Opinión

Ba El Hadj y el ramadán (II)

Soumaya Naamane Guessous
Soumaya Naamane Guessous
· 11 minutos

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Casablanca | 1999

 

[Continuación de la columna Ba El Hadj y el ramadán]

Ba El Hadj: “Dios! Ya es casi mediodía. Tengo que ir a los baños para purificarme antes de la oración. Voy a perderme mi jornada de ayuno. En ramadán hay que bañarse todos los días. Es un coñazo, porque tengo que ir al hammam sin que mi mujer se entere”.
El visitante, sorprendido: “Bañarse todos los días? ¿Para qué?”
Ba El Hadj: “Me tengo que lavar porque por la noche, cuando tú duermes, yo hago cositas”.
El visitante, con admiración: “¿Tú haces cositas todas las noches? ¿Tu mujer se deja?”
Ba El Hadj: “¿Quién habla de mi mujer? ¿Tú has visto a alguna esposa que te dé placer? La mía se pasa el día en la cocina, y por las tardes no para de gemir y quejarse de su carga de tareas en la casa. En ramadán se va a la cama a las tres de la mañana, cuando todos los niños ya se han metido su reserva de carburante para el día siguiente”.

Contemplo, evalúo, escojo. Las gordas, las delgadas, las de pecho generoso o casi invisible…

El visitante, perdido: “¿Por qué, pues, te vas a los baños a escondidas de tu mujer?”
Ba El Hadj: “Escucha bien, que aprenderás algo. Tras la oración del dohr, vuelvo a casa para echarme la siesta. Me despierto para la oración del ‘asr. Cuando salgo de la mezquita, doy vía libre a mis caprichos. Empiezo a escuchar los deseos de mi estómago. Fruta, pasteles, pinchitos, pescado, harcha, beghrir, turbante del cadí, almendras… Regreso a casa con los brazos cargados de placeres. Luego cojo el coche y voy al paseo marítimo, para respirar el aire del mar y recrearme la vista. Pero solo para mirar. ¡Que Dios me corte las manos si toco a alguien! Contemplo, evalúo, escojo. Las girafas esbeltas, las pequeñas gacelas. Las gordas, las delgadas, las de pecho generoso o casi invisible, las morenas, las rubias, las tímidas, las atrevidas, las descaradas, las discretas…
El visitante, agitado: “Eso es pecado. Dios dice que durante el ayuno hay que abstenerse”.
Ba el Hadj: “Pero si yo me domino. A mi bragueta le meto un candado para impedir que destruya mi devoción. Una vez que me haya llenado ya el vientre, cumplido el deber religioso, dejo que el candado salte por los aires”.
El visitante, desarmado: “¡Sí es pecado ligar durante el ayuno!”
Ba El Hadj: “Para ti, todo será pecado. Pero yo no toco nada. Yo hablo. Hago una cita con la que Dios haya elegido para colmarme de sus placeres, y nos encontramos sobre las diez de la noche, después de la oración. Tengo amigos que ligan más bien por la noche. Ah, toda esa fruta que circula por la noche, madura, jugosa, que solo espera la mano que la coseche. Dios nos regala toda esa abundancia, ¿y tú quieres privarme de ella?

“Los jóvenes ¿qué les pueden ofrecer? Bonitas palabras aprendidas en las pelis egipcias»

El visitante, descorazonado: “No es Dios, son los padres que no saben enseñar a sus hijas respetar su cuerpo y su dignidad. La fruta que tú recoges… ¿qué es lo que a ella les gusta de ti?”
Ba El Hadj: “Mi bolsillo, colega. Tras una jornada de privaciones, ellas reciben su recompensa. ¿Tú crees que ellas se divierten en casa? Si salen a la calle es porque están frustradas”.
El visitante, ofendido: “Ellas pueden salir con jóvenes de su edad, no con hombres casados”.
Ba El Hadj: “¡Con jóvenes! Esos ¿qué les pueden ofrecer? Bonitas palabras aprendidas en las pelis egipcias, recitadas en el banco de un parque o tras un árbol, con miedo de que te pille un madero. O como mucho un zumo en un café. Las excitan, y luego las acompañan a casa, sin quitarles la sed. Yo, en cambio, les ofrezco seguridad, discreción, éxtasis. Un apartamento confortable. Me he asociado con tres amigos y nos reunimos ahí cada uno con su presa para vivir. Les ofrecemos una felicidad que ellas no hallarán con sus maridos. Y nunca salen de ahí sin dinero en el bolsillo”.

