Reportaje

Islam y sexo: una relación de amor y odio

Imane Rachidi
Imane Rachidi
· 18 minutos
Lencería erótica y burkini en un escaparate de Estambul (2016) | © Ilya U. Topper / M’Sur

 

 

La Haya | Octubre 2018

«El orgasmo no es un complot de Occidente». Lo clama el escritor argelino Kamel Daoud, harto ya de una oleada de tabúes que se van apoderando del mundo musulmán: cada día se exige más a las mujeres que sean decentes, púdicas, religiosas, vírgenes… pero también cada día aumenta el acoso sexual en la calle. A las que parece que no lo son, primero, y luego, a todas.

La dicotomía se presenta entre la mujer virtuosa y virgen, que no plantea una amenaza al patriarcado, frente a una ‘occidentalizada’, es decir sexualmente permisiva, que supone una depravación moral. Todo es cuestión de un pudor regulado por las ‘fetuas’ (dictámenes religiosos) de imames y telepredicadores, fundamentalistas de un nuevo islam que ha demonizado el sexo y ha convertido el cuerpo de la mujer en su gran obsesión. Algo que hay que cubrir con un velo y tener bajo control estricto.

El jeque marroquí Abdelbari Zemzemi es el rey de las fetuas sexuales. Ha dado su bendición a las mujeres para que usen “una zanahoria o una botella” para masturbarse y a los hombres para que se compren una muñeca hinchable como pareja. Cualquier cosa está bien “para no caer en el pecado”, es decir tener relaciones sexuales fuera del matrimonio. Eso nunca.

El jeque marroquí Abdelbari Zemzemi bendice que las mujeres usen zanahorias para masturbarse

Los permisos de Zemzemi solo se aplican –dice– a las personas “que lo necesitan” y especialmente a las que están teniendo “impedimentos” para unirse en el santo matrimonio. Para los demás, “amén” a todo experimento, siempre cuando sea entre cónyuges. En un dictamen anterior, Zemzemi consideró que el sexo de un marido con su difunta esposa, recién fallecida, es “totalmente legítimo” porque ella, su mujer, “le pertenece antes y después de la muerte”.

A falta de leyes, la sociedad se encarga de establecer las reglas: un hombre y una mujer no pueden pasar la noche juntos en un hotel egipcio ni marroquí a falta de un certificado de matrimonio. Puede que sin este papel, incluso un paseo romántico por la costa de Tánger, cogidos de la mano, acabe en comisaría. Darse un beso en público es ya una falta de respeto, con anillo o sin él.

Proteger el honor de la familia por encima de todo, ser chica de bien, y actuar de acuerdo a lo preestablecido es el máximo deber ciudadano de cada fémina. De ahí que violar a una mujer no se considera tanto una agresión contra la libertad de ella sino como un delito contra la moral pública; un delito en el que ella tendrá parte si – a ojos de la sociedad – hizo algo para que el hombre se sintió “impulsado” a violarla. Por ejemplo andar sola de noche o llevar una falda corta. El delito no es la agresión, es el sexo. Por eso también está penado en casi todos los países musulmanes el sexo libremente consentido entre adultos (el artículo 490 del Código Penal marroquí prevé hasta un año de prisión para ello, aunque raramente se aplica).

“A mí se me ha perforado la mente con que el sexo antes del matrimonio es malo y que mi virginidad es lo más importante”, reconoce Mariam, de 24 años. “La mayoría de las mujeres árabes con las que he tenido relaciones solo mantienen sexo anal para no romper su himen, e incluso así, después tienen muchos remordimientos”, explica Karim, de 27 años. “Aunque es cuestión de vergüenza y timidez, de tabú, también tiene mucho de ignorancia. Todos sabemos cómo se tienen hijos, pero nadie habla del sexo porque les da vergüenza. Hablar de disfrutarlo es ya algo inimaginable”.

