La tierra quemada
Ilya U. Topper
Bakú | Diciembre 2020
“¡Que no quiero verla!» La profesora Aide Hüseyinova, en la cincuentena, reprime un amago de llanto cuando se le pregunta si quiere buscar la que fue su casa entre las ruinas de Agdam. Ha venido después de treinta años por primera vez a esta ciudad fantasma en los límites de Alto Karabaj, una franja reconquistada por Azerbaiyán en octubre del año pasado.
La llaman la ‘Hiroshima del Cáucaso’, aunque el término es una exageración, desde luego: aquí no hubo bombardeos aéreos. Sí artillería y mucho combate de casa por casa. En 1993, cuando las milicias armenias tomaron la ciudad, los habitantes huyeron. Ahora queda en pie un único edificio: la hermosa mezquita de varias cúpulas, con dos altos minaretes. En el interior, una escalera de caracol. Desde arriba del todo se aprecia la magnitud de la devastación: hasta el horizonte se extienden las ruinas, a menudo solo fundamentos de los edificios. Agdam tenía 40.000 habitantes antes de la guerra. Ahora, nadie vive aquí.
«Volver a Agdam me ha hecho llorar mucho, y no quiero ver mi antigua casa», dice Hüseyinova frente a la mezquita. Ha venido junto a otros dos desplazados, Isa Abdullayev y Mehemmmed Memmedov Nezeroglu, por sugerencia de las autoridades locales que organizan una visita periodística a los lugares recién reconquistadas en la guerra de Karabaj del otoño. “No había en el mundo lugar más bonito que Agdam… para mí, es mi tierra”, acota la profesora. “Pero realmente era una ciudad muy bonita. Tenía de todo”, insiste. Lo confirma Nezeroglu, de 58 años: “Era una región próspera. Había campos, fábricas, viñedos… sobre todo producíamos champán», imita el estallido de un corcho.
Ahora solo quedan terrenos en barbecho. Toda una franja de unos 20 kilómetros de ancho quedó entre los montes de Karabaj con población armenia y los pueblos azeríes más cercanos. Hay quien asegura que el estado de destrucción total de Agdam no solo se debe a los bombardeos de artillería durante tres años de combates, sino que después, las milicias armenias han usado las casas destruidas, en gran parte construidas con sólidos sillares, como cantera para aprovisionarse de material de construcción. «Era una política de tierra quemada» asegura en una entrevista Hikmet Hajiyev, asesor del presidente de Azerbaiyán, Ilham Aliyev.
La franja que sirvió de distancia de seguridad a las milicias armenias es bien visible cuando ha pasado apenas un mes desde el alto el fuego. Hasta un punto determinado de la llanura, huertos, frutales, casas campesinas. Luego, tierras baldías, algún cementerio olvidado, rastros de antiguas trincheras. Un tanque quemado en la carretera. Según los locales es testigo de los últimos enfrentamientos, pero a apenas una decena de metros hay un viejo casco militar en el arcén, agujereado por una bala, con correas cubiertas de fango: probablemente lleve aquí tres décadas. Las guerras se superponen en esta esquina del Cáucaso.
El conflicto se remonta a los albores del siglo XX, cuando en Europa se populariza el concepto del Estado como territorio de una única nación, entendida esta como un conjunto de personas del mismo idioma y la misma religión. Al derrumbarse el imperio zarista, tres colectivos que convivían al sur del Cáucaso, cada uno con su idioma propio, reclaman territorios: armenios (cristianos ), georgios (cristianos ortodoxos) y azeríes (musulmanes). Las fronteras establecidas en enfrentamientos armados en 1920 y fijadas tras la invasión de la Rusia soviética en 1921 mediante el Tratado de Kars incluían en el territorio de Azerbaiyán una región montañosa habitado en su gran mayoría por armenios: Alto Karabaj.
Con la Unión Soviética a punto de derrumbarse, el conflicto se reencendió en 1988, se convirtió en guerra abierta en 1991 y acabó con el establecimiento de la ‘República de Artsaj’ en Karabaj, no reconocida por ningún país del mundo y de facto parte de Armenia. Incluía no solo el territorio de Karabaj declarado región soviética autónoma en 1923, sino también amplias franjas de las llanuras alrededor, donde la presencia armenia siempre había sido escasa, como Agdam. En total, un 20 por ciento del territorio de Azerbaiyán. Cientos de miles de azeríes tuvieron que fugarse.
“La guerra era terrible, pensábamos que íbamos a morir allí. Al final salimos vivos, pero los armenios destruyeron mi familia; a los familiares de una tía mía los tomaron como prisioneros, hasta hoy no he vuelto a saber de ellos», recuerda Hüseyinova. La profesora vivió un tiempo en Baku y luego regresó para asentarse en un pueblo cerca de la línea del frente. Mantiene vivo el rencor: “No hay palabras para las salvajadas que los armenios han hecho desde 1992, mejor dicho desde 1988. Han masacrado q madres y bebés… porque querían aniquilarnos. Hay que mostrar al mundo entero las salvajadas que han hecho los armenios… ¡si hubierais visto cómo estaba Agdam antes!”, estalla frente a la vieja mezquita.
