Opinión

La izquierda en su laberinto sexual

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 13 minutos

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La derecha lo ha tenido siempre muy claro: Los niños por un lado, las niñas por otro. Cuando digo derecha, ustedes me entienden: ese sector de la sociedad que quiere mantener el orden de las cosas de toda la vida de dios. Este dios que creó al hombre a su imagen y semejanza y luego creó a la mujer como complemento lúdico, porque no es bueno que el hombre esté solo.

No es bueno que esté solo todo el rato, quiere decir. Solo durante las tareas serias, como ganarse el pan con el sudor de su frente. En los ratos libres hay que juntarse, previa autorización sacramental, para que ella pueda cumplir con el designio de multiplicar sus dolores durante el parto. Ustedes saben cómo sigue la historia, a través de vírgenes, madres y vicarios de dios en la Tierra hasta el último hisopazo a cualquiera que se pusiera uniforme militar y prometiera ley y orden.

No confundir a niños con niñas: no vaya a ser que luego no sepan cuáles son las labores propias de su sexo

Porque del orden se trata en la derecha. Primera condición: no confundir a niños con niñas. No vaya a ser que luego no sepan cuáles son las labores propias de su sexo. Lo mejor es marcarlos: a las niñas se le agujerean las orejas, así será fácil distinguirlas incluso si alguien les pone por error una prenda que no le corresponde (rosa para las niñas, azul para los niños). Luego los colegios separados, desde pequeñitos para que se acostumbren. Y ya cuando llegan a la pubertad es fundamental: estudiarán mucho mejor si no tienen delante a alguien del sexo opuesto que les revolucione las hormonas.

Lo de revolucionar las hormonas queda para después. Para cuando tengan 18 años y se los suelta en la naturaleza. Entonces, el revuelo hormonal hará abalanzarse a los chicos sobre cualquier chica que cruce la calle. Peligro. Lo mejor será que las chicas no crucen la calle, o que solo lo hagan en compañía. Y a modo de pararrayos se pondrán unas casas de putas, donde los chicos pueden dar rienda suelta a sus hormonas, mientras se les busque una compañera complemento.

Si usted cree que estoy haciendo una caricatura, pregunte a su abuela. O visite un país donde sigue imperando una religión del Estado, verbigracia el islam: se parece al nacionalcatolicismo como dos gotas de agua bendita. O pida en la biblioteca municipal cualquier novela decimonónica de Alemania, que siempre entendía mucho de ley y orden. Verá: prostíbulo y matrimonio eran las dos mordazas entre las que el patriarcado apresaba la vida sexual. La de los hombres. En el caso de las mujeres lo que apresaban estas mordazas era la vida económica. O, simplemente, la vida.

La izquierda vino a derrocar este orden. No es casualidad que uno de sus lemas a inicios del siglo XX, tanto en Alemania como en España, era ‘Amor libre’. Lean a María Cambrils, obrera socialista valenciana, y sus mandobles contra el matrimonio (“El casamiento es atentatorio contra la libertad”) y contra la “nunca bastante censurable existencia de esas mal llamadas ‘casas de amor’ y el fomento de un hetairismo”. Tampoco es casualidad que en esa misma época florecían las asociaciones naturistas en España: anarquistas y socialistas, mujeres y hombres que se iban de excursión al monte desnudos. Decididos a reivindicar la libertad del cuerpo: solo así, creían, sin el marcaje que la ropa impone, podían ser libres e iguales. El franquismo acabó con ellos, por supuesto.

Las dos mordazas de la prensa siguen ahí: vestidos de novia y fomento del hetairismo

Cuarenta años más tarde volveríamos a la playa desnudos: por fin. Volvíamos a creer en el amor libre, a reírnos de clérigos y altares, sin necesidad ya de aquel “comercio abominable de la castidad” (Severo Catalina dixit) que era la prostitución. Eso creíamos. Ahora baje al kiosco y escoja un diario. En la portada tendrá un anuncio de vestidos de novia y en páginas interiores, anuncios por palabras: Srtas nuevas, completas, brasileñas, mulatitas, negritas.

No sé si estoy desactualizado y los anuncios por palabras se han pasado todos a internet. Pero si sigue hojeando verá en esos mismos diarios, sobre todo si son de izquierdas, panegíricos a lo que María Cambrils llamaba “el mil veces reprobable comercio de la trata de blancas”. Ahora se llama “el trabajo sexual”. Se apostilla: “Un trabajo tan digno como cualquiera”. Lo cual viene a decir al cliente que pagar por una ficción de sexo es un acto de consumo tan digno como cualquiera. Nada reprobable.

