Los domingos son sagrados
Laura J. Varo
Beirut
Febrero 2015
No sería lo mismo si no escribiera el perfil de mi barrio a la luz de una vela enganchada a un botellín de Almaza. Estaría menos cabreada, cierto, pero entonces puede que no consiguiese transmitir el misticismo que supone trabajar a oscuras cada vez que una tormenta arrecia sobre Beirut y la electricidad, en lugar de sus tres horas diarias escrupulosamente puntuales en el centro de la capital, desaparece durante más tiempo del que funcionan las bombillas. Misticismo porque, al cabo de un tiempo viviendo sin generador en la que fue “la perla de Oriente Medio” (recientemente supe que era alérgica a las ostras, que me hacen vomitar), una acaba como Santa Teresa, rogando a dios que le atraviese con un rayo de luz.
Pero volvamos a tiempos mejores, esos que no van de diciembre a marzo, fecha en las que las ciclogénesis explosivas y demás tormentas empapan las paredes de los edificios que, como aislante, utilizan más hormigón todavía. Geitawi, barrio cristiano de mayoría armenia a medio camino entre la cima de la colina posh de Ashrafieh y el barrio hipster de Mar Mikhail, tiene sus tradiciones. Una de ellas atañe al aparcamiento. En el barrio no están vetados ni las aceras, ni los callejones, ni los espacios de más de dos metros de largo que no sean la calzada. Sola y exclusivamente está prohibido aparcar en el pedazo de suelo público que cualquier residente y/o responsable de un comercio a pie de calle considere que es parte de su terruño. Para ello se instalan cadenas, mojones, sillas o pedruscos que hacen las veces de decoración callejera cuando las luces de Navidad empiezan a fundirse, a eso de septiembre.
La barbacoa hay que hacerla en casa, para poder enchufar el secador de pelo con el que se avivan las ascuas
Los domingos, según me explicó una vez un pseudo-vecino, son sagrados: las familias y las casas acogen barbacoas de kebab y sardinas que aroman la calle y los apartamentos. Las casas, para no inducir a error, son los habitáculos dentro de los que vive la gente, nunca un patio o una azotea. A lo sumo, el anafre puede salir al balcón o colocarse en la escalera del edificio, porque en caso contrario, el secador de pelo con el que se avivan las ascuas no se podría enchufar a la corriente.
Supe de esta costumbre arraigada un pegajoso día de julio, cuando, por la puerta abierta para crear una ficción de corriente que refrescase los treinta y pico grados con un 80% de humedad, comenzó a colarse tal cantidad de humo con olor a carnaza de cordero que se me quitó el hambre solo por abrir la boca. Bajé los tres pisos que separan mi salón de la calle y descubrí el pastel: justo en el último escalón bajo el techo de mi escalera estaban asando pinchitos. Tal fue mi indignación de urbanita de bien que acabé gritando a “el hombre”, ese que maneja el fuego, que aquello, simplemente, no podía hacerlo. “Vete a tu país”, me contestó en inglés, con más razón que un demonio después de dos años y medio sin haber aprendido árabe.
En Líbano, uno puede llevar un kalashnikov en el asiento del copiloto, pero eso de fumar dentro de los bares está mal visto
Desgraciadamente, ese no fue mi último incidente con “el hombre”, también conocido como Johny, regente del bar de arguileh justo enfrente de mi edificio, a la distancia justa para que pase un coche. El Noja, establecimiento emblemático del barrio donde, cuentan, los españoles que viven en Geitawi se reunían a beber cerveza, se ha revitalizado en los últimos tiempos, tras amenazas de cierre y desabastecimiento de Almaza, la cerveza nacional.
