Las mujeres sentadas (II)
Soumaya Naamane Guessous
Casablanca | 1999
[Continuación de la columna Las mujeres sentadas (I)]
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¡Cuántas mujeres sin recursos sufren y llegan a sentirse culpables: “Tengo la impresión de robarle el dinero. Y eso que él come el doble que yo, tenemos tres hijos y luego está su madre. Yo no gasto casi nada”. Sería un error pensar que estas frustraciones solo las sufren las mujeres de condición modestas. ¡Cuántas mujeres casadas con algún ricachón se tienen que humillar para conseguir dinero! Pero en estos círculos, la situación desemboca a veces en negociaciones en las que la esposa debe mostrarse diplomática y desplegar una energía que la desgasta hasta dejarla sin ánimos para nada.
Cuando los ingresos del marido lo permiten, y cuando tiene buena fe, asigna a su mujer un presupuesto mensual, bien fijado de común acuerdo, bien impuesto de forma unilateral. Entonces la mujer se siente más autónoma. Pero ese presupuesto no siempre es suficiente. “No me alcanza. Si pido un aumento, tenemos drama”. “Os tengo envidia a las mujeres que trabajáis; no sufréis como nosotras”, sice una anciana del campo. Lo que ignora es que muchas mujeres activas en el mercado laboral experimentan la misma situación, cuando el marido les quita el salario: “Yo trabajo, pero vivo como mi madre vivía con mi padre. Le doy mi salario a mi marido. Él decide todo. Cuando protesto, me amenaza con hacerme quedarme sentada en casa”, dice Mina, 41 años, enfermera de profesión.
A las mujeres se les tilda de gastonas, aun cuando no poseen nada. Cuando no trabajan fuera suelen gestionar los gastos del hogar. El marido ignora cuánto cuestan las cosas. Pruébele usted mismo: pregúntele a su marido cuánto vale un kilo de carne, uno de patatas, un cuaderno de 200 páginas… y diviértase. Las mujeres son gastonas porque el marido les cede el placer de hacer malabarismos con el dinero.
Dar derechos a las mujeres significa sanear las relaciones entre marido y mujer, acabar con la desconfianza
Algunos hombres, pocos y listos, se quitan el trabajo de encima. “Yo siempre le decía que el dinero no me alcanzaba, que él era un tacaño. Un día me propuso darme su salario entero y que yo me las arreglara. Tuve muchas dificultades para arreglármelas y ni siquiera le podía echar la culpa a él”, dice Fatima, 26 años. Un regalo envenenado en toda regla. Pero en el círculo familiar, un gesto así no suele gustar nada. A un hombre así se le tacha de calzonazos. “A mí no me preocupa”, dice el marido de Fatima, que trabaja de chófer. Pero le he pedido que no se lo cuente a nadie para no quedar en ridículo ante mi familia”.
Muchas ‘mujeres sentadas’ sufren un síndrome de inseguridad. “Intento ahorrar cada mes un poco de dinero para dwaire ezmen (las vicisitudes de la vida). Si él me echa a la calle debo tener algo con que sobrevivir”. El repudio, la poligamia, las pocas ganas con las que se aplica la ley cuando se trata de la pensión que hay que pasar a las hijos tras un divorcio, las injusticias que sufren las mujeres cuando el marido las echa de casa, sin compensación, sin poder llevarse nada de sus cosas personales… todo eso hace que las más precavidas tomen sus precauciones. “Las mujeres les birlan el dinero al marido para comprarse joyas con las que presumir ante las amigas”, dicen los hombres.
Ellas lo ven de otra manera: ahorran en secreto, sin que el marido se entere, para poder invertir en joyas, “No tenemos un seguro de salud, ni una jubilación, ni seguridad social, ni derecho a paro. Si mi marido cae enfermo, nos vamos a morir de hambre. Mis hijos ya no podrán ir al colegio. Las joyas son un fondo de garantía para mi familia”. “Vivimos como animales, a salto de mata, con miedo a lo que traerá el día de mañana. Yo le araño dinero al presupuesto del hogar para ayudar a mi madre y para poder curar a mis hijos, si están enfermos”. “Mi pesadilla es que mi marido muera y me deja con los niños en edad escolar. Intento ahorrar un poco de dinero, pero no hay manera. Cuando llega la vuelta al cole, tengo que sacar lo poco que he ahorrado”.
Señor ministro: una de las cosas por las que luchan ‘las mujeres demasiado modernas’ es erradicar este síndrome de inseguridad.
Dar derechos a las mujeres significa sanear las relaciones entre marido y mujer, acabar con la desconfianza, instaurar un clima de confianza que garantiza la estabilidad del hogar y el equilibrio mental de los hijos.