El honor de un hombre reside en el control del cuerpo de todas las mujeres de su familia

La obsesión por regular y controlar cada detalle de las relaciones individuales en las sociedades musulmanas, espoleada por la oleada de fundamentalismo religioso que vive la región desde hace un par de décadas, ha convertido la cuestión del sexo en un tabú social cada día más severo. La propia idea de una “sociedad musulmana”, tal y como la define el fundamentalismo islámico, es precisamente la de una sociedad en la que no existe la “depravación moral de Occidente”, es decir la posibilidad del sexo libremente compartido y disfrutado entre adultos.

En la sociedad islámica, tal y como la intentan fijar los jeques del fundamentalismo, el honor de un hombre reside en el control del cuerpo de todas las mujeres de su familia: su esposa, sus hijas, su hermana, su madre. La sexualidad de ellas es una amenaza para el orden social, una fuente de inmoralidad: no tienen capacidad de controlarse a sí mismo y necesitan de un hombre que proteja su virtud y su pureza.

Tapa a tus mujeres

“Sé un hombre: tapa a tus mujeres”. Este fue el lema de una campaña que hizo furor en las redes sociales en Marruecos el pasado verano. No era una idea nueva: copiaba una iniciativa lanzada en Argelia en 2015. El mensaje cargaba a los hombres de la responsabilidad de garantizar que “sus” mujeres no fueran en bikini a la playa ni llevaran ropa corta o ajustada en verano. La respuesta no tardó: la activista marroquí Betty Lachgar – ya experimentada en lanzar campañas por la libertad sexual, por la derogación de la ley que criminaliza las relaciones sexuales entre adultos no casados, la despenalización del aborto y la legalización de la homosexualidad – y la rifeña Zoubida Maallem Boughaba difundieron el lema “Sé una mujer libre”.

Zoubida Maallem y otra activista, la melillense Mimunt Hamido Yahia, coordinadora del blog No Nos Taparán, lamentan que estas campañas contra la “desnudez” – estar en bikini cuenta ahora como “estar desnuda” – estén “colonizando” el norte de África, donde hasta hace una generación no hubo tanto sentido del pudor. “Nuestras madres no llevaban hiyab, y nuestras abuelas menos”, defiende Hamido. Distingue entre el típico pañuelo campesino, que se ha llevado en todas las sociedades rurales del Mediterráneo, y el hiyab moderno, que se asocia a una idea de castidad y pureza, de ocultamiento del cabello de la mujer por su supuesto atractivo sexual. “En las fotos de mi abuela se le ven las trenzas bajo la pañoleta”, asevera.

La idea de ocultación de la mujer como pecaminoso objeto de deseo subyace en la teología islámica, pero solo se hizo presente a nivel público en las sociedades musulmanas en los últimos treinta años. El terreno comenzó a gestarse en los años setenta, cuando el islam político comenzó su andadura, pero se hizo visible por primera vez desde las tribunas del poder con la Revolución iraní en 1979. Luego llegó el ascenso de los talibanes en Afganistán, la guerra civil – perdida militarmente, pero ganada en el terreno social – de los islamistas en Argelia en los noventa y, ya después de la Primavera Árabe, el auge de los Hermanos Musulmanes en Egipto o del partido Ennahda en Túnez.

Hace pocos siglos, flirtear formaba parte de las Bellas Artes, de Córdoba a Bagdad

La globalización de estos movimientos, que se declaran salvadores de un mundo laico, ha venido acompañado de un protagonismo cada vez mayor de los predicadores que se inspiran en Arabia Saudí y Qatar, dos países dominados por la escuela wahabí, un movimiento ultraortodoxo nacido en el siglo XVIII, y considerado secta casi hereje hasta el siglo XX. Ahora está en vías de convertirse en la única versión conocida del islam, sobre todo en Europa, donde los colectivos de musulmanes inmigrantes, a menudo de segunda o incluso tercera generación, desconocen totalmente la fe de sus abuelas y se alimentan únicamente de las fetuas que hallan en los foros de internet, impregnadas de un fundamentalismo exacerbado no tan lejos de la ideología del Daesh.

