Buenas noticias para el periodismo
Alejandro Luque
Emmanuel Carrère
Conviene tener un sitio adonde ir
Género: Ensayo
Editorial: Anagrama
Páginas: 448
ISBN: 978-84-339-3844-2
Precio: 23,90 €
Año: 2016 (2017 en España)
Idioma original: francés
Título original: Il est avantageux d’avoir où aller
Traducción: Jaime Zulaika
Resulta llamativo, y hasta cierto punto divertido, el modo en que a veces los editores se resisten a reconocer el género de los libros que sacan a la luz. Cuántas veces los hemos visto llamar “novela” a un libro de cuentos o a unas memorias, evidentemente por razones comerciales.
Algo así sucede, de entrada, con este nuevo libro de Emmanuel Carrère, una recopilación de artículos que toma su título de una cita del I-Ching: imaginamos a alguien del departamento de cuentas de Anagrama gritando que debe entrar en la colección Panorama de Narrativas –la amarilla–, y no en la que le correspondería naturalmente, la marrón oscuro. “¡Venderemos 1.036 ejemplares menos!”, dirá el técnico de turno con absoluta precisión.
Y sin embargo, debo reconocer que este libro, como sucede con el buen periodismo, se lee con la misma delectación que una buena colección de cuentos. De hecho, de la misma forma que las novelas del francés han estado a menudo conectadas con la realidad, y con el biografismo y el autobiografismo, sus crónicas, artículos y reseñas tienen el sello del escritor con encanto, y aun del cineasta experimentado.
A eso contribuye, y no en pequeña medida, que Carrère haya pasado por casi todas las secciones del periodismo, salvo quizá la de Deportes y la de Horóscopos y Pasatiempos. El volumen empieza con sus incursiones en la de Sucesos/Tribunales, con tres crónicas truculentas, pero donde el morbo se mantiene muy a raya. Una visita a la Rumanía post-Ceaucescu de la primavera de 1990, otra a Hungría en marzo de 2001; una relectura de Daniel Defoe y otra de Balzac, una más sobre su adorado Philip K. Dick, otra sobre Leo Perutz; y también una nota biográfica –fascinante, como corresponde al propio personaje– del legendario matemático Alan Turing…
Carrère no cree que el cronista deba desaparecer, pero tampoco ocupa el centro de la escena
Una de las cosas que me gustan de estas piezas es que Carrère rara vez se esconde. No cree que el cronista deba desaparecer como si fuera una voz en off, no se consiente esa astucia (como sí hacía Capote) ni esa falsa modestia. Pero tampoco la soberbia de ocupar el centro de la escena, pecado mortal de tantos colegas empeñados en usurpar el protagonismo del relato. Está en el punto justo de discreción. Logra transmitir la idea de que habla desde allí, desde el lugar de los hechos, de que no escribe de oídas, y hasta participa de ellos, pero siempre como figura secundaria. Y de que siente las cosas que cuenta, que le conciernen, tanto da si es un reportaje o una recensión literaria, y cree que también pueden decirle algo al lector.
Claro que Carrère es una estrella, y como tal a veces cede a la tentación de ponerse debajo del foco. Lo hace, por ejemplo, en la serie de crónicas sobre sexualidad que le encarga una revista italiana, en las que descorre la cortina de su intimidad. Y no es que no le asistan sus recursos habituales, la eficacia narrativa, la chispa en el detalle, las citas oportunas, las anécdotas bien traídas y bien contadas, ese genuino toque de autoironía. Es que se pierde lo que en mi opinión es lo mejor de su mirada, y es ese estar dentro y fuera a la vez, ser partícipe de lo que se cuenta y al mismo tiempo mantener una justa distancia. Como ocurría en su crónica Calais, no nos interesa él especialmente, su personaje; pero sí mirar a través de sus ojos.
Algunas de las piezas más logradas son los embriones de varias de sus celebradas obras
Quienes han leído sus novelas –nonfiction novels, claro– saben de qué hablo. De hecho, algunas de las piezas más logradas de este volumen son en realidad los embriones de algunas de sus celebradas obras, como El adversario, De vidas ajenas o Limónov. Otras, como la historia de una politoxicómana seropositiva titulada La vida de Julie, o esa otra que sirve de colofón, En busca del hombre de los dados, bien podrían serlo.
Ahí si entendemos la cubierta amarilla del libro que nos ocupa, toda vez que la hemos aceptado para los mencionados títulos. O mejor dicho, deja de interesarnos especialmente la tan traída y llevada cuestión de los límites entre la ficción y la realidad, porque la mirada se eleva sobre los hechos y se ensancha para reflexionar sobre grandes asuntos: la verdad, la muerte, la violencia, los sueños, la libertad.
Por otro lado, lo que nos interesa de Carrère es que nunca se trata de una reflexión fría, obsesionada con la objetividad. Hay en todo momento en sus escritos una temperatura emotiva, que tan pronto puede manifestarse en una sentida necrológica del novelista y realizador Sébastien Japrisot como en la descripción de un fracaso como Cómo eché a perder por completo mi entrevista con Catherine Deneuve. Incluso a la hora de polemizar, como en la Carta a Renaud Camus, colega y fundador del partido Innocence, se hace patente esa cortesía que lleva implícito el mensaje de “Lamento no estar de acuerdo contigo”.
No es ninguna mala noticia para el periodismo, en tiempos en que este se ve cada vez más ocupado por opinadores histéricos. Tampoco lo es el hecho de que, una vez terminado el libro, como cuando llega la hora de despedirse de alguien con quien hemos pasado un buen rato y aprendido ciertas cosas, uno tenga ganas de seguir la conversación.
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