Escríbanlo todo, que si no, se me olvida
Alejandro Luque
Ubicada a pocos kilómetros de Palermo, la ciudad de Bagheria puede presumir de haber alumbrado a algunos de los mayores talentos de una isla, Sicilia, ya de por sí pródiga en hijos notables. De allí proceden el pintor y político Renato Guttuso, el poeta Ignazio Buttitta, el fotógrafo Ferdinando Scianna o el cineasta Giuseppe Tornatore. Éste último regresó a su villa natal para filmar su película más ambiciosa con Baarìa, un canto de amor que de paso propone una revisión de la Italia del siglo XX –de los años 30 a los 80 para ser exactos– a través de tres generaciones de una misma familia: el pastor Ciccio, que traslada a sus hijos el gusto por la lectura; su hijo Peppino, quien se decantará por la militancia comunista, y el nieto Pietro.
Ambicioso empeño que puede provocar, a primera vista, la sensación en el espectador de estar asistiendo a una veloz sucesión de escenas más o menos anecdóticas, ora cómicas ora trágicas. A poco que el público no tenga fresca la historia del país, correrá serio peligro de perder el hilo en medio de la profusión de peripecias y personajes que, para colmo, crecen y envejecen a un ritmo trepidante. Ésa fue la sensación que tuvo este reseñista en la primera visualización del filme. No obstante, un segundo pase cambió sensiblemente esta impresión, y dio paso a otras fascinaciones. Tornatore ha pretendido, en efecto, comprimir en dos horas de metraje todos los elementos que conforman la cultura de su tierra.
Ahí está el paisaje portentoso y las humanas mezquindades; las penurias del mundo rural y los lentos avances de la modernidad; ahí la represión fascista, los abusos de terratenientes y mafiosos, la resistencia clandestina, el advenimiento de la democracia con todas sus flaquezas; el drama de la guerra y sus cicatrices, la paz y la lucha utópica; también las procesiones católicas y las atávicas supersticiones; las pasiones invencibles y la férrea moralidad; las alegrías de los nacimientos y los duelos de los sepelios; y, de un modo muy explícito, las manifestaciones culturales que aglutinan a la comunidad: de la narración oral a la televisión, pasando por la lectura, el teatro y, cómo no, el cine.
Todo esto lo dispara el cineasta, ya lo dijimos, como fuego graneado sobre el patio de butacas. Pero Baarìa no es sólo eso, ni transcurre sólo por esos cauces. Es necesario destacar la asombrosa belleza de muchas de sus imágenes, atribuibles al director de fotografía Enrico Lucidi, acompañadas por la música de Ennio Morricone. También sobresale el reparto –incluida la italianizada Ángela Molina–, protagonizado por unos actores más que solventes y de singular belleza, capaces de evocar físicamente a los divos del celuloide clásico. La luz avasalladora de los filmes sicilianos de Tornatore, junto a otros guiños a sus cintas más celebradas (las proyecciones de Cinema Paradiso, los bombarderos de Malena), hacen de Baarìa un trabajo de altísimo valor estético, enriquecido con elementos simbólicos tomados de la realidad, como el personaje del citado Guttuso o ese espacio mágico conocido como la Villa Palagonia.
Y, sin embargo, la película posee también una enorme carga ética, que en el caso de Tornatore es ya marca de la casa. El hecho de que el guión tenga altibajos, o que por momentos caiga en el ternurismo, no basta para devaluarlo. Del mismo modo en que Mario Vargas Llosa se preguntaba al principio de una de sus más famosas novelas en qué momento se jodió el Perú, Tornatore indaga en los polvos que trajeron estos lodos en los cuales chapotea hoy la sufrida Italia. Y, abarcando con tanta avaricia narrativa seis décadas, invita al público a adoptar una mirada histórica y propone también (sin mistificaciones o nostalgias del pasado, mas sin ufanía por el presente) calcular cuánto tiempo llevará restañar los perjuicios ocasionados por la sistemática destrucción de bienes y valores que se han llevado a cabo de un tiempo a esta parte.
Que Berlusconi haya recomendado encarecidamente Baarìa, obviando que la productora es propiedad de su familia, produce una sorpresa sólo comparable al hecho de que Roberto Saviano, autor de Gomorra y amenazado por revelar la corrupción generalizada de su país, publique en el grupo editorial Random House, propiedad de adivinen ustedes quién.
Pocas imágenes tan reveladoras como el bucle final, del presente al pasado, que muestran esa Bagheria actual, ultrajada por un tráfico grosero y un penoso abandono, e invitan a ejercitar la memoria para no perder la perspectiva. No les faltará razón a aquellos que salgan del cine protestando por la grandilocuencia del filme, ni a la crítica que se ha ensañado con sus efectismos y amaneramientos. Uno en cambio lo da por excelente, aunque sólo sea por dos frases fulminantes del guión, ambas pronunciadas por ese padre idealista que, gravemente enfermo, agoniza en la cama rodeado de comadres.
Primero repite con el último fuelle de sus pulmones: «La política es bella». Es decir, un hermoso ejercicio de generosidad y honradez, y no el circo de ambiciones y vulgaridad en que parece haber derivado. Y luego, ante el chaparrón de peticiones que recibe de medio pueblo para que lleve sus mensajes a los parientes que ya están en el otro mundo, añade: «Escríbanlo todo, que si no, se me olvida».
Eso ha hecho Tornatore: escribirlo todo. Por si acaso.