En total, Azerbaiyán registró 400.000 desplazados. Uno de ellos es Karim Aliyev Hasimoglu, que vive ya tres décadas en uno de los centros de acogido que el Gobierno azerí preparó para los afectados de la guerra en Bakú. Un edificio de seis o siete plantas en la periferia norte de la capital, donde al parecer nada se ha cambiado desde la época soviética. En cada planta, un largo pasillo da acceso a estrechas habitaciones, de doce metros cuadrados cada una, y hay un baño comunitario con tres cabinas. Las cocinas, también comunitarias, están montadas sobre repisas en el propio pasillo: se componen de pequeños fogones con una espiral de piedra incandescente, sobre la que casi siempre burbujea un cazo de agua caliente para el té. Parece la Rusia de los años ochenta. De los calentadores sobre los fregaderos gotea el agua sin cesar.
Karim Aliyev Hasimoglu vive aquí desde 1996. Ahora su familia se compone de cinco personas: él, su mujer, su hijo Mekan, la mujer de este y el nieto, de cuatro años. Todos se apretan en la habitación de doce metros cuadrados, aunque las mujeres se retiran al balcón con la llegada de los periodistas. Otras se asoman, curiosas, desde las habitaciones vecinas. En cada planta viven veinte familias.
Karim Hasimoglu es oriundo de Gajar, un pueblo de la provincia de Füzuli, otra zona de mayoría azerí que fue conquistada por milicias armenias en 1992 y recuperada por el ejército azerbaiyano en octubre pasado. Trabajaba como grabador de metales, además de poseer campos y huertas. Dejó el pueblo con 27 años, relata: “Una noche atacaron y nos fuimos sorprendidos, no sabían qué hacer. Era tan terrible que no podíamos coger ni ropa, la gente huía con lo puesto”. Enla pared hay una foto de su hermano, caído en la guerra en 1992.
Füzuli sigue en ruinas. A diferencia de Agdam se halla entre colinas verdes que se adivinan fértiles campos hace una par de generaciones. Enredaderas y zarzas se han comido gran parte de los edificios. Al pie de algunas murallas hay aún cajas enteras de munición para lanzacohetes, rotuladas en serbio. Pero no se ven huellas de combates recientes. Las milicias armenias debieron de retirarse sin presentar batalla. Los policías que acompañan al grupo de periodistas advierten que puede haber explosivos entre la maleza: mejor no adentrarse. Sobre el portal de que en su tiempo fue un hermoso edificio oficial de imponente fachada, alguien ha izado la bandera azerbaiyana.
En las afueras del pueblo, un enorme cohete sin explotar sobresale de la arcén de la carretera. Poco más adelante hay un cuartel policial que sí fue escenario de alguna escaramuza: abundan los casquillos de bala y hay impactos recientes en las fachadas, además de un cementerio de coches modernos en parte quemados, en parte volcados. Merodean perros.
En Füzuli nunca vivían armenios, asegura Karim Hasimoglu. “Ellos tenían grandes áreas de campos alrededor y viñedos, pero no había muchos en la ciudad. La mayoría eran trabajadores de bajo nivel, no eran vecinos del barrio. Pero vivían con nosotros y nadie les hacía nada”, asegura. Lo mismo recuerda Nezeroglu de Agdam: “Los armenios venían para trabajar o hacer negocios, pero no vivían en el pueblo. Llegaban, se quedaban un día o así y y luego se iban”.
En las afueras del pueblo, un enorme cohete sin explotar sobresale de la arcén de la carretera
Posiblemente este reparto étnico por zonas y pueblos sea uno de los motivos por los que hoy Agdam sea tierra quemada: los armenios de Alto Karabaj nunca han intentado hacer suyo este territorio. Una franja de tierra de nadie cargada de trincheras y minas, un baluarte militar, sí, pero no tierras propias.
Las minas siguen ahí. No entre las propias ruinas de Agdam, aparentemente —aunque la policía aconseja cautela— sino en los primeros kilómetros de la franja, la más cercana a los pueblos azeríes. Donde los campos de algodón dan paso a tierras cubiertas de hierbajos, ahora trabaja un equipo desminador del ejército azerbaiyano. Señales de ‘Mina’ bordean la carretera, palos con la punta pintada de rojo se apilan en el arcén. De vez en cuando, un relámpago atraviesa el aire, sigue un estallido: los zapadores han explotado otro artefacto.
¿Cuánto tiempo se tardará en volver a convertir en habitable la zona? “Depende de cuánta gente participa en la labor”, responde un militar. “Es imposible dar una fecha: sabemos que hay minas en la zona fronteriza, pero no sabemos si hay también en la propia región de Karabaj, si es así, podríamos tardar de cinco a siete años”. “También hay campos baldíos con minas, pero nos estamos centrando por ahora en la carretera”, agrega.
