Entrevista

Miguel Sáenz

«No hay que cambiar las palabras, sino las ideas»

Alejandro Luque
Alejandro Luque
· 16 minutos
Miguel Sáenz (Formentor, Sep 2017) | © Alejandro Luque / M’Sur


Formentor
(Mallorca) | Septiembre 2017

Considerado uno de los más reputados germanistas de nuestro país, sorprende en Miguel Sáenz (Larache, 1932) una conexión marroquí que viene de la infancia. El traductor de gigantes como Bertolt Brecht, Günter Grass, W. S. Sebald, Arthur Schnitzler o Thomas Bernhard, así como de otros novelistas anglosajones como William Faulkner, Henry Roth o Salman Rushdie, fue abogado de profesión y más tarde se incorporó a la ONU, donde también tradujo documentos entre 1965 y 1970. Es un apasionado del teatro, ha desempeñado la docencia universitaria y en 2013 ingresó como académico de la Lengua con el discurso Servidumbre y grandeza de la traducción.

Invitado en los encuentros literarios de Formentor 2017, Sáenz acaba a de publicar un recuerdo de su infancia africana bajo el título Territorio, publicado por Funambulista.

Se ha escrito mucho desde la memoria de la infancia africana, por parte de militares e hijos de militares. Casi siempre con un recuerdo feliz, como de un paraíso. ¿Para usted lo fue?

Pues sí, la gente suele tener una infancia horrorosa o paradisíaca, y la mía debo decir que fue muy agradable. Nací en Larache, pero estuve diez días solo, el tiempo que tardó mi madre en salir del hospital. Allí nació gente ilustre, empezando por Martín Santos, Cazorla… Mi padre era militar, estuvo destinado en varios sitios, y yo los que recuerdo son Tetuán, que me gustaba mucho, donde iba a los marianistas, Tánger, que me marcó como a todo el mundo, y luego en territorio Ifni, donde estuvimos 11 años. Mi padre era administrador del territorio, era teniente coronel, no sé si luego ascendió allí a coronel… Mi infancia fue un patronato de enseñanza media que había, que dependía de un instituto de las Palmas, y los catedráticos venían en julio a examinarnos.

¿Y cómo recuerda Ifni?

Ifni era una especie de isla canaria incrustada en el continente africano: no era ya Marruecos, porque estaba bastante al sur del Atlas, pero tampoco el Sahara. Cuando escribí este libro de Memorias, me hablaban del desierto, pero la única arena que vi yo en esos años era la de la playa. Era un territorio sumamente árido, pero de una belleza extraña, nada que ver con el desierto clásico de camellos y dunas.

¿Cómo emprendió la escritura de esas memorias?

Me puse a escribir por temas: el mar, el arte, la música, todas las cosas que me fueron influyendo entonces, y cuando algo te marca a los 12 o 14 años, es para toda la vida.

A veces, leyendo testimonios como el suyo, la población local apenas existe. ¿Cómo fue en su caso?

«En la calle yo jugaba con los morillos, y en el colegio marianista con mis compañeros»

Yo eso lo viví en Tánger. La tolerancia entre las tres religiones básicas –cristianismo, judaísmo e islam– era modélica. Vivíamos en una calle en la que teníamos debajo a una familia judía y teníamos una relación estupenda, cada vez que había una fiesta nos mandaban comidas típicas. En la calle yo jugaba con los morillos, y en el colegio marianista con mis compañeros. En Ifni faltaron los judíos, solo había una o dos, pero había coexistencia con la población bereber, que hablaba en chelha, lo que ahora se llama amazigh. Mi padre, que hablaba árabe muy bien, árabe vulgar, para ellos tenía un intérprete.

Coexistencia, pero ¿relación?

Había, por un lado, una sociedad bastante limitada de oficiales, suboficiales y soldados; por otro, una población canaria importante, que venía de Fuerteventura, trabajadores del campo, pasteleros, panaderos… Allí aprendí todo el folklore canario. Y los moros, con los que había una relación muy buena. Casi un siglo después, Adbellah, un moro que quería mucho a mi padre, me decía que todavía tiene una habitación para mí en su casa, que me esperaría en Agadir para llevarme.