El visitante, incrédulo: “Tú y tus amigos, que sois tan buenos musulmanes, alimentais la prostitución, ¡y encima en el mes sagrado!”
Ba El Hadj: “Sí, amigo mío. Din wa dunia, religión y mundo, como dijo el profeta. No, creo que era algún ulema, o quizás fuera el Corán. Ya no me acuerdo. Y además, ofrecer a una pobre chica la posibilidad de cumplir un sueño ¿es prostitución? ¿Es culpa mía si el dinero y el lujos son una tentación para ellas?”
El visitante, paralizado: “No es culpa tuya, pero es culpa de hombres como tú, por encima de toda sospecha, buenos musulmanes que corrompen la sociedad. ¿Qué hacen tus hijas y tu mujer mientras que tú te entretienes con tus gacelas?
Ba El Hadj, ofendido: “¡Iiiiiiiiwa! ¡Alto ahí! A mi mujer y mis hijas se les respeta. ¡Ningún hijo de madre se atrevería ni a mirarlas!”

En nuestra sociedad, las mujeres respetan la religión y la tradición. Los hombres, solo la tradición

El visitante, contento: “Sin embargo, tú corrompes a las hijas de otros musulmanes. Dios ha prohibido la fornicación entre hombre y mujer”.
Ba El Hadj: “En nuestra sociedad, las mujeres respetan la religión y la tradición. Los hombres se rigen solo por la tradición. Dios nos permite tener tantas concubinas como cada uno puede pagar. Léete el Corán.
El visitante, malicioso: “Si hay un único Corán es el que yo he leído. Pero no lo he entendido igual que tú. Yo entendí que el ramadán es el mes de recogerse, de dominar los sentidos, de ser solidario con los necesitados, de la tolerancia, del perdón”.
Ba El Hadj: “Todo eso yo lo respeto. Dios ha prohibido todo placer durante el día, para aumentar nuestro deseo. Yo soy un hombre normal. ¿Qué quieres, que explote? Cómo me voy a aguantar ante todas esas tórtolas que se contonean bajo mis ojos. Dios ha creado al hombre con un ser muy débil y le ha dado un apetito sexual insaciable”.
El visitante, exasperado: “Esas tórtolas tienen el mismo derecho que tú a ocupar la calle. ¿Tú piensas que todas las mujeres en la calle están allí para atizar tu deseo? Tus hijas también salen a la calle ¿no?
Ba El Hadj, ofendido: ¡Iiiiiiwa! Mis hijas ¡no! ¡Te estás pasando ya! Las mujeres lo único que tienen que hacer es no maquillarse, no soltarse el pelo, no levantar la vista, ni reírse a carcajadas. Yo soy un hombre. Y comienzo a dudar de tu virilidad. ¿Tú no ligas, o qué?”

“Un dúplex. Un piso con dos niveles. Al igual que tú. Una doble personalidad»

El visitante, herido: “Yo no soy hipócrita. No destruyo la economía de mi país, no profano el mes sagrado, no corrompo la sociedad, no hago trampas con Hacienda, no pongo en peligro la salud de mis conciudadanos para enriquecerme. Cuando me gusta una chica, salgo con ella y la respeto, porque tengo hermanas y no aceptaría que alguien vulnere su dignidad”.
Ba El Hadj, irónico: “Tu puedes filosofar mucho, tú no estás casado. Al final te casarás con una bella princesa, la admirarás cuando está dormida. Años más tarde, tu princesa se convierte en un ogro, que apenas si puede satisfacer tu tubo digestivo. De los otros tubos ya ni hablamos, no contarás con ella para eso”.
El visitante, furioso: “A mi mujer la querré y la respetaré. La tuya quizás te desprecie por tu hipocresía”.
Ba El Hadj: “La mujer que me desprecia no ha nacido aún. ¿Que más querrá mi esposa que haga? La llevo todos los años a La Meca para ‘lavarnos los huesos’; los vecinos y la familia nos respetan. Yo les muestro el camino de la luz. Yo soy el Sabio. Por dondequiera que pase, no oigo decir más que Ba El Hadj. Le he hecho seis hijos, cuatro de ellos varones. La he llevado a vivir a un dúplex”.
El visitante, cínico: “Un dúplex. Un piso con dos niveles. Al igual que tú. Una doble personalidad. A ver, el día de la Resurreción ¿qué cara le vas a enseñar a Dios?”

