algún recuerdo personal particular más de estos autores?

Con Sciascia estuve en lo que se llamaba el ateneo de La Noce. Hablaba poco, pero cuando decía algo, lo clavaba. Era una palabra de piedra. Una vez, en París, con Sciascia y Sebastiano, Sciascia quería llevarnos a un restaurante, tenía esas pequeñas atenciones para la gente por la que sentía afecto… Bufalino en cambio era todo lo contrario, un encantador, te encantaba con esas palabras y referencias. Una vez lo invité a mi escuela y vino. Los chavales quedaron hipnotizados con su palabra, tenía un discurso muy literario, tiene una dimensión literaria muy presente en su escritura. ¿Has estado alguna vez en Caltagirone?

Sí, he estado.

Ah, ven a buscarme la próxima vez. Aparte de lo que te decía, en la poesía uno queda siempre en el margen, no es como en España, como si te quedaras encerrada en una habitación, pero entre los escritores hay siempre una solidaridad…

¿De Consolo qué aprendió?

Mucho. También Consolo era intransigente, muy intransigente, como Sebastiano. Con Sciascia no eran un grupo de escritura, sino un grupo de escritores. A veces antagonistas, a veces cómplices, pero había esa cercanía. Hoy, como escritora bastante conocida, conozco poquísimos escritores, pero sí conozco muchísimos poetas.

Acaba de salir un libro de Consolo con sus escritos sobre la mafia. Usted también vivió esos años de plomo mafiosos, ¿cómo fueron?

Los vivimos como una vergüenza —“¿Eres siciliano? ¡Mafia!”— no individual, sino colectiva. En Sicilia teníamos este sentido de toma de posición fuerte, dura. Pero en el exterior era como si todos hubiéramos sido cómplices, de algún modo responsables de esta cosa. Lo vivíamos así, aunque los mafiosos estuvieran en Palermo y yo en Caltagirone. Vergüenza y dolor, así era.

Después de tantos estudios, ¿sabemos qué es el barroco, cuál es su significado?

«Un siglo que me atrae y me espanta, eso es el barroco para mí; me atrae por el negro, lo oscuro»

Para mí es un tiempo, un siglo —el XVII— que amo y que me horroriza. Lo dije en un texto sobre Caltagirone, mi ciudad, que me pidió una revista llamada Poesia, y recuerdo que Vincenzo Consolo me telefoneó de inmediato para hablarme de él. Es un siglo que me atrae y me espanta, eso es el barroco para mí. Me atrae por el negro, lo oscuro, por la oscuridad de vida que hay en él, pero me horroriza cómo esa vida aparecía comprimida con la fuerza expresiva del barroco. Pienso en un poeta italiano como Giambattista Marino, que ha sido despreciado porque era barroco, pero que ha escrito poemas fuertemente eróticos, madrigales estupendos, con toda la luz y la oscuridad que se puede. Eso es el barroco, la luz y la oscuridad, vida oscurecida y tensión de vida. También en el barroco está Campanella, está Galileo. Todo eso junto me resulta irresistible.

¿Y cree que ese barroco que les rodea determina un carácter especial en el siciliano?

En mi opinión sí, ¿sabes por qué? Porque el barroco siciliano es quizá más un tardo-barroco que un barroco total, un barroco que ya se está volviendo Ilustración. En 1793 en mi zona hay un terremoto terrible, y erupciones del Etna, etcétera. Sicilia es plural, no es una realidad singular, hay muchos lugares distintos, lenguas distintas. La Sicilia que yo habito, entre centro y oriente, sufrió ese terremoto del Valle de Noto, que lo arrasó todo. Así que el barroco que respiramos es el siguiente al primer XVIII, el barroco de la reconstrucción, que viene infiltrado del mundo que está cambiando. Esa es la razón por la que nosotros somos eso, tardobarrocos.

¿Pero se refleja de algún modo en el espíritu siciliano, se traduce?

Es un carácter como el vuestro, somos un poco trágicos por un lado, dramáticos, pero también floreciente, desbordante de vitalidad, que también es típico del barroco. Vosotros sois así también. A veces ese desbordamiento es un ser y un parecer al mismo tiempo. Dónde termina uno y empieza el otro, no lo sabemos.