¿Dónde se desencontraban?

Claro, es verdad que había una separación. Un musulmán nunca entraría en la iglesia de la plaza de España, pero yo jamás entré en la mezquita, ni en un morabito, ni en un cementerio musulmán. Y cuando había una procesión de Semana Santa, los musulmanes o bien se abstenían de ir, o se limitaban a verla en silencio, con mucho respeto. Amistad tuve con pocos, pero es que éramos pocos. En mi curso del bachillerato éramos tres. En el curso superior, mi hermano sí tuvo un compañero musulmán en su curso. Si, como cuento, yo tenía una pelea a pedrada limpia, cualquier incidente, si era con algún chico musulmán, era más difícil que con un cristiano, en el sentido de que iba a tener que pagar un castigo mayor.

Pero había peleas como en todo patio de colegio…

Es curioso que en una sociedad tan estructurada, entre los niños la democracia era absoluta: no sabía si el padre de este que jugaba conmigo era el representante de Iberia o un pastelero o un trabajador del andamio. En fin, fue la demostración de que la convivencia entre religiones era viable. Y les guardo mucho cariño a todos: desde luego, los que yo he conocido no eran yihadistas, ni terroristas, sino una gente muy franca, hospitalaria y abierta.

¿No ha ido cargándose las tintas en la cuestión religiosa en los últimos tiempos? Da la impresión de que en aquella época no se hacía tanta ostentación del propio credo…

No, claro, Había un muecín que se subía a cantar a la torre de la mezquita a las siete de la mañana, igual que el franciscano de la iglesia, el único que había, tocaba las campanas el domingo. Pero la religión musulmana que he conocido era supertolerante, y eso venía de Tánger y Tetuán.

Me ha llamado la atención eso de que su padre hablara árabe. Fueron miles los españoles en aquel territorio que nunca llegaron a hablar una palabra…

Ten en cuenta de que mi padre era lo que se llama hoy, con cierta carga despectiva, un africanista. Era muy experto en el asunto, conocía muy bien a la población indígena. Hablaba muy bien árabe porque llegó a África cuando era teniente, y en varios lugares, durante mucho tiempo la única persona con la que hablar era su asistente local. No tuvo más remedio.

¿Usted aprendió también?

Ese es uno de los mayores fracasos de mi vida.

Lo digo porque domina el alemán, pero es curioso que habiéndose criado en un país donde se hablan cuatro lenguas, que no haya escogido ninguna…

«Mi árabe es una vergüenza: a pesar de ser la lengua que más he estudiado, es de la que menos sé»

Yo no aprendí árabe porque en realidad mi familia no le dio importancia. El francés que aprendí en las calles de Tánger se me quedó para toda la vida, luego estudié inglés porque quería ser diplomático… Pero del árabe, yo conozco el árabe vulgar, sé decir por favor, pásame el balón, ¡los insultos! Cuando vuelvo, me viene todo. Pero nosotros vivimos en un territorio donde había más gente que hablara español que el árabe oficial. Y luego he querido remediarlo estudiando árabe, estuve cuatro años en la Escuela de Idiomas, en el Instituto de Estudios Islámicos… Soy un coleccionista de métodos de árabe, puedo escribir un poco todavía. Pero mi árabe es una vergüenza. Puedo reconocer las letras, pero a pesar de ser la lengua que más he estudiado en mi vida, es de la que menos sé.

He leído que cuando descubrió la obra de Frantz Fanon, le impactó enormemente. ¿Pensó que le acusaba de algún modo de colonialista?

No, es una oposición al colonialismo en general. ¿Por qué en un momento dado Francia y España se reparten Marruecos? Era un protectorado, lo que venía a ser una forma paternalista de encubrir la postura colonialista. Tutear a un musulmán era automático. Eso ya te colocaba en una posición de superioridad, sin necesidad de implicar ningún prejuicio racial. Con el tiempo, aprendí que cualquier colonialismo es malo. Incluso creo que la labor de España fue en parte muy buena, más tarde se fastidió todo y del Sahara no quiero ni hablar, fue un cúmulo de errores y de abandonos por parte de España. Pero como no es un tema que domine en profundidad, prefiero dejarlo ahí.