Ba El Hadj, ya muy dolido: “¡Kafir! (infiel). Tú ni siquiera rezas, y le predicas moral a Ba El Hadj”.
El visitante, sádico: “Rezar es un asunto entre Dios y yo. Tú rezas, tú vas a La Meca. Pero destruyes tu país, hipotecas el futuro de tus hijos”.
Ba El Hadj, amargo: “Tú morirás pobre. No dejarás ni siquiera dinero para que te paguen la mortaja. ¿Es con la moral como uno se vuelve rico, como uno construye un palacio en el terruño? Anda ya. Que Dios te maldiga”.
El visitante, afligido: “Adiós. Tú tienes tu religión, yo tengo la mía”.

La cólera sacude a Ba El Hadj. Tiembla, suspira, evoca a Dios y a su profeta para castigar al culpable que ha perturbado su devoción, saca su rosario, pasa las cuentas con rabia, recitando en voz alta: Ya latif, ya latif (¡misericordia!).

¿Es con la moral como uno se vuelve rico, como uno construye un palacio en el terruño?

Un cliente, la vuelta no coincide. Un escándalo. Uno de los asistentes se ha aprovechado de la alteración de Ba El Hadj para tumbarse en el suelo, entre dos cajas de confitura. Ba El Hadj agarra un palo de escoba y se lo tira a la cabeza: “Hijo de perra. ¿Te pago por dormir? ¡Despiértate o te parto la cara de la religión de tu madre!”

Al borde de un ataque de nervios, Ba El Hadh va hacia otro asistente, lo agarra de la oreja y tira con toda su fuerza: “¿Tú me quieres arruinar o qué? Acabo de ver cómo has atendido a la mujer del sastre. Un kilo de mantequilla, bien pesado. Cabeza de burro, ¿he escondido la báscula tras la caja para que tú le des el peso exacto, o para que le des menos? Pandilla de ingratos. Olvidáis que ayer aún os moríais de hambre en vuestras malditas montañas. Ahora que tenéis las mejillas regordetas, me queréis arruinar. ¡Dios! ¡Protégeme de los deshonestos!”

Ba El Hadj ya no puede más. Va a explotar. Lo del baño ya ni pensarlo. Ya no hay tiempo. Ya lo recuperará más tarde. Cierra la caja, va a la panadería y sale cargado de cuarenta panes que distribuye a los mendigos. Un hombre se le acerca, le besa la mano: “Buenas tardes, Ba El Hadj. Te envidio. Tu irás directamente al paraíso. Hay pocos como tú. He oído decir que estás construyendo una mezquita en el terruño. Toda la aldea rezará por tu generosidad. Dios te proteja de los impíos”.
El Hadj baja la vista, humilde. “Dios ha dicho que…”
Con la consciencia limpia regresa a su trono, tras la caja. Suspira profundamente. Coge el teléfono.
Se le anima la cara: “Aló, lal·la laghzala (señorita gacela), ‘uinati (ojos míos), lakbida diali (mis entrañas), ssila diali (mi miel), baddab ezzine (amor lindo). Nos vemos esta noche. ¡Como siempre! Tu hlilif (cerdito) está un poco contrariado. Tfú. Me ha venido a ver un shaitán (satanás), que me ha estropeado el día. Cierro ahora mismo. Me voy a dormir, para esperar el ftur (fin del ayuno) y después de la oración… devoraré mi pequeño cuerno de gacela”.
Con su rosario en la mano, Ba El Hadj, el buen musulmán, se vuelve a sumergir en la devoción.

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© Soumaya Naamane Guessous | Primero publicado en Femmes du Maroc  ·  Diciembre 1999 | Traducción del francés: Ilya U. Topper

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