Crítica

Habemus panem

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 7 minutos
chukri-pan
Mohamed Chukri
El pan a secas

Creo que no he pedido un autógrafo en la vida. Ni cuando tenía delante a un premio Nobel, ni para acariciar el ego de amigos escritores. Miento. Hubo una sola vez. Corría el año 1997 y me enteré de que Mohamed Chukri iba a venir a dar una conferencia en Granada. Me compré el libro momentos antes de subirme al autobús urbano y leí los primeros capítulos durante el trayecto. Sí, en aquella época aún podías entrar en una librería granadina cualquiera, pedir El pan desnudo, y te lo daban por un puñado de pesetas, en una edición ajada y con cubierta de color, como un ‘best-seller’ olvidado cualquiera. Que es lo que era. Luego vendría una década en la que responderían: Agotado, lo siento.

Esta década ha tocado a su fin. Habemus panem, de nuevo. Gracias a la cuidada edición de Cabaret Voltaire, recién salida del horno. Traducción nueva (quizás la primera, porque recuerdo nebulosamente que la mayoría de las traducciones de la obra a lenguas europeas se habían hecho a partir de la versión inglesa de Paul Bowles) y título nuevo: El pan a secas. Era algo reclamado desde hace años por varios arabistas españoles, tanto la traducción como la corrección del título. Y no voy a ser yo quien contradiga este ajuste de Al jubz al hafi, aunque yo siempre he utilizado el adjetivo como “descalzo”. Concepto que traduce mejor que ningún otro la idea del chiquillo de la calle, el hambre, todo lo que aquí llamamos posguerra y allí era época colonial (aunque la poscolonial, que aún dura, no ha ido mucho mejor). De todas formas, me temo que la obra pasará a la posteridad como El pan desnudo: hay imágenes que expresan mejor que una traducción más acertada toda la lírica que contiene el libro.

No es tanto el sexo explícito lo que molesta en su libro, ni el ubicuo vino ni el hachís

Porque desnuda es la realidad que describe Chukri, y es escandalosa como un desnudo. Un desnudo espatarrado, con las vergüenzas de la sociedad al aire. Y no es tanto –como él mismo explicó décadas más tarde en alguna entrevista– el sexo explícito que molesta en su libro, el pubis de las niñas en el jardín, la regla espiada, las putas ensimismadas o las pajas desesperadas, ni el ubicuo vino o el hachís. Lo que nunca le perdonaron es que hablara con odio indisimulado de su padre. Matar al padre, esa inmensa asignatura pendiente de la nación, fue lo que realmente dejó el libro en el destierro durante veinticinco años.

Dice una leyenda muy difundida que el libro estuvo prohibido en Marruecos. No es exacta: no llegó a prohibirse porque, de entrada, ningún editor se atrevió con una historia tan descarnada y rompedora. Cuando, una década después de alcanzar fama internacional con la novela, traducida a decenas de idiomas, Chukri lanzó una limitada edición personal del original árabe (1982), no fue decomisada. La compraban los amigos, los traficantes, putas y estibadores, aunque no supieran leer: no, no sé lo que pone, pero es de Chukri. Uno de los nuestros.

La leyenda es tenaz: Aún en los primeros años de la década 2000, un gran escritor de viajes español –lo elegante sería decir que su nombre no viene al caso, aunque me temo que el prestigio de Javier Reverte ha contribuido al arraigo de ciertas creencias– afirmaba, con ocasión de su paso por Tánger, que “los libros de Chukri siguen prohibidos en Marruecos”. En realidad, en aquel momento, la portada de Al jubz al hafi, por fin accesible en árabe, tapizaba los escaparates de cualquier librería marroquí que se preciara, junto a sus dos secuelas: Tiempo de errores Rostros. Pero Chukri no había tenido que esperar hasta entonces. Desde los setenta había ido publicando relatos, ensayos y hasta alguna obra de teatro, como La Felicidad (1971/1994), una utopía visionaria y rompedora.

«Mi lengua materna es el bereber del Rif; el árabe clásico, el de mis libros, es mi cuarto idioma»

Cuando llegó a Granada para dar aquella conferencia, Chukri ya mostraba los estragos del alcohol. No puedo jurarlo, pero me parecía que el vaso de agua que le pusieron en la mesa tenía color ámbar. Tuvo que interrumpir la charla a la mitad “porque nos tuvimos que ir a tomar unas manzanillas”, explicaría su acompañante al regresar, para completar la conferencia. Me puse el último en la fila de los que pedían autógrafos. Chukri lamentó no poder ya escribir nada: agarró su mano derecha con la izquierda para trazar, con letra trémula, su nombre. Luego me respondió a cuatro preguntas mientras caminábamos por el Albaicín. Muy poco para poder decir luego que lo entrevisté. Pero suficiente para que me revolviera los esquemas cuando le pregunté si era raro que un novelista marroquí, a diferencia de los francófonos Tahar Ben Jelloun o Driss Chraibi, se hiciera famoso escribiendo en su propio idioma.

—El árabe no es mi idioma. Mi lengua materna es el bereber del Rif, luego aprendí castellano en Tetuán y magrebí en la calle. El árabe clásico, el de mis libros, es mi cuarto idioma.

La literatura marroquí no sería la misma sin Chukri, como no existiría la novela de picaresca sin el Lazarillo

Presté el libro autografiado más tarde a una amiga de Granada que se fue a Londres y allí, en alguna mudanza, se perdió para siempre. A veces lo lamento; otras pienso que alguien se alegrará si acaba un día en Camden Markets. Un frío día de diciembre en Bagdad me enteré de la muerte de Chukri: ya nunca podría tomarme con él un vino desnudo en el bar Negresco. Al año intenté regresar a aquel local en Tánger y me dijeron que estaba desmantelado. Probablemente podrán ver aún su mostrador oscuro si acuden a la exposición –La vida perra de Chukri– que el fotógrafo Luis de Vega mueve desde octubre por Andalucía.

Entenderán que con tal retraso no sabré juzgar si la nueva traducción es mejor que la antigua, aunque cabe suponerlo. Para mi gusto, Rajae Boumediane abusa un poco de las palabras originales en árabe con nota al pie, pero lo único que realmente le reprocho es la extraña manía de poner “Allah” (así, en versión anglosajona, ni siquiera Alá) en lugar de Dios, excepto cuando la palabra la pronuncia un cristiano. Como si quisiera convertir a Chukri en un ser exótico o incluso creyente, alejándolo del lenguaje de barrio que comparten andaluces y magrebíes agnósticos. Vaya por Dios.

Usted no nos ha hablado de qué va el libro, me dirán. ¿Esto es una reseña? Pues no: los clásicos no se reseñan con los recursos del oficio al uso. Intenten reseñar el Lazarillo de Tormes. Y la literatura marroquí moderna no sería la misma sin Chukri, como no existiría la novela de picaresca española sin aquel anónimo de Salamanca. De manera que no me voy a meter en disquisiciones eruditas sobre el valor literario de la obra o los atractivos de la narración. Léanla, ya que tienen ustedes el privilegio. El de saber leer, digo. Y si no, cómprenla igual. Porque Chukri es uno de los nuestros.