El barroco que ha visto en Sevilla, ¿es muy distinto del suyo?

Para nada. Me ha llamado la atención en Sevilla ese románico-gótico con esa persistencia árabe visible [el mudéjar]. Para nosotros, la persistencia árabe física en la Sicilia oriental es invisible, tal vez sea más notable en la parte occidental, en Palermo. En Catania y oriente, es todo tardobarroco y liberty. El resto es memoria sepultada. En Caltagirone, mi ciudad, ha habido una presencia árabe importantísima, que se nota en un dialecto muy aspirado, no decimos finocchio [hinojo], sino focchio, con esa aspiración entre árabe y francés. Es una memoria subterránea. La ciudad tiene una estructura árabe, patrimonio de la Humanidad, pero no tiene nada de árabe. Callejones largos, calles estrechas, pero es una presencia oculta, no visible directamente. Pero está ahí.

Y las procesiones sevillanas, ¿las ve muy diferentes a las sicilianas?

Siempre está la solemnidad, son procesiones muy silenciosas allí, algo más interiorizadas a las que he visto aquí. Este laberinto de procesiones que se extienden por toda la ciudad, pensaba el otro día, ¿se juntarán todas en algún sitio? Intentaba verlas desde arriba…

Laica y atea, pero ha escrito un libro sobre fiestas religiosas de Sicilia, ¿cómo se explica?

«Me gusta la cultura alemana, pero no la siento cómplice. A mi amiga marroquí la siento como hermana»

Soy laica, pero vivo la fascinación del barroco. Esos miles de nazarenos me recuerdan también a la Inquisición, claramente, el sambenito amarillo. Yo siento una atracción oscura por todo esto, y a la vez me espanta. Aquí me llama la atención que cada uno tiene su procesión, su dios, su escultura… ¿por qué esa pluralidad? Es una pregunta que te hago.

Yo pienso que las cofradías son células de poder. Cuando las cofradías oficiales no admiten a más gente, se crean incluso clandestinas a la espera de adquirir condición oficial.

Es una cosa impresionante. Y esos sambenitos no los veo verticales, los veo profundizando en el tiempo, hasta el siglo XVII.

Me interesan sus viajes al norte de África. ¿Qué le atrae?

Somos pueblos hermanos, eso lo siento sobre todo en Marruecos. Me siento muy cercana a esa zona, tengo muchos amigos allí. No es una cuestión ideológica. Con todas las diferencias de educación, no culturales, me siento tan fraterna como cuando vengo a Sevilla: me siento en casa. En el Mediterráneo siempre me siento así. Quizá influye el clima, pero Marruecos es grande, hay muchas temperaturas allí… Es la relación con las cosas, con el mundo, con los objetos. No con la Historia, sino con la vida cotidiana. Hay una complicidad en la conversación. Si hablo con un alemán, me gusta muchísimo la cultura alemana, pero no la siento cómplice de mi decir. A mi amiga marroquí, aunque haya dificultad para entendernos en francés, la siento como una hermana. Cuando hablamos puede haber diversidad de opiniones, pero no de mirada.

¿Sufre, entonces, con la situación actual del Mediterráneo?

En Italia, por desgracia, hay hoy un racismo terrible. En Sicilia no tanto, somos más abiertos, pero es terrible… Uno piensa en esta gente que viene, que arriesga la vida… Si uno afronta el mar y arriesga la vida, está claro que tiene unas razones profundas. Pero en este momento estamos cerrados, obtusos en nuestros pequeños privilegios que defendemos con uñas y dientes. Pero este movimiento de personas es irrefrenable. Podemos cerrar las fronteras: la forzarán, pasarán. Y es justo que sea así. El mundo no puede seguir en esta situación.

¿Cree aquello de que el racismo se cura viajando?

Sí, pero sobre todo siendo abiertos al viaje. Porque uno puede viajar y comer comida internacional en un hotel de cinco estrellas, y no ver nada. El viaje es echarse a andar, volverse del lugar adonde vas.

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