El re-despegue definitivo se produjo este verano, coincidiendo justo con la celebración del Mundial de fútbol de Brasil. Cada día retransmitían todos y cada uno de los partidos. Cada día, cambio horario mediante. Su insistencia y sus mesas en terraza, que permitían esquivar sin mala conciencia la prohibición de fumar en lugares públicos cerrados (porque en Líbano se puede uno olvidar la pistola en un bar o llevar un kalashnikov en el asiento del copiloto, pero eso de fumar dentro de los bares está mal visto), lograron congregar cada vez más parroquianos y a la pléyade de libaneses se le unieron los alemanes y holandeses que pululan por el barrio, para escarnio de la española del tercero.
Fue la misma época en la que Geitawi, como medio Líbano, rivalizaba en espíritu nacionalista con las potencias europeas y sudamericanas. Declarar lealtad a una determinada selección era enseñar los colores. Según los estereotipos más comúnmente aceptados, los falangistas, afiliados al partido de los Gemayel, y los seguidores de las Fuerzas Libanesas (la milicia cristiana que perpetró la matanza de Sabra y Chatila en 1982), apoyaban a Alemania; las banderas brasileñas, con su amarillo chillón, se veían más por Dahiyeh, el barrio controlado por Hizbulá al sur de Beirut; las enseñas italianas, francesas, argentinas y españolas iban cambiando junto con el ránking, en honor a la fama de chaqueteros de quien no tiene representación nacional pero sí una diáspora que triplica los cuatro millones de habitantes del país.
Los falangistas apoyaban a Alemania durante el mundial, las banderas brasileñas se veían en los barrios de Hizbulá
Así, para cuando no había extranjeros celebrando goles en el Noja, ya se encargaba Johny, su familia, y su cuadrilla de amenizar hasta las madrugadas de los lunes con el suave ronroneo de las vuvuzelas, esa herencia sudafricana. Así fue hasta que desde mi balcón llegó un ultimátum en forma de botella de cristal hecha añicos en la carretera, al más puro estilo vieja cascarrabias 2.0, que en Beirut, en verano, no está el agua para malgastarla echándola por la ventana.
Pese a todo, he de reconocer que las horas de internet gratis que me ha proporcionado la wifi del Noja cuando a mi adsl de 40 dólares al mes se le acababa el ancho de banda merecieron el esfuerzo de bajar a explicar que, como ciudadana del país que defendía el título, entendía su entusiasmo, pero que las trompetas se las metiesen debajo de las mesas.
La barbacoa y el fútbol, por supuesto, no son las únicas tradiciones en Geitawi. Una nueva ha arraigado con fuerza en el último año, conforme el número de refugiados sirios a los que la gente del barrio permite alquilar casas (en muchos de los casos, con la bendición del Patriarcado Armenio Católico, a un par de manzanas). Son las sobrecenas de música y cante, en las que Johny vio filón suficiente para decidir instalar un karaoke.
Sale cada mañana a su ventana a aleccionar al barrio sobre la inutilidad del sistema sectario libanés
Con las temperaturas el temperamento también baja y lo que últimamente más llama la atención de esos sirios son las proclamas de un joven armenio (este sí, de Armenia) residente en el barrio: que si un grupo de vigilantes para hacer cumplir el toque de queda a los sirios, que si qué hacen en Líbano, que si que se larguen, etc. A mi me ha llegado, como quien dice, a través del “amigo de un amigo”, pero casi prefiero escucharlo de segundas que encontrármelo de frente.
Porque eso sí, pese a lo celosos de su intimidad que son los vecinos, con sus toldos siempre echados a modo de cortina exterior, vaya a ser que un rayo de sol les estropee las plantas, ganas hay de gritarle al mundo lo que a uno le viene a la mente, como hace “el señor de enfrente” que cada mañana sale a su ventana a aleccionar al barrio sobre la inutilidad del sistema sectario libanés, por el que hasta 18 confesiones religiosas (12 cristianas, cuatro musulmanas, además de drusos y judíos) hacen piruetas para convivir política e institucionalmente. Él, chilla a todo pulmón, es “el mesías”. Para qué tanto rollo.