María Belmonte
En tierra de Dioniso
M'Sur
Vagabunda en la frontera
Con sus primeros libros, Peregrinos de la belleza y Los senderos del mar, María Belmonte se había revelado como una viajera singular: alguien que se mueve entre los libros y también por la geografía con la brújula infalible de la curiosidad y el amor por la cultura, viendo lo que otros no ven, deteniéndose donde otros pasan de largo.
Y no iba a ser menos en su nueva aventura, En tierra de Dionisio, publicado como los anteriores por el sello Acantilado. Un vagabundeo, según ella misma lo define, por ese norte de Grecia que sigue siendo el gran desconocido a pesar de aquellos que han querido mostrárnoslo, desde el gran Paddy Leigh Fermor a Theo Angelopoulos. Erudición, agudeza y sencillez vuelven a integrar la mochila andariega de Belmonte. ¿Cómo no acompañarla a esa frontera entre Oriente y Occidente?
[Alejandro Luque]
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En tierra de Dioniso
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II – La belleza de las ruinas
Tumbas macedónicas: Lefkadia
Me despedí de Pela y sus fantasmas, pero antes de ponerme en marcha hice una llamada, necesaria para poder visitar unas tumbas macedónicas. Me respondió una voz femenina que, al decirle dónde me encontraba, me dio cita para una hora más tarde. Al llegar mi destino en un claro de bosque, me esperaba un curioso grupo compuesto por una mujer, vestida con traje beige y una especie de turbante de colores en la cabeza, atuendo que le daba un aire entre elegante y exótico y que se completaba con una correa-llavero al cuello de la que pendían una media docena de llaves y un mechero. Junto a ella había dos perros peludos de tamaño mediano, de esa raza tan bonita que sólo he visto en Grecia.
Mi guía se presentó como Eva y sus dos acompañantes habían sido rescatados de un refugio cercano y ahora estaban a su cuidado. Hechas las presentaciones, los cuatro comenzamos a caminar por una arbolada pista forestal junto a la que discurría un arroyo. En un momento dado los perros salieron disparados ladrando como locos, en dirección al curso de agua. «Uf—suspiró Eva—, no paran de molestar a los castores». ¡Castores! Después del guepardo de Pela, la fauna de Macedonia, pasada y presente, no dejaba de sorprenderme.
Una vez reimpuesto el orden continuamos nuestro camino. Al poco tiempo abandonamos la pista y caminamos campo a través durante un corto trecho. Nos detuvimos frente a una amplia rampa, enmarcada por dos altos muros de sillería que descendía hacia un gran portalón de hierro, rematado por un dintel y un tosco frontón. Eva ordenó a los perros que nos esperaran allí y comenzamos a bajar. Eligió una de las llaves y abrió la gran puerta. Me pidió que esperara fuera un momento. No tardó en reaparecer para decirme que entrara. Una vez dentro, apagó la luz.
Esperé expectante en la oscuridad y al cabo de unos instantes la oí decir: «να το φως!» ¡Hágase la luz! Delante de mí, en una tenue penumbra, se alzaba la llamada «tumba del juicio», considerada como uno e los monumentos funerarios más impresionantes de Macedonia. El gesto teatral de Eva me hizo recordar mi primera visita a las cuevas de Altamira, cuando todavía o existía la réplica del museo y debías caminar por galerías subterráneas hasta llegar al umbral de la Gran Sala. Allí nuestro guía hizo que nos detuviéramos. Apagó linterna y nos mantuvo unos segundos en la oscuridad.
Cuando se hizo luz nos pidió que levantáramos la vista y contempláramos aquellas bellísimas pinturas que decoraban el techo de cueva, saboreando de antemano, con una especie de orgullo de propietario, las exclamaciones de admiración que surgieron de nuestro pequeño grupo. Aquel hombre amaba Altamira y sabía transmitir el entusiasmo que sentía por el lugar y sus tesoros, y Eva pertenecía a la misma estirpe de grandes guías.
Cuando encendió de nuevo la luz me llevé una mano a la boca en un gesto de estupor y admiración ante el misterioso edificio que tenía delante. Eva, muy eficiente, comenzó a detallarme sus características, pero no me enteré de mucho. Hubiera preferido permanecer en silencio, que era a lo que invitaba el solemne lugar. Yo había leído que las tumbas macedónicas son monumentos funerarios subterráneos y abovedados que se construían a lo largo de los caminos que unían una población con otra o fuera de las murallas de una ciudad. Tienen forma cuadrada o rectangular y una o dos cámaras, en función de la riqueza del propietario. Sus fachadas imitaban las de un templo dórico o jónico o las de una gran mansión o incluso el proscenio de un teatro. Todos los elementos decorativos del interior y la fachada estaban pintados con brillantes colores—rojo, azul índigo, rosa, violeta, negro, verde—, imitando el interior de las viviendas de la época.