Los desplazados tendrán que tomárselo con paciencia, pese a que Mekan Hasimoglu arde en deseos de volver pronto a lo que fue la tierra de sus padres. Ha ido ya durante la guerra, como voluntario alistado en el cuerpo sanitario. Tenía apenas cinco años cuando dejó el pueblo, y no se acuerda apenas. “Para mí era mayor orgullo ayudar a los soldados heridos en el hospital que ir a Füzuli”, acota.
La guerra empezó los últimos días de septiembre, con lo que parecía una de las típicas escaramuzas fronterizas que durante la última década sacudían cada pocos años el frágil status quo. Pero pronto quedó claro que esta vez, Bakú iba en serio: durante 45 días martilleó las líneas armenias con artillería y, sobre todo, con misiles lanzados desde aviones no tripulados de fabricación turca. La precisión y letalidad de estos drones armados se convertían en todo un motivo de orgullo del sector nacionalista turco que apoyaba ampliamente la guerra del país vecino y “hermano”. Armenia, por su parte, recibía cierto apoyo moral de Francia y podía mantener abiertas las líneas con Irán, tradicional aliado, pero solo obtuvo escaso armamento de Rusia que, al mismo tiempo, vendía a Azerbaiyán también.
El 10 de noviembre, con las tropas azerbaiyanas a pocos kilómetros de la capital de ‘Artsaj’, Stepanakert, el presidente armenio, Nikol Pashinyan, claudicó. En la madrugada del 11 firmó un acuerdo, apadrinado por Moscú, que devolvía a Azerbaiyán el control sobre todas las regiones conquistadas en 1991-1993 y que no forman parte de la antigua región autónoma soviética Alto Karabaj. Es decir, esencialmente devolvía la tierra quemada. El territorio tradicionalmente armenio queda bajo control de Erevan. Estratégicamente ya indefendible en el caso de una nueva guerra, pero protegido por el acuerdo y un destacamento de 2000 militares rusos que garantizarán la comunicación entre ‘Artsaj’ y el resto de Armenia través del desfiladero de Lachin.
El acuerdo se celebró como una gran victoria en Azerbaiyán. “La guerra es una muestra para los armenios que si piensan seguir con su política de ocupación no van a ganar, han visto el poder de nuestro ejército y todo el mundo ha visto que Karabaj pertenece a Azerbaiyán”, se alegra Karim Hasimoglu en su modesta residencia de desplazados. Baku está repleto de pantallas digitales que reproducen la bandera nacional y las palabras “Karabaj es Azerbaiyán”. También su nieto se sabe ya de memoria el eslogan y lo dice a las cámaras cuando se lo piden.
“Podremos vivir juntos en el futuro, si los armenios abandonan su mentalidad de ocupación»
El nacionalismo —o quizás la presencia de un traductor relacionado con las autoridades— parece hacer olvidar a la familia sus duras condiciones. “Estos 26 años han sido muy duros”, reconoce Mekan, el hijo, “pero no es que el Gobierno no nos ayude, solo es que somos muchos”. No queda claro por qué el joven, que asegura tener un trabajo correcto como empleado de una empresa farmacéutica, prefiere apretujarse con mujer e hijo en la diminuta habitación en lugar de buscar un piso propio. “Aquí no pagamos nada. No necesitamos una casa más grande. Lo que queremos es volver a nuestra tierra y vivir felices allí”, responde.
Tampoco queda claro si la extrema pobreza de la residencia se debe a la falta de fondos del Gobierno: a pocos kilómetros del modesto barrio se alza el majestuoso centro cultural Haidar Aliyev, dedicado al primer presidente del Azerbaiyán possoviético y padre del actual mandatario, diseñado por la arquitecta Zaha Hadid por un coste estimado de 200 millones de euros. Dentro se alinean excelentes exposiciones arqueológicas, históricas, de instrumentos musicales, arte… y objetos personales de Haidar Aliyev, sus coches oficiales, su biografía. Y un minucioso recorrido por la historia del país caucásico, diseñado para demostrar que Karabaj desde siempre fue tierra de Azerbaiyán y que la culpa del conflicto es de los armenios.
¿Puede el alto el fuego, si se transforma en un proceso de paz duradero, superar un siglo preciso de enfrentamientos? “Podremos vivir juntos en el futuro, si los armenios abandonan su mentalidad de ocupación», cree Ali Hasimoglu. Su hijo Mekan discrepa: «Los armenios nunca han abandonado sus rencor contra los azeríes. Una nación que no ha podido vivir en paz con sus vecinos en cien años no será capaz de hacerlo en otros cien años».
También ante la mezquita de Agdam hay opiniones encontradas. «Si no nos hubiesen causado tanto dolor…» reflexiona Aide Hüseyinova. Y Memmedov concluye: «No creo que azeríes y armenios podamos ser amigos. Para eso tiene que pasar una generación».
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