Para muchos españoles ha quedado como una especie de autorreproche histórico, ¿no?

Es verdad. La actuación de España, incluso en la guerra de Ifni, no fue muy brillante. Tras los dos primeros años de guerra, España aguantó hasta que la independencia de Marruecos llevó consigo el olvido de los tratados. Pero España no lo ocupó como potencia colonizadora, sino como un terreno para construir entre otras cosas una estructura pesquera, allí donde el mar era peligrosísimo.

Usted fue traductor de la ONU, como Eduardo Mendoza o Rosa Regàs. ¿Qué aprendió de su experiencia allí?

Aprendí a trabajar. En una época en que no había facultades de traducción, yo era abogado, me encontré una sección española de una categoría intelectual, literaria y académica enorme. Allí estaba el exilio español, luego el cubano, el chileno, el argentino… En los cinco años había allí una antología de las letras hispanas, allí estaba este amigo de Vargas Llosa, Lucho…

Loayza.

«Ganaba mucho más traduciendo una cosa para la ONU que traduciendo un año a Günter Grass»

Eso es, y Juan Gelman, Cortázar y Aurora Bernárdez, y Aquilino Duque… Mucha gente que eran grandes escritores y pasaron por allí. Te encontrabas con que compartías despacho con el decano de la universidad de Montevideo. El ambiente era muy bueno, me di cuenta de que estaba trabajando con gente de mucho nivel. Lo poco o mucho que sé sobre traducir lo aprendí allí. Y había otra ventaja: así como la traducción literaria es uno de los oficios peor pagados del mundo, la traducción para la ONU es de los mejor pagados. Todavía después de irme me llamaban para traducir cosas de Derecho, creían que era muy difícil. Ganaba mucho más que traduciendo un año a Günter Grass. Por eso digo que las UN han fomentado la difusión de la literatura alemana en España, porque de otro modo yo no habría podido hacerlo. Me marché en el 71, y la década esa era un momento en que se dedicaban a organizar conferencias por todo el tercer mundo, Manila, Santiago de Chile, Zambia…

No le quedó nada por ver.

Yo me recorrí el mundo, recuerdo que tenía un contrato para Australia y me di cuenta de que me resultaba igual volver a Madrid directamente que dando la vuelta por las islas Fiyi, Hawai, etc, así que di la vuelta al mundo. Era un trabajo muy agradable, se ganaba mucho dinero… Y luego, yo siempre he defendido que traducir es traducir, y hay que ponerle el mismo cariño a un documento del Consejo de Seguridad que a un verso de Shakespeare. Hay que hacer hasta que suene bien. Si tienes tiempo, lees bien, corriges para que quede perfecto.

Traduciendo a Rushdie, ¿descubrió que traducir podía ser también un oficio de riesgo?

Yo empecé a traducir a Rushdie con Hijos de la Medianoche, traduje tres o cuatro libros suyos, y de hecho Los versos satánicos no los traduje de milagro. Tuvo una primera mujer que vivía en el pueblo de los burrotaxis, ¡Mijas!, pero en aquel momento iba por la segunda mujer, una norteamericana que me llamó. “Salman ha escrito un nuevo libro y quiere que lo traduzcas tú”. El caso es que se había ido con [Andrew] Wylie tras la muerte de su anterior agente, el libro fue a parar a Seix Barral, donde Gimferrer me contó que ya estaba encargada la traducción, etc. A mí no me gustan Los versos satánicos, me parece una de sus peores novelas, pero la habría traducido por amistad.

¿Se alegra de que no le tocara?

«Mucha gente cree que yo he traducido los Versos Satánicos de Rushdie, cosa que me molesta bastante»

Lo que pasa es que como Seix Barral tuvo miedo del escándalo, lo sacó como si hubiera sido fruto de un acuerdo entre treinta editoriales, se inventaron un nombre fingido para el traductor. Así que mucha gente se cree lo he traducido yo, cosa que me molesta bastante, primero porque no es cierto y segundo porque la traducción me parece bastante mala, pero bueno. En cualquier caso, puedo contar una anécdota del traductor noruego. Rushdie reunía siempre a sus traductores, nos conocemos todos. El caso es que me encontré con el noruego en un aeropuerto, me preguntó si había traducido El último suspiro del moro y le dije que sí. ¿Y no te da miedo? Yo me lo pensé, ya habían sufrido atentados varios traductores, pero la fetua se refiere a Los versos satánicos, no a cualquier libro. El caso es que le pregunté qué había hecho él, y me respondió: yo lo he traducido, pero he puesto el nombre de mi mujer…

En su bibliografía como traductor aparece una autora turca que no conozco, Emine Sevgi Özdamar. ¿Puede hablarme de ella?