Esta relación de amor-odio que mantiene el islam con el sexo es bastante reciente. Durante los siglos de esplendor de la civilización arábiga, hasta aproximadamente el XVII, abundaba no solo la poesía erótica – tanto heterosexual como homosexual – sino también los tratados de sexología e incluso los manuales para ligar. El flirteo se consideraba una de las bellas artes, de Córdoba a Bagdad, y no consta que tener éxito se castigara con la lapidación.

“Tenemos la suerte de que la religión musulmana, a diferencia de la católica o la judía, considera que la relación sexual debe dar placer, no sólo servir a la procreación”, subraya la feminista marroquí Aïcha Zaïmi Sakhri, que a finales de los años noventa lanzó la revista Femmes du Maroc. Entre consejos de belleza, moda y reportajes críticos con el patriarcada se escondía en cada número una doble página negra con información sexual: anatomía del clítoris, consejos de cómo llegar al orgasmo, masturbación. “Claro que es audaz, dirán dios mío, de qué hablan… pero no está prohibido. Lo que no podemos hacer es hablar del sexo fuera del matrimonio. De este tema hablamos sólo entre líneas. Porque estas relaciones están prohibidas por la ley”, reconocía Sakhri. Pero el placer en sí no está demonizado por los teólogos.

Similar iniciativa lanzó, una década más tarde, la artista Joumana Haddad en Líbano, con la revista Jasad (Cuerpo). Pero en los países entre Casablanca y Beirut, poco material hay para ellas y ellos para informarse. En Egipto funciona desde hace pocos años la plataforma digital Ma3looma (“Un dato”), fundada para combatir la enorme ignorancia de la juventud en materia sexual. Lo más atractivo es su servicio de preguntas y respuestas, siempre anónimas. Las dudas expresadas muestran el nivel de educación sexual: “No, usted no se puede quedar embarazada con un beso”. “No, tampoco por lavar su ropa interior junto a la de un hombre”.

El tabú sexual en Egipto es tan amplio que – a diferencia de lo que ocurre en Marruecos – una entrevista a un sexólogo en televisión se puede convertir en escándalo nacional. “Estos temas son para hablarlos en la pareja y en la habitación”, insistió el muy popular presentador Tamer Amin. Por lo mismo, la educación sexual no existe ni en las escuelas ni en las conversaciones entre padres, amigos o incluso hermanos. Porque el saber lleva al querer, creen. Hablar sobre el sexo hará que los jóvenes intenten tener relaciones sexuales sin esperar a la boda.

“El velo es un símbolo que clasifica las mujeres en decentes e indecentes”

El problema es que el sustituto de la educación sexual, la pornografía en internet, crea una concepción distorsionada de las relaciones entre hombres y mujeres, un mundo donde no hace falta el consentimiento ni el respeto. Y las consecuencias están a la vista: el auge del acoso sexual callejero. Un acoso verbal, que a menudo deriva en frotamientos. Sus autores se justifican con la imposibilidad de “aliviar” sus pulsiones sexuales de otra manera. Al no poder establecer un diálogo normal con una chica – a ellas les dicen que no hablen con chicos extraños – , el cuerpo femenino se convierte en un mero objeto.

Y ese objeto del deseo sigue ahí, aun bajo todas las capas de tela. Cuando Rania Fahmi, de 20 años y de una zona rural de Egipto, sale a la calle, lo hace vestida de negro y de largo, sin nada que marque una curva, con el pelo cubierto… pero parece que la simple presencia de una mujer en un calléjón basta para despertar la bestia masculina. Rania se ha visto obligada a arrear varios golpes con el bolso a hombres que la acosaban.