“La mujer trabajadora es más seductora, cuida su figura, se arregla, se echa perfume»
Muchas mujeres abandonan su empleo tras el primer parto: “Lo dejé porque con mi sueldo no podía pagar a una chica que me cuidara al niño”. Y muchas se plantean volver al mercado de trabajo cuando el bebé sea autónomo. Las ‘mujeres sentadas’ piensan que las que son activas laboralmente lo pasan mejor: “Las que trabajan se desarrollan, se encuentran con gente. Yo me quedo atontada ante mis cacerolas, voy decayendo”.
Aburrimiento, monotonía… A menudo el marido paga el pato: “Cuando vuelve del trabajo, se tumba y bebe su té. Yo quiero hablar con él, preguntarle cómo le ha ido la jornada, quiero salir con él para distraerme. Me dice que le deje en paz y nos peleamos”.
Según las mujeres, la relación con el marido es mejor cuando la mujer trabaja fuera. “Cuando el marido llega del trabajo antes que ella, tiene tiempo de desearla. A mí, en cambio, cada vez que llega mi marido, me ve la cara tristona, roída por la rutina, sin nada de qué hablar que no sea la cocina, el hogar, las facturas de la luz y los problemas de los críos”. “Porque incluso si la mujer trabajadora se encarga, además, del hogar, el hecho de salir le evita esa rutina”. También es malo para sentirse guapa: “Cuando estás todo el día en casa, te dejas ir, te quedas en pijama”. “A veces se me olvida hasta peinarme”. “Una engorda porque se pasa todo el tiempo en la cocina y acaba probando las cosas”. “La mujer trabajadora es más seductora, cuida su figura, se arregla, se echa perfume. Tiene el guardarropa mejor surtido. Tiene excusa para comprarse ropa o zapatos. Yo le tengo que montar un drama a mi marido para el pañuelo más modesto”.
Muchas mujeres sufren complejos respecto a las mujeres activas laboralmente: les parecen más guapas, más felices, más interesantes. Pero ahí se trata de de mujeres con estudios, en oficios respetados, que tienen la capacidad de brillar y, a veces, de dejar aniquiladas o de despreciar a las que no trabajan. “Tengo complejos ante esas mujeres cuando hablan de su trabajo, cuando debaten de cosas de las que yo no entiendo nada”. “Algunas presumen de su oficio o de su sueldo. Para mi, sin ningún trabajo que me haga disfrutar, eso es humillante”. “Cuántas veces he oído decir a las mujeres en mi círculo que yo soy una afortunada porque no tengo nada que hacer. ¡Pero si yo tengo tres hijos, un hogar y un marido! Todos los trámites administrativos los hago yo, y encima hago las compras para la empresa de mi marido”. Aún así, dicen de ella que ha pegado ‘mas’uda labruda’: el culo a la tierra fresquita.
«Cierto: yo nunca he trabajado. Solo he tenido tres abortos involuntarios y cuatro partos, he administrado un hogar…·
De ahí surge una sensación de injusticia: “Nadie reconoce el trabajo que hago. Ni siquiera mi marido”. “Si e digo que estoy cansada, no le parece normal. ¿Cómo voy a estar cansada, si yo no trabajo?” El trabajo de la mujer fuera del hogar se puede cuantificar y evaluar, pero eso no se hace con el de la mujer en el hogar. Injusticia, decepción, desamparo: “Cuando él compró nuestro piso, lo ha registrado a su nombre. Me sentí tan herida que no le dije nada. Él tiene muchas posesiones; mi nombre no figura en ninguna parte. Cuando me he puesto a hablar con él del asunto, me ha dicho que es él quien se ha deslomado para juntar su patrimonio. Cierto. Yo nunca he trabajado. Solo he tenido tres abortos involuntarios y cuatro partos, tres por cesárea, he administrado un hogar, me he ocupado durante tres años de un suegro confinado a la cama y dos años de una suegra hemipléjica, he gastado mi juventud en la cocina para preparar las elegantes recepciones en las que él tejía sus relaciones de negocios. He convertido a mis hijos en médico, farmacéutico, abogado y dentista. Les he ayudado con los deberes por la noche, les he hecho de chófer para llevarlos al cole, los he apoyado noches enteras cuando se preparaban para el examen. He supervisado, yo sola, las obras en casa durante cuatro años. He satisfecho todos los deseos de él, como una auténtica esclava. Pero no he trabajado. Él tiene 56 años, la edad de la locura entre los marroquíes. Si me repudia mañana, saldré con una mano delante y otra detrás para cubrir mis vergüenzas. Nada me pertenece. Ni siquiera me pertenezco yo misma”.