Si usted hojea un poco más, verá anuncios de agencias que se llaman “de gestación subrogada” y artículos que reivindican legalizar el alquiler de vientres bajo la justificación del “derecho a formar una familia”. Sorpresa: vendrán firmados por dirigentes de los mismos colectivos de gays y lesbianas —Fundación Triángulo, Cogam— que hace 20 años eran nuestras referencias en la lucha por la libertad sexual, contra el patriarcado católico y su imposición de la familia como pilar de la sociedad.

Las dos mordazas de la prensa siguen ahí: vestidos de novia y fomento del hetairismo. Solo que ahora ya no son el blanco y el negro del patriarcado sino que ambos se han pintado de color arcoiris.

¿Cuándo nos dieron el cambiazo?

Quizás fuera en 2005: aquel año, España, pionera, instauró el matrimonio homosexual. Todos en la izquierda lo celebramos con gran alegría: fue un enorme paso adelante que puso fin a siglos de discriminación. Por fin, todos éramos iguales, al margen de qué sexo nos gustara.

Habría sido demasiado revolucionario, claro, imaginar el mismo paso hacia la igualdad en la dirección contraria: abolir el matrimonio para todo el mundo. Asumiendo, como Cambrils, que “la sociedad es un conjunto de individuos cuyas relaciones sexuales no deben caer bajo la acción legal”, buscando un “matrimonio libre que se concierta por el amor recíprocamente sentido”, no sometido “ni a los dictados canónicos ni civiles”. Aún cien años después, no era imaginable algo así. La igualdad tuvo que ser esa: los mismos dictados civiles para todos. Celebramos.

El dinero rosa parecía el antídoto contra siglos de poder de la Iglesia católica y su represión sexual

Lo que muchos no celebramos tanto fueron las consecuencias: las tartas de boda en los escaparates con dos señores de frac o dos chicas con vestidos de novia de blanco virginal. El engullimiento de la nueva libertad sexual por el mercado que vende estereotipos del patriarcado.

Durante unos años parecía la panacea: al convertir en chic y cool las actitudes antes llamadas “afeminadas”, es decir una imitación histriónica de lo que el patriarcado considera propia de las mujeres, ahora elevadas a “identidad gay”, el llamado dinero rosa parecía el antídoto contra siglos de poder de la Iglesia católica y sus normas de represión sexual: ¿quién puede contra el mercado?

La izquierda se apuntó, pues, con armas y bagajes: colaboró en la creación de nuevos estereotipos, celebraba filiaciones sexuales que florecían como setas: ropa, complementos, cultos a determinados modelos de cuerpo. La marcha anual del Orgullo gay se convirtió en desfile: seguía siendo una marcha de reivindicación, solo que ahora ya no de derechos sino de identidades mercantilizables. Era alegre y colorida y no supimos ver que era un sabotaje: Habíamos pedido la igualdad y lo que se nos vendía eran categorías de diferencia. Diversidad lo llamaban.

Elevada la “diversidad” a nuevo dios de la izquierda, todo el mundo corrió a marcar su coto privado de caza. Bajo el mantra de la “identidad”, la libertad individual, aquella que tanta sangre costó defender contra las imposiciones represivas clericales, se convirtió en la libertad de adherirse a cualquier colectivo que reivindicase imposiciones represivas. Cuando unas señoras conversas exhibían como símbolo de “identidad” el velo que en el fundamentalismo islámico de nuevo cuño marca a las mujeres sometidas a las normas patriarcales, la izquierda lo celebró: envolverse en un burka negro era tan respetable que hacerlo en una bandera de arcoiris. ¿Por qué no?

De reivindicar el naturismo se pasó a reivindicar el derecho a taparse para no excitar a los hombres

El mercado estuvo presto. Velos de alta costura, burkinis de grandes marcas, influencers en instagram que exhibían coquetamente su modestia de no mostrar atributos sexuales como pelo, hombros o rodillas. Toda una identidad, fácilmente monetizada en seguidores e ingresos por publicidad. Y la izquierda aplaudía. De reivindicar el naturismo hace cien años pasó a reivindicar el derecho a taparse para no excitar a los hombres.

Ni siquiera faltó quién monetizó el color de su piel: bajo la marca “Afroféminas” se comercializa ahora una “identidad” que considera el pelo rizado como condición previa para constituirse en víctima de la hegemonía blanca y hablar de racismo; abstenerse africanas de tez clara y pelo liso. Racializado lo llaman. Y la izquierda sigue aplaudiendo.