El gato y la carne

La gravedad de la situación obligó a reaccionar a la Universidad Al Azhar, una de las mayores autoridades religiosas del islam, feudo del conservadurismo. «Algunos tratan de hacer de la ropa de una mujer o de su comportamiento un pretexto para justificar el terrible crimen del acosador, como si la mujer fuera responsable de tal pecado», declaró esta institución. Pero la fetua tuvo poco impacto entre la oleada de mensajes que cada día llegan desde telepredicadores y páginas web religiosas, y que coinciden todas en que la mujer es la responsable de evitar el acoso, no dando oportunidad. En 2006, el jeque australiano Taj Aldin al-Hilali, oriundo de Egipto, lanzó su famosa parábola del gato y la carne. Si se deja una carne en la mesa sin tapar, y el gato se la come ¿de quién es la culpa? Del gato no: solo sigue su instinto. Lo que hay que tapar es la carne, concluyó el predicador.

El símil resume a la perfección la teología islámica respecto al cuerpo de la mujer: constituye motivo de ‘fitna’, es decir cizaña, enfrentamiento, incitación a la rebeldía. El hombre – sostiene esta escuela – es un animal rapaz por naturaleza; si se quiere evitar que se abalance sobre una mujer en la calle y así perturba el orden social, hay que evitar que tenga oportunidad para ello. Hay que evitar que haya mujeres en la calle o, si las hay, al menos hay que taparlas para que no se vea incitado a asaltarlas.

Este es, precisamente, el razonamiento teológico que fundamento el uso del velo islamista, conocido como hiyab. O su versión más estrica, el niqab o burka. Por eso, argumenta Mimunt Hamido, defender el velo en España como signo de “multiculturalidad” o “respeto a costumbres ajenas” es desconocer totalmente el significado que conlleva y que es “una separación sexista de la sociedades entre agresores por naturaleza y agredidas culpables”. “El velo no es una prenda más: es un símbolo que clasifica las mujeres en decentes e indecentes”, denuncia.

En esta línea, un abogado egipcio, Nabil al Wahsh, ha afirmado incluso en la televisión que violar a las mujeres con pantalones vaqueros ajustados es un «deber nacional» y acosarlas es “una obligación patriótica”. Porque, dijo, nadie quiere ver a una mujer atrayendo la atención de los hombres.

Otro famoso símil para convencer a las chicas de que elegir el hiyab es la única manera de ser una mujer decente es el de la piruleta: “Si te ofrecen dos caramelos, uno con su envoltorio y el otro ya abierto y rodeado de moscas ¿cuál elegirías?” Las “moscas”, en esta versión, son los chicos que siguen a una mujer en la calle para gritarle obscenidades. Pero sufrir este acoso no es culpa de las moscas: es culpa de quien no lleva el envoltorio.

Las ‘occidentales’ no necesitan ser decentes: nacen putas, más o menos

Socialmente. Legalmente no o ya no. El pasado septiembre, el Gobierno marroquí anunció por fin una nueva ley, largamente reclamada por los movimientos feministas, para erradicar la violencia contra las mujeres. No solo tipifica por primera vez como delito forzar a alguien a casarse contra su voluntad, sino también penaliza con seis meses de cárcel y multa el acoso sexual. Queda por ver si se aplicará.

La experiencia de Egipto no deja mucho lugar al optimismo: también allí se castiga el acoso con seis meses de prisión y multa desde una reforma legal de 2014. Pero cuando la activista Amal Fathy publicó este año un vídeo en las redes sociales en el que relataba cómo había sido acosada sexualmente cuando hacía gestiones en un banco y denunciaba que el Gobierno no está haciendo lo suficiente para proteger a las mujeres contra esta lacra, el arma legal se convirtió en bumerán. El vídeo llegó a la prensa internacional y la policía no tardó en ir a su casa y arrestarla. A finales de septiembre pasado, un tribunal la sentenció a dos años de cárcel y una multa de 490 euros por “difundir noticias falsas” y manchar la imagen del país.

