El fantasma de Provenzano
Saverio Lodato
Mueren los justos y mueren los pecadores, así está escrito en el libro de Job. Pero la jugarreta de utilizar a los mafiosos muertos para echarles una mano a los mafiosos vivos es demasiado evidente. Tampoco es que sea novedad, más bien es una historia muy antigua. Desde hace más de medio siglo, los mafiosos enfermos, lo fuesen de verdad o no, se han utilizado para poner en la picota la crueldad del Estado, su insensibilidad respecto a los derechos humanos, sus leyes demasiado duras, demasiado de emergencia, opuestas al derecho de vivir y morir en santa paz.
En los años sesenta, durante los primeros macroprocesos de Bari y Catanzaro (todos sin concluir), tantos mafiosos desfilaban en camilla por el tribunal, rodeados de una tropa de enfermeros, con bombonas de oxígeno, gotero y un voluminoso historial médico.
Es un hecho demostrado que el mafioso encarcelado, cuando tiene cadena perpetua, corre el riesgo de enfermar, que se pone enfermo y que al final de sus días se acaba muriendo. Y cuando muere, el estruendo de las palabras, ya sin freno, se hace ensordecedor. Estamos hablando de cuando muere en la cárcel.
El juego es siempre este: denunciar las condiciones de salud intolerables en el régimen carcelario, cargar las tintas para conmover a las personas de buen corazón, porque si no se debe hacer daño a una mosca, ¿por qué habría que hacer daño a un mafioso?
A veces funciona, como en el caso de Marcello Dell’Utri, al que acabaron enviando a su casa, y otras no funciona, como cuando le tocaba a Totò Riina, quien sí se murió en la cárcel.
La indignación sería legítima si el Estado le negase cuidados médicos al detenido
Toda la indignación levantada sería sacrosanta y legítima si el Estado le negase cuidados médicos al detenido, si no existiera la medida del arresto hospitalario, si el Estado ahorrase en medicamentos, si el Estado le pasara la factura del tratamiento al mafioso enfermo. Pero nada indica que eso sea así. Y este razonamiento valdrá también en el caso de que todos los mafiosos de los que se habla hayan estado efectivamente enfermos, sin subterfugios de certificados médicos ni doctores complacientes. Lo cual, alguna vez, incluso habrá sido el caso de verdad. ¿O no?
Llegamos a Bernardo Provenzano. ¿Estaba enfermo hacia el final de sus días? Pues claro que estaba enfermo. Bastaba con ver las imágenes que se transmitían en televisión. ¿Se podría haber curado mejor en su casa? ¿Mejor que con un equipo entero de médicos que se puso a su disposición en la cárcel en la que cumplía condena? Volvemos al punto de partida.
Hay que recordar también que el estruendo de las palabras se hizo tan ensordecedor, que sus propios familiares, en cierto momento, difundieron abiertamente la sospecha de que alguien en la cárcel le infligía castigos corporales a Provenzano, hasta el punto de hacerle perder la memoria y la conciencia.
En su momento, esta denunció sí nos impresionó.
¿Hemos olvidado que los mafiosos encarcelados enviaban al exterior sus órdenes de matar?
Y ahí habríamos esperado, ahora sí, otro gran estruendo de palabras. Pero no hubo nada. Y seguramente aquella denuncia impresionó mucho más de lo que hubiera impresionado la reciente decisión “europea” sobre el asunto. ¿Quién podía tener interés – si los hechos se desarrollaron realmente de la manera que insinuaron los parientes de Provenzano – de ensañarse con un detenido viejo y enfermo?
Quizás ese aspecto habría merecido que los propios abogados del mafioso profundizaran más en el asunto. Pero ellos dieron la impresión de estar titubeando al respecto.
¿Se aceleró la muerte de Provenzano en nombre de una mal entendido razón de Estado, mediante una “manita” muy dispuesta que intentaba alejar el peligro de una eventual colaboración con la justicia? Vaya uno a saber. Podemos decir, a modo de conclusión, que no hay absolutamente ninguna prueba en este sentido. Como tampoco hay absolutamente ninguna prueba de que si Provenzano habría vivido un solo día más si se hubiera medicado en casa.
Pero hay que decir algo más.
El régimen de ‘cárcel severa’, conocido como 41 bis, que el legislador introdujo en el Código Penal al día siguiente de las masacres de Capaci y la Vía d’Amelio en 1992, no existe – y ay de nosotros si no siguiera ahí – para recordarnos la crueldad del Estado sino para recordarnos, más bien, la crueldad de la Mafia. ¿O resulta que hemos olvidado todas las imágenes de quienes, en la cárcel, durante la charla con sus familiares, el momento en el que el mafioso hace llegar al exterior sus órdenes de matar, sus designios, sus notas telegráficas?
Si un día oímos a ciertos abogados penalistas, especializados en la defensa de los mafiosos de este tipo, dirigir un llamamiento a sus ilustrísimos clientes para que finalmente digan una palabra verdadera sobre los horrores cometido y disculpas sinceras a las miles y miles de personas a las que han hecho llorar, nos convenceremos de que estos abogados son creíbles y sinceros, aun cuando agitan en el aire los derechos humanos. Cuando apelan, cuando interponen recurso, cuando invocan la intervención de la Cruz Roja. Pero mientras no lo hagan, ciertos abogados harían mejor en quedarse callados.
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© Saverio Lodato | Publicado en Antimafiaduemila | 26 Oct 2018 | Traducción del italiano: Ilya U. Topper
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