La libertad de la mujer, en este incipiente siglo XXI, se convirtió en la libertad de vender su cuerpo al mejor postor: al proxeneta, al clero islamista, a la ideología racista. Entero o en trozos. Vagina, útero, pelo o velo. Así se preparó el terreno para lanzar el producto definitivo en el catálogo de identidades: el de los sexos.

Es el negocio definitivo. Poner unas tetas o recetar hormonas es mucho más rentable que vender un burkini: los clientes serán fieles de por vida. Para engancharlos, cuanto antes se empieza, mejor: al igual que el clero cristiano separaba chicos y chicas ya en la escuela primaria y el fundamentalismo islámico ha empezado a ponerle hiyab hasta a las bebés, la ideología identitaria del sexo proclama su derecho a hacer proselitismo en el colegio: exige a los profesores observar el comportamiento de nenes y nenas de seis años para fichar a quienes muestren —cito a una psicóloga clínica malagueña— “manifestaciones corportamentales, o lo que es lo mismo, que un niño se comporte como si fuera una niña y viceversa”.

Existen bikinis de niña de seis años: para que se acostumbren a ocultar las tetas antes de que las tengan

Habrán querido decir “que un niño se comporte como los adultos consideran que se debe comportar una niña o viceversa”. Es la vieja escuela patriarcal, la del doctor Gregorio Marañón que pidió “hacer muy mujeres a las mujeres y muy hombres a los hombres”, y a quien le provocaban risa “las mujeres a quienes les estorban las faldas”. Pensábamos que esa ideología había muerto con Franco, pero no supimos ver que solo había mutado en mercado: mire los colores de la ropa de bebé en un catálogo de su centro comercial favorito. Y mire la sección de “ropa de baño”: existen bikinis de niña de seis años. Bikinis. Para que se acostumbren a ocultar las tetas, mucho antes de que las tengan. Para que se acostumbren a ser muy mujer mucho antes de saber qué significa eso, cuántos siglos de represión significa. Mucho antes de poder leer a María Cambrils.

Una izquierda que ha admitido en las playas de su país bikinis para nenas de seis años sin escandalizarse, sin manifestarse en la puerta del Corte Inglés y sin llevar al Parlamento una ley contra la apología de la pedofilia, también es capaz de admitir velos islamistas y burkinis para niñas de seis años: ya existen. Es capaz de callar —pese a años de protestas contra la industria de moda y su marca 38, aquella que aprieta el chocho, por fomentar la anorexia— cuando aparecen camisetas para adolescentes con un dibujo que indica por dónde se cortarán las tetas cuando “transicionen”, es decir cuando se compren otra identidad. El mercado puede ser cruel.

Solo una izquierda que ha olvidado que la libertad del cuerpo es un requisito fundamental para la libertad de la mente puede aceptar que a niños y niñas de seis años se les meta en categorías sexuales: los niños por un lado, las niñas por otro. Solo que ahora ya no es acorde a su anatomía. Ahora es acorde a “sus manifestaciones comportamentales”.

Metida en este laberinto, la izquierda revuelta contra sí misma, contra lo que antaño fueron sus ideales, devora sus propios principios, se hace el harakiri. La derecha, a todo esto, está callada como un proxeneta: sabe que todo aquello le conviene. Porque es lo que siempre ha propagado.

“Nos enseñaron a odiar el propio cuerpo, a temerlo, a ver en su desnudez rojeces de Satanás. Odiábamos nuestro cuerpo, le temíamos, era el enemigo, pero vivíamos con él, dentro de él, y sentíamos que eso no podía ser así, que la batalla del día y de la noche contra nuestra propia carne era una batalla en sueños, porque ¿de dónde tomar fuerzas contra la carne si no de la propia carne? Había un enemigo que vencer, el demonio, pero el demonio era uno mismo”. Es una cita de Paco Umbral: Memorias de un niño de derechas. Es lo que predicaba el clero de la España nacionalcatólica, y es la descripción perfecta de la ideología de identidades de sexo de hoy.

A la derecha le conviene, porque una vez convertida hasta la palabra “mujer” en una simple marca comercial, adquirible en el mercado, con o sin tetas, con o sin útero, con o sin velo, se habrá acabado la lucha por la igualdad entre mujeres y hombres. Nadie lucha para igualar unas marcas comerciales. Ese día, el feminismo será historia.

Ese día, el legado de María Cambrils se habrá erradicado para siempre. Pero ese día, los dirigentes de lo que hoy se llama izquierda no encontrarán hojas de parra suficientes ni en todo el jardín del Edén para ocultar sus vergüenzas.

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© Ilya U. Topper | Especial para MSur

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