Esta falta de reconocimiento por parte de los hombres es desoladora. ¿Desagradecimiento, mala fe, falta de realismo? “Solo tenemos hijas. Cuando se muera mi marido, deberemos abandonar la casa para entregar a sus hermanos y hermanas la parte de la herencia que les corresponde. Cuando le he pedido registrar la casa como bien compartido, me ha llamada materialista, dando a entender que solo espero que él se muera. Me dijo: “Cuando yo me mataba trabajando para pagar la hipoteca, tú te queabas tirada en la cama”.
‘Las mujeres demasiado modernas’ reivindican también que se reconozca el trabajo de las mujeres que no trabajan.
“Le he tenido que rogar por cada cosa a mi marido durante 52 años. Sigo rogando, ahora a mis hijos»
Quienes más pena dan son las ancianas. “Mi marido es viejo y está enfermo. Yo ni siquiera me puedo pagar la visita semanal al hammam”. Les tienen que mendigar a sus hijos para tener un medicamento, un billete de autobús, un trozo de jabón. Incluso cuando el marido tiene dinero, la madre espera una señal de gratitud de los hijos. Pero ahí tampoco faltan las decepciones: “Tengo siete hijos. A mí me gustaría que me pusieran una pensión: cada uno 200 dirham, sería un total de 1.400 al mes para mí. Los medios no les faltan. Mis hijos han visto cómo he sufrido para criarlos, cómo le he mendigado a su padre para que ellos estuviesen bien. Ahora tengo 68 años. Todavía mendigo. Mis hijos me podrían ahorrar esa tensión.”
Cuando la madre es viuda, la situación es más dramática aún. “Le he tenido que rogar por cada cosa a mi marido durante 52 años. Sigo rogando, ahora a mis hijos. Y vivo con las mismas frustraciones y humillaciones que con su padre”.
Ahí no se acaban las dificultades de las ‘mujeres sentadas’: “No consigo organizarme. Si trabajase, me organizaría mejor. Mi marido me pasa todos los marrones. Normal: yo no trabajo. Mis hijos, mis padres, mi familia, mis amigas, todos quieren que yo esté siempre disponible. No tengo derecho a decir que no, ni a quejarme. La gente nos visita sin avisar antes. Mi hermana no tiene ese problema. No la molestan. Claro, la pobre trabaja. Por la noche necesita descansar”.
“Cuando las mujeres me dicen que soy una afortunada por no tener que trabajar, tengo ganas de sacar las uñas»
Las mujeres trabajadoras pueden contar con la comprensión de los demás. Nadie tiene piedad con las que están en el hogar. “Cuando las mujeres me dicen que soy una afortunada por no tener que trabajar, tengo ganas de sacar las uñas. Ellas tienen una chica para hacer las labores de la casa. Pueden pasar dinero a su madre, a su suegra o as sus hermanas, cuando ven que necesitan ayuda. Yo no puedo ofrecer nada a nadie. Al contrario, a mí no me paran de pedir”.
Las pocas ‘mujeres sentadas’ contentas con su situación pertenecen a las clases acomodadas. Tienen empleadas de hogar, ocio y medios para cuidarse. Tienen estudios y pueden entregarse a la lectura o participar en obras sociales; forman parte de grupos de mujeres que se reúnen para compartir sus alegrías y sus preocupaciones.
La imagen de la mujer inactiva, ociosa, que solo se ocupa de cuidarse el cuerpo y la estética, estirada toda la jornada en un canapé, con las manos y pies decorados de henna, la larga cabellera flotando con gracia sobre cojines de seda, rodeada de invitadas, tomándose a sorbitos su jugo de fruta o un té a la menta, picoteando dulces o golosinas, con la única preocupación de cómo seducir a su hombre… esa imagen que todavía pervive en la imaginación coleciva no existe en la realidad, aparte los cuadros de orientalistas ávidos de exotismo y erotismo. Hoy día, la batalla es dura, y las ‘mujeres sentadas’ participan en ella con el mismo arrojo que las que trabajan. Pero su combate no se valora igual. Rindamos homenaje a esas miles de hormigas, activas discretamente, en silencio, sin remuneración ni reconocimiento.
Soñamos de un futuro próximo en el que las mujeres en paro reciban una asignación de dinero. O el que las que nunca han trabajado tengan derecho a una jubilación. ¿No forma parte de los derechos de las mujeres? ¿Son reivindicaciones laicas o más bien se inscriben en el humanismo y en esa solidaridad que tanto reclama el islam?
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© Soumaya Naamane Guessous | Primero publicado en Femmes du Maroc · 1999 | Traducción del francés: Ilya U. Topper
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