Es una trabajadora que, en lugar de emigrar a Alemania Occidental, fue a la RDA, y allí se metió con los discípulos de Brecht, le gustaba el teatro y empezó a desempeñar pequeños papeles, y empezó a escribir en alemán. Es una persona maravillosa, muy amiga mía, con un alemán lleno de metáforas e imágenes tomadas del turco, que da mucho gusto traducir. Mi problema es que a veces tengo que deformar la clase en español, la gramática está un poco forzada, y la gente cree que quien escribe mal soy yo. Ahora lleva tiempo sin publicar, pero es una gran escritora. La vida es un caravasar es un libro estupendo.

Como buen conocedor de Alemania, ¿entiende que todos los inmigrantes sueñen con llegar allí? ¿Es solo una cuestión pragmática, de creer que allí se vive mejor?

Alemania siempre ha sido muy acogedora, y en el caso de los turcos es que hay inmigrantes de segunda y tercera generación. Hay escritores, directores de cine… También hubo una época en que todos los españoles se iban para allá a trabajar. Luego vinieron los italianos, los yugoslavos, los rumanos… Está también esta premio Nobel rumana…

Herta Müller

También emigró porque Alemania le ofrecía una forma de vivir. El problema actual lo desconozco, estas oleadas de emigrantes, debe de ser terrible, luego ha venido esta radicalización… Pero sí, siempre ha sido un país muy hospitalario.

La RAE ha sido objeto de muchas polémicas en los últimos tiempos: que si es sexista, que si discrimina a los gitanos… ¿Falta comprensión hacia ustedes

«Siempre he pensado que no hay que cambiar las palabras, sino las ideas: el machismo, el racismo»

Resulta que no se puede hablar. La Academia no hace más que reflejar lo que la gente dice. Y si la gente dice que esto es “una judiada”, es una expresión que pertenece al léxico castellano, y si quieres entender a Quevedo tendrás que saber lo que es. Darío Villanueva, como buen gallego, ha sido muy hábil explicándolo. Hemos tenido un buen número de manifestaciones en la puerta criticando nuestras decisiones. Pero siempre he pensado que no hay que cambiar las palabras, sino las ideas: el machismo, el racismo. Y eso no se arregla diciendo “compañeros y compañeras, socios y socias”. Eso lo impone la corrección política.

Como mínimo, parece que hay algún espacio para el debate, habida cuenta de las pasiones que se levantan, ¿no?

Ignacio Bosque y otros filólogos, como Pedro Álvarez de Miranda, han escrito muy bien sobre esto: cada cual puede usar la fórmula que quiera, pero desde el punto de vista filológico es un poco ridículo. ¿Por qué no hay algunos femeninos? Pues porque no existían mujeres que desempeñaran determinadas tareas.

¿Dónde debería encontrar su rumbo la España de hoy? ¿En aquel mundo de ayer de Zweig, mirando al Mediterráneo…?

Creo que hay que mirar hacia América. El único tesoro que no podemos perder es la unidad de la lengua, con todos sus modismos, sus variantes. Eso creo que lo estamos haciendo bien: ahora los libros de la Academia están firmados por todas las Academias latinoamericanas, las veintitantas…

No solo preguntaba por la lengua, sino por las cuestiones sociales, políticas, religiosas…

Ah, eso se me escapa a mí. Pero tengo un hijo nacido en Madrid, otro hijo nacido en nueva York, una hija nacida en Viena y otra nacida en Berlín. Yo soy muy internacionalista, y desde luego creo que hay que luchar por Europa. El futuro no son los nacionalismos, sino la unidad.

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© Alejandro Luque | Especial para M’Sur

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