Atrapados entre sus impulsos sexuales y la responsabilidad de vigilar sobre la decencia de “sus” mujeres – un concepto que para muchos no incluye solo las de su familia, sino todas las de su país o incluso cualquier musulmana en el mundo – , muchos jóvenes han descubierto una válvula: las otras. Las que no son musulmanas. Las ‘occidentales’. Ellas no necesitan ser decentes: nacen putas, más o menos. Ligar con una europea es la solución perfecta para un chico musulmán que no tiene medios para casarse, pero se horroriza ante la idea de manchar el honor de la que podría ser su futura esposa.

Virginidad

Es la vía de escape de Tareq (nombre ficticio) , un egipcio de 25 años para el que “no hay otra solución más allá del matrimonio” para poder tener relaciones sexuales con una mujer. Reconoce que es “una necesidad humana digan lo que digan los religiosos” e ironiza que está “harto del porno”. “Quiero tocar a un cuerpo humano sin pagar por ello”, suspira, mientras toma una cerveza en un bar de Amsterdam.

El Barrio Rojo es su atracción favorita: “¿Y qué quieres que haga? ¿Violar a las chicas en la calle? Aquí al menos dan a la gente esta salida, allí nos ahogamos con lo que hay”. El próximo verano celebrará su boda por todo lo alto con una chica cinco años más joven y a la que apenas conoce. Ambos residen en El Cairo. Le quedan pocos meses pero “son una eternidad”. No tiene remordimientos por lo que pueda pensar su prometida. Es un matrimonio arreglado con “una chica decente y con estudios”, cuenta con orgullo.

Algunas madres aconsejan a sus hijas ‘enrollarse’ con sus novietes, pero preservando el himen

Ella no tiene esta vía de escape mientras se prepara para la misma boda. Será el día en el que perderá la virginidad, ese símbolo de dignidad que le garantiza un matrimonio. Un símbolo que no ha perdido vigor desde los días de la tradición en los que garantizaba el honor público de la familia. Hace una generación – lo cuenta la socióloga marroquí Soumaya Naamane Guessous en su tesis “Más allá del pudor”, una investigación sobre las costumbres sexuales de las marroquíes, realizada en los años 80 y bestseller en todas las librerías marroquíes hasta hoy, con una decena larga de reediciones – no faltaban madres que daban a sus hijas el consejo de ‘enrollarse’ con sus novietes todo lo que quisieran… siempre y cuando preservaran el himen. Eso no.

Hoy, la obsesión llega más lejos. Hay casos en los que una pareja de novios, tras una etapa de encuentros sexuales, decide casarse… y que por mutuo acuerdo deciden que la chica acuda a una clínica para recomponerse el himen y ser virgen de nuevo para su ahora futuro esposo. Porque ¿cómo se va a casar él con una chica que no haya sabido preservarse para el día de la boda?

En el Magreb, la floreciente industria de la recomposición del himen se denuncia a veces como un negocio que se aprovecha de los tabúes y, como no, los refuerza. Pero en otras longitudes puede ser un salvavidas. En los países árabes al este de Egipto, y hasta el sureste de Turquía, persiste la terrible costumbre de los asesinatos de honor: si el vecindario sospecha que una chica podría haber perdido la virginidad, o que actúa como si pudiera estar dispuesta a perderla, sobre la familia recae la obligación de matarla. Una tradición tan fuerte que varios países prácticamente la permiten por ley: en Jordania, el castigo para el asesino no suele sobrepasar los seis meses.

Cuando se propuso, en 2003, reformar la ley para abolir la atenuante del ‘honor’ vulnerado, los diputados de los Hermanos Musulmanes votaron en contra. Ante la pregunta de cómo podían proteger con su voto una tradición que no viene en el Corán ni es compatible con la norma islámica de que nadie debe ser ejecutado sin juicio público y sentencia de un juez, la respuesta era fácil: no, matar no es islámico, aducían, pero sirve para evitar que a las chicas se les ocurra cometer un pecado.
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