La tumba del juicio (siglo IV antes de Cristo) ante la que me encontraba tiene una fachada grandiosa de notables dimensiones: 8,6 0 metros de altura por 8,6 8 de anchura. Es un edificio de dos pisos, mitad templo, mitad mansión, rematado por un frontón. La e rada estaba sellada por grandes bloques de piedra, ahora caídos. Posee una antecámara y una cámara las que no se puede acceder. En la parte superior hay un friso jónico en el que se representa la lucha de los griegos y los persas y una cornisa dórica decorada con la mítica lucha de centauros y lapitas. Pero lo que capta la atención del espectador son cuatro figuras humanas enmarcadas entre semicolumnas dóricas.
El tema de la escena corresponde a un pasaje del diálogo Gorgias de Platón en el que se describe el descenso de los muertos al Hades, acompañados por el dios Hermes, guía de las almas, para ser juzgados por los jueces del Inframundo, Radamantis y Éaco, quienes decidirán si serán enviados con los justos a las Islas de los Bienaventurados o condenados a las torturas eternas del Tártaro. Si éstos no se ponían de acuerdo, intervenía un tercer juez, Minos, para garantizar la imparcialidad. En esta tumba, conocida precisamente como la del juicio, se cree que el muerto, representado con uniforme militar, aunque sin casco ni escudo, podría ser un noble macedonio, veterano de las guerras contra los persas y enterrado ahí con todos los honores.
«Pero lo más importante—la voz de Eva me sacó de mi ensimismamiento—es tener en cuenta que estas tumbas subterráneas eran las residencias de los muertos, construidas a semejanza de las moradas de los vivos. La sala funeraria era una imitación de las salas de banquetes provistas de divanes de piedra, mesas, arcas y de todos los utensilios necesarios para festejar y beber con los dioses durante toda la eternidad». Lo que más me conmovía, y me hacía sentir como una intrusa, era pensar que aquella magnífica construcción, diseñada, ornamentada y pinta a según las más estrictas reglas de excelencia hacía más de dos mil cuatrocientos años, fue sellada y sepultada bajo toneladas de tierra para no ser vista jamás por ojos humanos. Así se formaba un túmulo que se iba cubriendo de hierba junto al que se plantaba un bosquecillo de árboles.
«… La contribución más importante de las tumbas macedónicas al arte griego—continuaba infatigable mi nueva amiga—es que, aunque han sido saqueadas en su mayoría, constituyen una fuente valiosísima de información sobre la arquitectura clásica tardía y helenística, así como sobre la antigua pintura monumental». Gracias a los monumentos que se conservan en Macedonia podemos saber cómo eran las técnicas pictóricas griegas de finales de los siglos V y IV antes de Cristo, precursoras de la pintura pompeyana y de la pintura europea en general.
Cuando salimos de la tumba al exterior tardé unos segundos en volver a la realidad. Me ayudó a hacerlo la presencia de los perros, que nos saludaban moviendo alegremente la cola con ese entusiasmo siempre renovado del que hacen gala. Mientras subíamos por la rampa, de vuelta al mundo de los vivos, Eva me lanzó una mirada maliciosa mientras decía: «Veo que te interesan mucho estas cosas. Te voy a enseñar algo que sólo muestro a los arqueólogos, la tumba de las palmetas».
Asentí en silencio y la seguí de nuevo campo a través mientras sonreía para mis adentros. Esa tumba está abierta al público, pero me gustaban los golpes de efecto de Eva y su capacidad de darle sabor a la vida. Abrió para mí sola el portalón de hierro de la tumba mejor conservada de las más de setenta que existen en la zona y que, aunque saqueada y vandalizada en numerosas ocasiones, todavía conserva su antigua grandeza. Desde el tímpano del frontón, un hombre y una mujer, cómodamente reclinados, celebran un eterno banquete. La fachada, interrumpida por motivos vegetales rojos y azules, tuvo que ser de una blancura resplandeciente. Los techos de la cámara funeraria y la antecámara lucen todavía unas bellísimas pinturas de nenúfares, hojas de palma y largos zarcillos, flotando toda la composición sobre la superficie de un lago azul.
Cuando regresamos a los coches, me despedí de Eva y de sus perros. Deseaba retirarme y asimilar a solas todo lo que había visto aquel día. Parecía imposible que sólo fueran poco más de las cuatro de la tarde. Desde el comienzo de la mañana, tenía la impresión de haber estado metida en un bucle de tiempo paralelo. Eva y yo nos volveríamos a encontrar en viajes posteriores durante los cuales, gracias a ese manojo de llaves mágicas que colgaban de su cuello, volví a entrar en lugares en los que pude viajar en el tiempo, y debo confesar que, en algunos casos, era cierto que el acceso estaba reservado a los arqueólogos.
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© María Belmonte (2021) | Cedido a MSur por Acantilado ·